Ley de delitos económicos: desmalezando el debate
02.08.2023
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02.08.2023
Varias críticas de parte de representantes del empresariado a este proyecto de Ley confunden argumentos e intereses, sin atenerse a los reales alcances del texto. En columna para CIPER, un especialista en Derecho Penal desmenuza las principales y más difundidas objeciones al respecto.
Elaborado en 2019 por un grupo de académicos a requerimiento de un grupo transversal de diputados y aprobado por el Congreso en mayo pasado (boletines refundidos Nº 13.204 y Nº 13.205), el proyecto de Ley de delitos económicos ha sido objeto de severas críticas por parte de sectores empresariales; la más importante de las cuales ha sido hasta ahora un «téngase presente» de la CPC [imagen superior] al Tribunal Constitucional, en el contexto del control preventivo de constitucionalidad del proyecto. Luego de que el TC declinó hacerse cargo de las críticas, la CPC manifestó su esperanza de que «se abra la posibilidad de una discusión técnica» sobre la iniciativa (en lo sucesivo, «la Ley», aunque aún no lo sea). Sin duda, debe valorarse el énfasis de los representantes del empresariado, aunque no ha sido precisamente ese rasgo «técnico» el que hasta ahora ha caracterizado su participación en el debate.
De haber intervenido oportunamente durante el largo trámite legislativo, la CPC hubiera podido contribuir al diagnóstico de los efectos de la aplicación de las reglas generales de determinación y sustitución de penas en materia penal-económica y a la búsqueda de las alternativas adecuadas, aportando así en innumerables cuestiones de detalle. No lo hizo, y, en vez de eso, su irrupción tardía ha consistido básicamente en acusar con estridencia, por distintos medios, supuestas aberraciones de la ley, en términos más bien gruesos, que suplen con convicción la falta de rigor analítico en aquello que se expone. Lo anterior podrá convencer a un público sin formación jurídico-penal, pero en el mundo académico y profesional especializado en materia penal solo puede provocar sorpresa, no porque la Ley no sea susceptible de crítica e incluso de rechazo radical, sino porque los argumentos esgrimidos por sus objetores son muchas veces insostenibles; sea porque no se corresponden con lo que efectivamente esta dispone, sea porque denotan desconocimiento sobre el Derecho Penal vigente en Chile y el Derecho comparado.
Por esta razón, en vez de abordar las muchas cuestiones importantes que propone la Ley desde un punto de vista teórico y práctico, estas líneas solo alcanzan, por desgracia, para hacerse cargo apretadamente de las principales críticas esgrimidas hasta ahora en su contra, provenientes de la CPC o de su entorno afín. Se dejan de lado las que con indulgencia podrían calificarse como «excesos retóricos» (como las insinuaciones de aversión ideológica contra el empresariado, o contra el mercado o la libertad económica de quienes elaboraron del proyecto y apoyaron técnicamente su tramitación). Tampoco se abordan esta vez las críticas contra regulaciones estándar en el Derecho comparado, como el sistema de días-multa o el comiso sin necesidad de condena de ganancias acreditadamente (en sede judicial) ilícitas, no porque no merezcan críticas (de las cuales hay que hacerse cargo), sino solo porque su descalificación como soluciones aberrantes per se —puro desvarío criollo— no alcanza a configurar una crítica digna de tal nombre.
Una primera crítica es que la Ley introduce tipos penales vagos e indeterminados que sumirían la vida económica de nuestro país en la mayor incertidumbre. Al respecto cabe aclarar que, si bien se incide en la reformulación de algunos delitos (de insolvencia, del mercado de valores, estafas, etc.), en términos generales la Ley no establece delitos nuevos (es, básicamente, una ley de «parte general», no de «parte especial»), de modo que la crítica afecta un aspecto más bien marginal de ella. Por cierto, la introducción de un régimen de protección de secretos empresariales y, sobre todo, de delitos ambientales —después de un par de décadas de intentos legislativos frustrados al respecto— tendrá grandes consecuencias prácticas, pero no son esos delitos los que han sido objeto de reproches importantes, sino más bien un par de tipos penales que probablemente carecen de relevancia para las empresas a cuyo personal se aplica el régimen de la Ley (recordemos que esta no se aplica al personal de micro y pequeñas empresas); básicamente, por ser formas de abuso económico de personas vulnerables. Se trata de una criminalización que por cierto admite debate, pero que no justifica una descalificación general de la Ley.
Por su parte, el tipo de adopción de acuerdos abusivos (art. 134 bis Ley N° 18.046), que sí importa respecto de grandes empresas, podrá ser criticable desde múltiples perspectivas (de hecho, el suscrito duda de su conveniencia), pero no se aprecia que con el cúmulo de exigencias que se le imponen (el acuerdo abusivo debe adoptarse con prevalimiento de una posición mayoritaria en el directorio de una sociedad anónima, «en perjuicio de los demás socios y sin que el acuerdo reporte un beneficio a la sociedad», y con ánimo de lucro) no sea posible delinear razonablemente su ámbito de aplicación. Cualquiera que conozca la legislación penal chilena sabe que, en un ránking de tipos penales vagos o indeterminados, este no aparecería.
