Nueva Constitución y libertad religiosa: trato de excepción y disputa por la «conciencia»
18.08.2023
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18.08.2023
Una de las declaraciones públicas ante el Consejo Constitucional fue, hace unas semanas, la de un grupo de representantes de diversos credos: cristianos, musulmanes, judíos y algunas comunidades indígenas. Buscaban enfatizar la importancia de la libertad religiosa y de conciencia en la nueva Constitución para Chile. ¿Es legítima su preocupación y autoasignada representación «de mayoría»?, pregunta en esta columna para CIPER el director de la organización Otros Cruces. O acaso, en sus palabras, «vemos, nuevamente, a los representantes de la elite religiosa chilena exigiendo un trato de excepcionalidad, […] cuyo objetivo es legitimar un estatus de privilegio frente a otros grupos de la sociedad y el mismísimo Estado.» [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
La promoción y defensa de las libertades es una insignia de la democracia moderna y occidental con la que —¡lo queramos o no!— todos nos regimos. La libertad de conciencia, de movilización, de participación, de creencia, de expresión y tantas más se presentan como elementos constitutivos que rigen nuestro reconocimiento como sujetos individuales y colectivos, los cuales la ley y el Estado deben respetar, defender y garantizar. La consideración de los demás hacia mi propia libertad se transforma en un principio ético de convivencia que, a su vez, me obliga a respetar la libertad de los/as otros/as.
Esta misma distinción afecta el ámbito religioso. La libertad religiosa es un derecho humano que trata de la garantía para que personas y grupos puedan expresar y practicar sus creencias particulares, según sus caracterizaciones rituales, cosmovisionales y doctrinales, incluyendo la posibilidad de no creer o de cambiar de creencia. Ahora bien, no podemos hablar de libertad religiosa sin igualdad de condiciones —sociales, culturales y legales— entre las expresiones y grupos particulares. Por ejemplo, ¿podemos pensar en libertad religiosa cuando existen países (como Argentina y Costa Rica) que establecen constitucionalmente el privilegio católico? ¿O cuando la Iglesia católica ambiciona un lugar de monopolio en términos legales o civiles por su «doble condición» de Estado e Iglesia? ¿O cuando gobiernos priorizan una relación exclusiva con grupos cristianos o religiones monoteístas por ser «mayoritarias», en detrimento del resto? El principio de igualdad, el cual es fundamental para cualquier marco constitucional, se basa precisamente en la defensa de las minorías frente a la tiranía de las mayorías.
Estos planteamientos básicos vienen a cuento en el debate por una nueva Constitución hoy en desarrollo en Chile, y la pretensión sociopolítica que en él manifiestan algunos grupos religiosos. El pasado 1 de julio, el obispo Juan Ignacio González compartió frente al Consejo Constitucional una declaración firmada por un conjunto de líderes provenientes de varias expresiones y federaciones cristianas, así como sectores musulmanes, judíos y algunas comunidades indígenas. Dicha declaración se focalizó principalmente en el artículo 16.13 sobre libertad religiosa y de conciencia en el articulado vigente del texto elaborado por la Comisión de Expertos. Luego de plantear que dicho colectivo actúa «en representación de la gran mayoría de las confesiones religiosas en Chile» —¿cómo se determina esa «mayoría»? es la pregunta de siempre—, se establece que existe un amplio acuerdo entre los sectores en cuestión con respecto a dicho artículo, el cual, se dice, acoge las distintas perspectivas y sugerencias concedidas en su momento durante su elaboración.
Su declaración advierte la ausencia o falta de profundización en varios aspectos de lo discutido hasta ahora, como por ejemplo el derecho a que ninguna persona sea obligada por ley u otras disposiciones normativas —sería bueno saber a qué se refieren y cuál es el alcance que tiene este último elemento— que actúen en contra de convicciones religiosas y de conciencia. De aquí, se plantea que este derecho se encuentra bajo el principio de «objeción de conciencia», determinado por el «moderno derecho de las religiones» (tal vez merecería matizar un poco esa expresión grandilocuente: más bien, deberíamos hablar del trato del derecho moderno hacia las religiones). Concluye la idea: «Dicha objeción es una realidad que ha existido siempre en la civilización occidental».
Pero aquí viene el giro más importante de la declaración. En el punto 6 de la misma, se plantea que las confesiones religiosas y creencias deben ser reconocidas como «sujetos de derecho», por lo cual deben «contar con un verdadero reconocimiento al más alto nivel normativo». Esto, incluso, profundizando las actuales jurisprudencias sobre el área, ya que «dichas normas legales no son en ningún caso constitutivas de una confesión religiosa, sino declarativas, pues el fenómeno religioso es anterior a la regulación estatal y forma parte de la esencia de la naturaleza humana, por sí misma religiosa y espiritual». Esta última frase cristaliza con contundencia las observaciones vertidas al inicio de esta columna: la comprensión de la legitimidad de las comunidades religiosas en tanto actores sociales como declarativa pero no constitutiva las ubica en un estatus de privilegio frente a cualquier otro grupo social, y eso porque lo religioso se determina como una dimensión constitutiva de lo humano y antropológico con prevalencia a cualquier otro aspecto de la persona. Ello las coloca, al fin, por encima del Estado; y afirmar que son anteriores a éste, es una buena forma de «marcar la cancha» y reclamar un estatus de mayor poder.
