#Voces1973: El ciclista bombardeado
01.09.2023
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01.09.2023
Hasta septiembre, la sección de Opinión de CIPER comparte una serie de columnas con recuerdos y reflexiones de testigos vivenciales del Golpe de Estado de 1973 en Chile, con lo vivido en esos días por ello/as y su círculo cercano. Son reconstrucciones personales, que privilegian la memoria íntima y la descripción de una cotidianidad alterada, por sobre el análisis político o el recuento histórico. A cincuenta años del quiebre democrático en el país, CIPER contribuye así a darles diversidad y emoción a las voces de nuestra memoria social. [#Voces1973]
La mañana del 11 de septiembre de 1973, me preparaba para un día normal de clases. Tenía 15 años, y mi plan era ir esa tarde a guitarrear a la casa de un compañero de curso, a ver si éramos capaces de sacar los acordes del nuevo disco de Yes, Close To the Edge, conseguido en Argentina. Pero al salir de mi casa en calle Patricia (casi esquina con Paul Harris) me encontré con que las pocas micros pasaban de largo, traqueteando como fantasmas, raudas y vacías. Se empezó a nublar, anunciando lluvia, aunque no hacía mucho frío.
Me devolví, cuando ya se sabía que algo muy raro estaba pasando, y entonces con mi mamá pillamos los discursos de Allende en las radios Corporación y en la Magallanes. Ella tenía las cejas coloradas, y de vez en cuando musitaba palabras que parecían una especie de ruego. Pasado el mediodía, los Hawker Hunter que bombardearon la residencia presidencial de Tomás Moro empezaron a pasar en vuelo rasante encima nuestro después de soltar sus rockets. Sobrevolaban tan bajo que, al inclinarse y girar para dirigirse de nuevo sobre su blanco, se distinguía perfectamente la cabeza del piloto en movimiento dentro de su burbuja verdosa de plexiglás.
Después vimos un helicóptero que parecía flotar sobre la casa del presidente, que quedaba a unas quince o veinte cuadras de donde estábamos. Sus disparos se veían muy nítidos, como chispazos de color naranja intenso, pero la escena estaba en mute, todo en silencio; o así parecía en comparación con el rugido atronador de los Hawker Hunter. Desde esa altura precordillerana ya se veía la columna de humo negro de La Moneda disipándose entre los nubarrones, al poniente de la silueta del cerro San Cristóbal.
Después de almuerzo escampó y se abrió un poco el cielo. Por los cerros al final de Colón, hacia el antiguo Observatorio, subían columnas de infantería. Me encaramé al techo de mi casa para mirar las maniobras.
No andaba nadie por la calle, con la excepción de un ciclista que llevaba una guitarra a la espalda mientras pedaleaba cuesta arriba por Paul Harris hacia Colón. La calle no estaba pavimentada todavía, y el ciclista trataba de hacerles el quite a los charcos y al barrial que había dejado la lluvia reciente. A esas alturas ya habíamos escuchado los primeros bandos militares.
A media tarde hubo pichanga de niños y jóvenes en la cancha de tierra que hoy está cubierta de césped artificial, y eso duró hasta que empezaron a subir los camiones de milicos por la calle Patricia desde Padre Hurtado. Llovía con sol, lo que acrecentaba la atmósfera de irrealidad. Paramos de jugar cuando sentimos disparos, esta vez cerca; detonaciones que no conocíamos y que nos mandaron despavoridos de vuelta a la casa. Una ametralladora de guerra punto 50 hace un ruido que retumba no sólo en los oídos sino en la boca de uno, en el pecho, en los mismos huesos; un fragor que parece interrumpir el flujo de la sangre. En un rato empezaba a regir el toque de queda.
De vuelta en mi casa, me subí otra vez a los pizarreños húmedos para curiosear. Encima de la ciudad persistía un manto de nubes, pero el sol al ir bajando cada vez más lo alumbraba todo con un tono dorado. Mi mamá hacía sopaipillas para la once, porque pan no nos quedaba. De mi papá no teníamos noticia desde que había salido a trabajar al filo del amanecer.
