Patricio Guzmán: un Premio Nacional al deber de memoria
28.08.2023
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
28.08.2023
Un especialista en su obra describe en columna para CIPER cómo el reconocimiento oficial al documentalista chileno residente en Francia se enlaza a la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado en Chile, pero también a otros rasgos de nuestra convivencia: «Obstinada, persistente, tenaz, su memoria está en un constante trabajo de elaboración para sobrellevar el trauma. Guzmán vuelve siempre al pasado, reinterpretándolo desde el presente, y ese ímpetu se vuelca hacia sus propias obras.»
El Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales otorgado hace unos días al documentalista chileno Patricio Guzmán no debiera sorprender a nadie. Desde hace décadas que el veterano cineasta nacido en Santiago hace 82 años reúne méritos suficientes para hacerse con esta y otras distinciones similares. Pero, y al igual de lo que pasó en 2021 con la primera —y vergonzosamente tardía— exhibición televisiva de La batalla de Chile, lo que interesa de este reconocimiento es fundamentalmente su dimensión simbólica. El Premio Nacional otorgado a Patricio Guzmán debe leerse como un acto de memoria que se enmarca en las conmemoraciones de los 50 años del Golpe de Estado en Chile. Nada más indicado para quien ha hecho del deber de memoria —o de la «memoria obstinada», como él la llama— la razón de ser de una carrera marcada por algunos filmes brillantes.
Uso el concepto de «deber de memoria» exprofeso, a pesar de que tengo conciencia de lo poco común que resulta su empleo en el debate público contemporáneo. Lo hago en el sentido con que Theodor Adorno invocaba el deber de mantener la memoria de Auschwitz para evitar que algo similar se repitiese. Desgraciadamente, a medio siglo del once de septiembre de 1973, la vigencia de ese imperativo resulta indiscutible en nuestro país, ante el auge de revisionismos y negacionismos torpemente disfrazados de virtudes republicanas.
Patricio Guzmán es el principal exponente del deber de memoria en el documental chileno, aunque eso no equivalga a considerarlo el único. La lista es amplísima y abarca varias decenas de directores y directoras del cine del exilio, las películas de la posdictadura y la producción contemporánea (aunque, y contrario a lo que algunos sostienen, en términos cuantitativos el cine chileno habla poco de la dictadura [MORALES 2021]). Guzmán ha hecho de la UP el leitmotiv de su obra desde que en 1971 se propuso filmar los primeros meses del gobierno de Salvador Allende, dando origen al largometraje El primer año (1972). Le siguió La respuesta de octubre, realizado con motivo del célebre paro de los camioneros de 1972. Al año siguiente prosiguió con su idea de filmar un documental por cada año de gobierno de la UP, pero las filmaciones para El tercer año se vieron interrumpidas por el Golpe de Estado.
El resto de la historia es mundialmente conocido: Guzmán fue detenido en el Estadio Nacional y acabó partiendo al exilio, al igual que parte de su equipo de filmación. En Chile permaneció el director de fotografía, Jorge Müller, quien fue detenido y desaparecido por la DINA en 1974. Las latas de El tercer año salieron de Chile rumbo a Suecia, y desde allí inicialmente se proyectó que se enviasen a Francia para que el filme fuese terminado en la productora de Chris Marker. Sin embargo, Guzmán acabó trasladándose a Cuba, donde recibió el apoyo del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), en cuyas moviolas el material fue montado por Pedro Chaskel. Nacía la primera parte de La batalla de Chile: la lucha de un pueblo sin armas, una trilogía compuesta por La insurrección de la burguesía (1975), El Golpe de Estado (1976) y El poder popular (1979) que le ha valido a Guzmán un lugar destacado en la historia del documental mundial. En ella se hibridan la visión del historiador y la memoria del militante; se dan la mano el análisis político y las heridas del trauma. Su estética ecléctica incorpora de manera original elementos generalmente disonantes, como el cine directo, el filme de archivo, el documental expositivo y hasta el filme-ensayo.
La memoria de la UP y la denuncia internacional de la dictadura no abandonaron la carrera de Guzmán desde entonces, al punto de opacar sus filmes destinados a otros temas que lo obsesionan desde la juventud: la resistencia a la conquista ibérica, la ciencia-ficción, las grandes exploraciones, etc. Solo durante los años ochenta y comienzos de los noventa —es decir, mientras vivió en España, antes de instalarse en Francia— tuvieron un lugar dominante en su cinematografía filmes con esas temáticas. Es el caso de su fallido largometraje de ficción latinoamericanista La rosa de los vientos (1983), el impactante proyecto de La cruz del Sur (1992), la aguda microhistoria de Pueblo en vilo (1995) y dos series documentales realizadas para Televisión Española. Aun así, el filme más importante de ese periodo es En nombre de Dios, que aborda la resistencia a la dictadura desde la perspectiva de la Vicaría de la Solidaridad, y fue realizado en forma semiclandestina en Chile en 1987.