Mucho más importante es agregar que la Ley, contra lo que su presentación apocalíptica sugeriría —sobre todo cuando, como se ha visto, introduce muy pocos delitos—, no contiene ninguna regla de atribución de responsabilidad, de modo que, al respecto, la situación sigue siendo exactamente la misma que hasta ahora. Nadie que bajo las exigencias del Derecho vigente no tendría responsabilidad por un delito económico va a tenerla en virtud de esta nueva Ley. La imagen esparcida, de que con la ley sería más fácil responsabilizar penalmente a quienes se desempeñan en las empresas —especialmente a los ejecutivos «por el solo hecho de serlo», agregarían—, no tiene, en consecuencia, el más mínimo asidero.
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Con esta referencia a lo que la Ley no hace, se llega a lo que sí hace, que no es facilitar la condena de personas que hasta ahora serían inocentes, sino simplemente incidir en la penalidad de personas que, conforme al Derecho vigente, han cometido un delito y son, en consecuencia, delincuentes. En concreto, se busca incidir de forma que (si bien no necesariamente) su castigo puede resultar más (o mucho más) severo. Los críticos lo constatan correctamente, y sin duda se trata de una decisión que merece debate en una sociedad democrática. Pero para que ese debate sea informado, es necesario hacer ciertas precisiones.
Primero: salvo la introducción de un nuevo tramo de penalidad (por perjuicio sobre 40.000 UTM) para los delitos patrimoniales (art. 467 CP), la Ley no aumenta las penas preexistentes, sino que solo incide en las reglas sobre determinación y posible sustitución de la pena privativa de libertad. Sin embargo, a diferencia de lo que hacen otras leyes que inciden en los mismos aspectos, no les niega efecto sobre el marco penal a las circunstancias modificatorias ni excluye a priori la sustitución de las penas de encierro. En vez de eso, establece un sistema de determinación de la pena específico para los delitos económicos, a partir de atenuantes y agravantes igualmente específicas (arts. 13-16, además de una regla general de cooperación eficaz en el art. 64) que atienden a factores que tiene sentido considerar en este tipo de delincuencia; a saber, gravedad del perjuicio y grado de culpabilidad, ámbito este último en el cual la posición jerárquica en la organización es relevante. Con esto simplemente se hace operativa una intuición trivial, como es que, en un delito cometido en una organización, tendría más responsabilidad el que delinque ocupando una posición jerárquica superior que sus subordinados. Nótese, de paso, que se trata de la graduación de la pena de quien efectivamente es responsable por el delito cometido en una organización, lo que no ha sido obstáculo para que algunos acusen una «presunción de Derecho» de (mayor) responsabilidad por el solo hecho de ocupar posiciones directivas; algo que, como abogados defensores, ciertamente impugnarían con indignación y éxito inmediato.
En materia de sustitución, se prescinde de aquellas penas sustitutivas que carecen de sentido respecto de delincuentes sin problemas de integración social (libertad vigilada), y pone condiciones para la sustitución (por remisión condicional o reclusión parcial en el domicilio o, en casos más graves, en establecimientos especiales) en el caso concreto, asociadas a la pena concreta y a la concurrencia o no de atenuantes o agravantes muy calificadas. De acuerdo con esto, la Ley no excluye a priori la sustitución de la pena respecto de ninguna condena que no exceda de 5 años de privación de libertad a quien no tiene condenas previas aún relevantes, pero —y este es su corazón y el verdadero trasfondo del rechazo— pone término a la concesión virtualmente automática y sin excepciones de la sustitución en este escenario.
Se ha fustigado que este «sistema penal paralelo» vulneraría la igualdad ante la Ley, lo que solo puede provocar perplejidad en quien conozca la Ley Penal chilena, plagada de regímenes «paralelos» de determinación de pena, como, por ejemplo, en materia de control de armas, de conducción en estado de ebriedad, de cohecho (atendiendo, precisamente, a la posición jerárquica del sujeto, art. 251 quinquies N° 1 CP) o, muy significativamente, de hurtos y robos, sin contar con múltiples exclusiones de sustitución de penas de encierro en la Ley N° 18.216 (comentario aparte merecería que un ente empresarial funde su reclamo también en un privilegio para personal de micro y pequeñas empresas). Por cierto, todos estos regímenes y el que la Ley ahora establece son susceptibles de crítica, pero no por atentar contra la igualdad ante la ley, sino por la racionalidad de su diseño y efectos concretos. Sobre esto, que es de lo que deberíamos estar discutiendo, habrá que volver, sin embargo, en otra oportunidad.