CARTAS: Memorias del olvido
06.09.2023
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06.09.2023
Señor director:
Parafraseando al bueno de Carlitos en uno de los tangos que más cantaban exiliados latinoamericanos —incluidos los chilenos de la diáspora sudamericana—: “50 años no es nada…qué febril la mirada…”. Aunque volver a sus patrias de destierro se transformó en obsesión cotidiana, decenas de miles se quedaron varados en el camino, añorando y recordando barrios, amigos y familia que iban perdiendo progresivamente los nítidos contornos de la convivencia cotidiana hecha trizas; en el caso chileno, durante una fría y nublada mañana de postrimerías invernales de un septiembre añoso hace ya medio siglo.
La memoria es uno de los atributos más fascinantes y misteriosos de la vida humana. Sin ella nos convertimos en autómatas zombies, destinados a tropezar una y otra vez con las mismas piedras y a cometer los mismos errores de nuestros ancestros prehistóricos. Sin ella y sus hijos, los recuerdos, seguramente estaríamos en una caverna alimentándonos de alguna merienda precaria y cruda, sintiéndonos solos al no reconocer a ninguno de los otros habitantes en esa caverna como parte de nuestra familia o tribu.
No me caracterizo por tener buena memoria, pero me pasa, como a muchos, que ante eventos impactantes asoman recuerdos grabados con tinta indeleble que están ahí; dispuestos a saltar a escena ante la menor evocación de la situación que los generó. Como la memoria es traviesa y no respeta, a veces, convenciones humanas de tiempo ni espacio, al mismo tiempo es rigurosa para acompañar el alma y corazón del usuario más desmemoriado. Así, tengo un recuerdo de niño porteño del pavor de un terremoto nocturno en 1971, cayendo trozos de pared de adobe sobre las camas de mis hermanas. Curiosamente mis recuerdos conectan esa noche de terror invernal con aquella mañana invernal de septiembre dos años más tarde, cuando un militar del Regimiento de Infantería N°2 Maipo con cinta blanca en el brazo nos conmina a mi hermana y a mí a que dejemos de jugar en la calle y que nos entremos a nuestra casa. Junto con esos recuerdos de miedo o de extrañeza anormal, mi traviesa memoria me traslada a unas vacaciones en una casa tipo “A” en la playa de Pichidangui, donde la sensación de bienestar es la predominante, al igual que la deben haber sentido, supongo, otros niños que tuvieron la suerte de disfrutar de esos balnearios populares que los escondieron bajo la alfombra del olvido después que se perdió la inocencia esa mañana invernal de septiembre de hace medio siglo. Como niño provinciano de aquellos tiempos, las aglomeraciones multitudinarias del Estadio Nacional para rendirle agasajos primaverales a un poeta galardonado con el Nobel de Literatura, de alguna u otra manera quedaron enganchadas en los cajones destartalados de mi memoria sui generis.
Al igual que miles en ese estadio, nadie imaginó que un año después el Poeta festejado moriría por causas no aclaradas y sospechosas, pero en gran parte por el espanto y dolor de la barbarie desnuda cabalgando sobre el lomo del caballo bayo del apocalipsis, inaugurando casi dos decenios de muerte, miedo, dolor y llanto, mucho llanto.
Ante la arremetida y resurgimiento de la brutalidad e ignorancia intelectual de los vencedores de aquel septiembre remoto, los que destinan ingentes recursos económicos y publicitarios en la promoción del olvido neoliberal, sólo queda por el momento rescatar y atesorar las miles de memorias y millones de recuerdos de los olvidados de siempre. Sólo así se tendrá oportunidad de recobrar la esperanza para corregir la historia del olvido que pretenden imponer los dueños de este fundo con vista preciosa al mar.