#Voces1973: La noche en la UTE
18.08.2023
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18.08.2023
Hasta septiembre, la sección de Opinión de CIPER comparte una serie de columnas con recuerdos y reflexiones de testigos vivenciales del Golpe de Estado de 1973 en Chile, con lo vivido en esos días por ello/as y su círculo cercano. Son reconstrucciones personales, que privilegian la memoria íntima y la descripción de una cotidianidad alterada, por sobre el análisis político o el recuento histórico. A cincuenta años del quiebre democrático en el país, CIPER contribuye así a darles diversidad y emoción a las voces de nuestra memoria social. [#Voces1973]
Nos despertamos la mañana del martes 11 de septiembre de 1973 con el sonido de los aviones que pasaron volando, muy bajo, sobre nuestro departamento, en un piso 19, justo en la esquina de Providencia con calle Carlos Antúnez. Prendimos la radio y escuchamos el llamado de la CUT a defender el gobierno de Salvador Allende en los puestos de trabajo. Mi esposo decidió partir a la Universidad Técnica del Estado (UTE), donde era profesor en la Facultad de Educación, y yo me quedé en casa con mi hija, que aún no cumplía los cuatro meses de edad.
Yo era entonces una mujer norteamericana de 25 años. Había llegado en 1971 a Chile después de haber pasado unos ocho años en Europa, entre Argelia, Suiza, Francia e Inglaterra; primero con mi familia y luego sola. Desde que dejé Oklahoma, a los 9 años, la fotografía era mi diario de vida, y llevaba mi cámara a todos lados. Durante casi todo 1972 vivimos en Puerto Montt, mi esposo como profesor universitario, y yo dando cursos de inglés para estudiantes de Turismo y en una escuela nocturna para adultos. Allá comencé a hacer fotos de las obras públicas que comenzaba a hacer el gobierno: conjuntos habitacionales, escaleras y albergues para pescadores.
Para mí era alentador estar entonces de nuevo en las Américas, cuando los países de la región aceptaban y daban espacio a los inmigrantes, quienes no éramos considerados como afuerinos (como sí era el caso en Europa). Chile me parecía un país en el que había mucha esperanza; y que, para un autodidacta como yo, ofrecía muchas oportunidades para contribuir. Comencé a publicar mis primeros trabajos en 1971 ó 72, además de formar familia y forjar mi oficio. No pensaba entonces que parte de mi futuro profesional iba a estar vinculado a la denuncia a través de la fotografía. La dictadura fue para mí un tiempo de estar en la calle y mostrar lo que sucedía. Primero, desde 1977, en colaboración con la Vicaría de la Solidaridad, y a partir de 1983 en revistas y diarios principalmente extranjeros; aunque también luego para nuevas revistas de oposición, como Cauce, Hoy y Análisis. La AFI (Asociación de Fotógrafos Independientes) se formó en 1981, con el objetivo principal de que los fotógrafos que trabajábamos por nuestra cuenta tuviéramos un credencial que nos permitiera asistir a distintos actos oficiales y cosas por el estilo, pero también de protegernos entre todos en caso de alguna detención.
***
Esa mañana del 11 de septiembre, escuché por la radio el último discurso del presidente Allende. Poco a poco, las noticias de cada emisora fueron siendo reemplazadas por marchas militares, anuncios de bandos del Ejército y las advertencias sobre un toque de queda casi inmediato. Creo que la última radio en caer fue Radio Magallanes, que transmitió hasta que pudo escucharse la entrada de militares a la caseta de transmisión.
Desde mi edificio vi el bombardeo de La Moneda a la distancia; el acercamiento de los aviones Hawker Hunter y el humo que se levantaba al cielo. Supe entonces que vecinos que pertenecían al grupo Patria y Libertad se habían tomado nuestra torre, y habían cortado los suministros de luz y de agua.