A finales de la década de los noventa y comienzos de los años dos mil, el cine de Guzmán adoptó una nueva dimensión, en la que ganó espacio la memoria personal, puesta en constante relación con la memoria colectiva. Ese giro va de la mano con la incorporación de la primera persona en la narración, una locución realizada por el propio director —cuya voz susurrante acabaría transformándose en una marca de estilo— y, de manera general, una reivindicación de la propia subjetividad. Aunque algunos de esos rasgos ya estaban presentes en Pueblo en vilo, adquirieron una mayor dimensión a partir de Chile, la memoria obstinada (1997), una de sus mejores películas. El año de estreno de ese documental acabó siendo un partidor de aguas para Guzmán, pues en 1997 también exhibió por primera vez en los cines nacionales La batalla de Chile y creó el Festival de Documentales de Santiago (Fidocs). A partir de entonces su producción se aceleró con el estreno de nuevos largometrajes sobre el traumático pasado reciente y sus consecuencias en la sociedad: El caso Pinochet (2001) y Salvador Allende (2004). Desde mediados de los noventa, sus filmes son coproducciones con Francia, donde también ha producido cortometrajes y mediometrajes como La isla de Robinson Crusoe (1999), Madrid (2001) y Mon Jules Verne (2005).
Tras la ambiciosa Salvador Allende, concebida para los treinta años del Golpe de Estado, el cine de Guzmán pareció estancarse. Por un lado, ese largometraje bien podría interpretarse como el punto final de una larga carrera dedicada a la memoria de la UP. Por otro, Guzmán comenzaba a hallar dificultades para encontrar financiamiento. Asimismo, el propio deber de memoria había entrado en ese momento en crisis. Como hizo ver sagazmente Diamela Eltit, si a comienzos de los noventa la ausencia de imágenes del Golpe de Estado y de las violaciones a los derechos humanos en los grandes medios de comunicación hacía que mostrarlas fuese una forma de resistencia contra el olvido, a partir de 2003 la proliferación acrítica de esas imágenes llevó a un riesgo de banalización. Se trataba de un fenómeno que podría conducir a nuevas formas de olvido, basadas en la saturación y la incapacidad de síntesis.
Evidentemente, el análisis de Eltit no puede interpretarse como una invitación a dejar de lado el trabajo de memoria, pero sí como un llamado a buscar nuevas formas de abordar la dictadura. Es eso lo que haría Guzmán a partir de 2010 con su trilogía de la geografía chilena, compuesta por Nostalgia de la luz (2010), El botón de nácar (2015) y La cordillera de los sueños (2019). Cuando parecía un director en el ocaso de su carrera, Guzmán alcanzó con esos filmes una notoriedad internacional que no conocía desde La batalla de Chile. Esa segunda trilogía se acerca al pasado dictatorial, abandonando, en gran medida, la lógica causal y la primacía del acontecimiento, para en cambio privilegiar un relato interesado por la larga duración histórica, las asociaciones de ideas, las metáforas visuales y conceptuales. La crítica cinematográfica se apresuró a declarar que estábamos ante un giro poético en el cine de Guzmán. Justo es decir que buena parte de los motivos y de las figuras retóricas empleadas por el director en esos tres filmes están también presentes en sus obras de estudiante de los años sesenta y en sus filmes de los ochenta.
Muchos creímos que la última secuencia de La cordillera de los sueños (2019) era una despedida del cine, pues en ella Guzmán confesó sus dolores más íntimos y manifestó el deseo de que Chile recupere la alegría; sin embargo, volvió a la carga con Mi país imaginario (2022) para defender el estallido social de 2019 y la necesidad de una nueva Constitución [DEL VALLE 2022]. Obstinada, persistente, tenaz, su memoria está en un constante trabajo de elaboración para sobrellevar el trauma. Guzmán vuelve siempre al pasado, reinterpretándolo desde el presente, y ese ímpetu se vuelca hacia sus propias obras. La batalla de Chile no solo le ha servido de archivo para muchos de sus filmes posteriores, sino que el propio relato de ese documental ha sido revisitado por Guzmán en diferentes momentos. La narración original, realizada en Cuba en los años setenta, fue reemplazada posteriormente por un narrador español, el cual fue sustituido por el propio Guzmán en los noventa. Ahora esa versión será desplazada por la restauración de la trilogía y de El primer año efectuada en 2023. Esas modificaciones no son inocuas, pues acarrean cambios de sentido. No debería extrañarnos:, aunque el pasado no se modifique, la memoria está en permanente proceso de resignificación.