Hacia el final de la declaración, hay un atisbo de generosidad de los grupos «mayoritarios» al exigir «igual trato» del Estado hacia las minorías religiosas, paréntesis que culmina con los reclamos de siempre: el privilegio de los padres y tutores sobre la educación de los hijos, la no coacción del Estado en contra de convicciones religiosas, la libertad religiosa como libertad de ejercicio (cultual, ritual, de creencia y no creencia) y la excepción de toda clase de contribuciones.
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Vemos, nuevamente, a los representantes de la elite religiosa chilena exigiendo un trato de excepcionalidad que nada tiene que ver con el denominado «principio de adaptación» relacionado a prácticas eventuales de neutralidad como respuesta a tensiones que nacen entre exigencias legales y políticas, y el resguardo de la conciencia religiosa. El principio de adaptación refiere a que, a veces, la ley debe permitir «un trato a favor» por temas de defensa de conciencia (lo cual suele traer extensos debates en el campo de las religiones, cuando, por ejemplo, ciertas regulaciones laborales, sociales o políticas entran en tensión con disposiciones rituales de sistemas de creencia). Advierte al respecto Martha Nussbaum:
La adaptación es una forma de ausencia de neutralidad que a veces parece exigida por la igualdad. Sin embargo, sigue abierta la pregunta: ¿por qué es el «libre ejercicio de la religión» lo que consigue los tratos de favor, cuando los ciudadanos tienen tantas cosas por las que interesarse y tantos modos, tanto religiosos como no religiosos, de organizar sus compromisos de conciencia más fundamentales? [NUSSBAUM 2009, pp. 30-37].
El objetivo, entonces, es más bien legitimar un estatus de privilegio frente a otros grupos de la sociedad y el mismísimo Estado. Vemos con tristeza la ironía de recurrir al derecho constitucional moderno e incluso al sentido de «civilización», para exigir una posición legal y política que sitúe a las religiones por encima de estos parámetros. Es, en otras palabras, una apuesta para disputar poder político y civil, que demanda al Estado y a todos los agentes sociales a someterse a las reglas de la institucionalidad religiosa, excluyendo y negando, por otro lado, cualquier corresponsabilidad de dicho sector hacia el resto de la sociedad. La apelación en la declaración a que las acciones de las comunidades religiosas no pueden ser «contrarias al orden público y la ley», luego de posicionarse de tal forma, suena, a esta altura, más como una ironía.
De más está decir que, tal como se presentan, las demandas de estos sectores tienen como objetivo alcanzar el respaldo legal y político para su ya conocida arremetida en contra del avance de derechos y del desarrollo de ciertos debates públicos. La exigencia de excepcionalidad legal de las religiones, el principio moral de la primacía de la educación de los niños/as por parte de los padres y la exención de cualquier contribución, simplemente sirven de justificación para acciones contra proyectos de educación escolar sobre temas de inclusividad, el avance de leyes en temas de género o la oposición a la profundización de políticas redistributivas. Estamos hablando entonces, más bien, de la construcción de un lugar de poder.
No planteamos con esto que dichos activismos y posicionamientos sean incorrectos. Pero una cosa es hacerlo en un marco de igualdad frente a otros sectores de la sociedad —¡principio fundamental de cualquier libertad!—, y otra, muy distinta, desde la apelación a un estatus «natural» de superioridad frente a la sociedad civil y el Estado.
Nada de esto tiene que ver con la lucha por principios de reconocimiento ni se basa en aspectos intrínsecos a las identidades religiosas. Por ello, lo más paradójico es que estos reclamos y exigencias atentan incluso contra el derecho y conciencia de muchísimas personas religiosas y creyentes que viven la fe unida a visiones muy distintas a lo que proponen las cúpulas institucionales; en lo tocante a la familia, la sexualidad, el cuerpo y la salud.
La libertad religiosa es un derecho basado en la libertad de conciencia para establecer no sólo un principio de reconocimiento sino también un mecanismo de convivencia que respeta el elemento de la creencia en el marco de una sociedad compuesta por muchas libertades, conciencias, ideologías y vivencias. Es una libertad establecida en el marco del Estado de Derecho. Por ello, es realmente decepcionante que la élite religiosa chilena vulnere dicho principio, e instrumentalice a conveniencia una concepción de conciencia que dista de apelar a la posibilidad de elegir y ser libre, sino más bien promueve una definición funcional de la misma a sus intereses, dogmas y moralinas.
Estos grupos religiosos están atentando contra un derecho fundamental que —con todas sus fallas, reduccionismos y limitaciones [DÁVILA y CHAPARRO (edi.) 2022]— les ha permitido luchar por un lugar en medio de esta sociedad que muchas veces legitima la discriminación hacia lo religioso desde el secularismo y neutralidad. Secularismo que, paradójicamente, es denunciado en la citada declaración ante el Consejo Constitucional desde una postura que al final termina siendo exactamente igual a la que se acusa: una reducción de la ley para la defensa de un sentido restrictivo, elitista e institucionalista de las creencias, funcional a los grupos de poder e intrínsecamente excluyente de otras formas de vivir la fe y la vida.