En nuestro departamento no había teléfono, y entonces decidí salir de allí y dirigirme a la casa de mis suegros, para atender mejor a mi hija pequeña e intentar saber algo más sobre mi esposo; quería estar disponible, en caso de que él llamara. Baje los diecinueve pisos por la escalera y con mi hija en brazos. Afuera no había micros ni locomoción colectiva, así es que me acerqué a la calle y mostré mi pulgar para tratar de llegar en autostop. Pararon dos hombres jóvenes, que solo me preguntaron a dónde iba. Les respondí, y me dijeron que subiera. Una vez dentro, no hablaron ni una palabra. El silencio fue total. Ya había empezado la desconfianza.
A pocas cuadras de la casa de mis suegros, por avenida Bilbao pasaron helicópteros, volando tan bajo que podía verse clarita la cara de un soldado que me apuntaba con su fusil desde la puerta abierta de la nave. Seguí mi camino, y al llegar supe que mi suegra estaba de viaje fuera de Chile, y que mi suegro estaba en su trabajo en el aeropuerto. Con Rosa, que trabajó en esa casa la mayor parte de su vida, conversamos y lloramos juntas, preguntándonos cómo estarían todos nuestros amigos y familiares, y en qué iba a terminar todo esto. Era como el fin de un mundo y el principio de otro totalmente opuesto; todo patas p’arriba.
Mi esposo me llamó por teléfono como a las seis de la tarde, cuando ya había toque de queda. Dijo que pasaría la noche en la UTE, y que el director de la universidad había hablado con un comandante de la Fuerza Aérea para asegurar que todos quienes estaban allí pudieran salir sin problemas apenas se levantara el toque. Me comentó que comerían en el comedor del edificio de Artes y Oficios, un edificio viejo y sólido.
El miércoles 12 hubo toque de queda todo el día. Mi cuñado Roberto, entonces de 14 ó 15 años, salió sin avisar a ver a una amiga a pocas cuadras. En el camino escuchó unos motores de camiones y se escondió. Vio cómo saqueaban la casa abandonada de su amiguita, cuyo cuñado era uno de los líderes de las Juventudes Comunistas. Sacaban electrodomésticos, quién sabe qué más, y luego dejaron la casa abierta. Quedó abandonado un cachorro bóxer, que Roberto se llevó a su casa (fue su mascota leal toda su vida).
Esa noche me llamó una amiga cuyo esposo era administrativo en la Técnica. Me contó que todos quienes estaban al interior de la universidad habían sido detenidos y trasladados al Estadio Chile. La acompañé a la mañana siguiente al lugar, y un pariente suyo, oficial de la Fuerza Aérea, consiguió ayudarla a rescatar a su esposo, quien pudo regresar a casa. Recuerdo que alrededor del Estadio había cientos o miles de personas esperando noticias, y que desde el interior salían grandes buses con sus ventanas pintadas.
Afuera muchos lloraban, preguntando desesperados a dónde era que se llevaban a los prisioneros. Después supe que a los presos de la Técnica, del cordón industrial de Vicuña Mackenna y de otros lugares los habían trasladado hasta el Estadio Nacional. Aquella promesa de buen trato de la que me habló mi esposo nunca se cumplió: la misma noche del 11 de septiembre, a la hora de la comida comenzó un ataque precisamente sobre el edificio de la Escuela de Artes y Oficios de la UTE. Mi esposo tuvo el triste privilegio de estar entonces compartiendo mesa con Víctor Jara. Al escuchar una balacera (que luego se extendió toda la noche), quienes estaban dentro del lugar se escondieron bajo las mesas.
Unas horas después, los militares derribaron con bazuca la gruesa puerta del edificio, y entraron a las diferentes salas donde había gente refugiada. Los sacaron a todos al patio interior, los acostaron en el suelo y dispararon sobre sus cabezas gritando: «¡Al que levante la cabeza, se la vamos a volar!». En la madrugada los separaron en filas (profesores, estudiantes, hombres, mujeres, etc.), y dejaron irse a algunas personas en pleno toque de queda. A la fila en la que estaba mi esposo, la llevaron a la calle para usarla como escudo en su ataque a un francotirador en las cercanías.
Así fue el comienzo de una pesadilla que duró diecisiete años.