Me subí de nuevo al techo y vi que el ciclista venía de vuelta, esta vez bajando desde Colón, con el estuche de su guitarra a la espalda, igual que antes. Seguramente se había topado con alguna patrulla que lo mandó de vuelta, quién sabe. Me acuerdo nítidamente de que llevaba una pierna de su pantalón arremangada y tomada con un elástico para no mancharse con la grasa de la cadena o con las salpicaduras de barro. La bicicleta tenía manubrio de carrera, y para aprovechar la bajada el hombre se inclinó hacia adelante, como hacen los ciclistas profesionales para hacerse más aerodinámicos. A cuadra y media de distancia su camisa blanca se veía luminosa, resaltando la silueta de la guitarra en su funda negra. De repente, tembló la casa entera y sentí que perdía el equilibrio y me caía del techo. No era un temblor de tierra sino un estrépito por todo el aire, un bramar que se agudizó en una fracción de segundo hasta convertirse en silbido, un relámpago y un estampido como latigazo, el ruido de ventanales destrozados. Cuando volví la vista, vi la bicicleta botada en medio de la calle. El hombre de la camisa blanca estaba tendido boca abajo en medio del barro y de una nube de polvo en espiral. Después de unos segundos, el ciclista se incorporó, con la ayuda de algunos vecinos que salieron a socorrerlo. Se sentó en la vereda, todavía con la guitarra a la espalda, y tomó del vaso de agua que le ofrecieron. A mí me zumbaban los oídos. Me preguntaba cómo ese hombre había aguantado el impacto. La gente se arremolinaba alrededor del lugar exacto donde había caído la bomba, escrutando el cielo por si aparecía otra vez el avión.
Mi mamá nos prohibió salir a mironear. Se acercaba el toque de queda y ya se sentía el tableteo de rifles automáticos en la distancia. Nos tuvimos que conformar con mirar de lejos, sentados en las tablas que hacían de reja, en el antejardín de nuestra casa a medio construir. Después de un rato vimos que el hombre siguió su camino, a pie, con la bicicleta tomada del manubrio, rumbo al campamento que se conocía como “La Pechuga”. Le dejó la guitarra a uno de los vecinos que lo habían ayudado. Tal vez pensaba, como yo, que desde el aire habían confundido su instrumento con un arma de fuego, y prefirió no arriesgarse.
Al día siguiente, constaté con algo de desilusión que el cráter de la explosión tenía apenas medio metro de diámetro y unos veinte centímetros de profundidad. No había sido más que una bomba de ruido lanzada por un jet de instrucción, seguramente tripulado por un alférez que hasta hoy sigue convencido de que ese día hizo lo suyo para salvar la Patria.
Con el pasar de los días, mis hermanos y yo perfeccionamos el arte de simular los estampidos de una ametralladora punto 50, golpeando un tablón grueso con un martillo o con una piedra. Gracias a este simulacro de tiroteo, pusimos nerviosas a varias patrullas de milicos cuando pasaban por el barrio haciendo allanamientos o parando gente en la calle. Era una forma inocente de resistencia, era la guardia personal que mis hermanos —de 14, 12, 10 y 5 años— y yo desplegábamos para que nuestro padre de 42 volviera cada noche del trabajo sano y salvo, era el juego que inventábamos para hacerle creer a mi madre de 40 que no nos dábamos cuenta de su angustia cotidiana.
Esa mañana hace 50 años empezó un gran proceso de recalibración sensorial: aprendimos a usar nuestros sentidos de formas nuevas y diversas, para interpretar más cuidadosamente todos los sonidos, los silencios y los estampidos; para ver aunque fuera desde lejos, encaramados a un tejado y en mute, el espectáculo que hace la historia cuando nos cambia la vida. Es un show bello y siniestro a la vez, un show que con el tiempo se convierte en cifra y enigma y que mantiene su poder sobre nosotros al devolvernos esquirlas de memoria en cada aniversario.
Alfredo Jaar acertó al crear ese calendario de caracteres blancos en fondo negro en que todos los días son el once de septiembre de 1973. Porque en gran medida esa fecha sigue siendo el ayer, el hoy y el mañana de Chile; lo es hoy, en lo fundamental, más todavía que hace diez años, cuando la conmemoración de los cuarenta años del golpe nos permitió imaginar, aunque fuera fugazmente, que veníamos saliendo de la desmemoria, que veníamos de vuelta, guitarra al hombro, aprovechando las leyes de la física; antes de que la bomba de ruido nos botara otra vez de la bicicleta.