Puntos ciegos. Balance crítico de ‘Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular’, de Daniel Mansuy
28.07.2023
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28.07.2023
«Si bien el análisis es a ratos lúcido —y la intención, legítima—, la narrativa histórica que despliega Mansuy tiene al menos tres puntos ciegos que conspiran contra sus objetivos, cuestión que, por lo demás, lo conectan de manera más directa con las formas conservadoras de comprensión histórica que han sido y son parte integrante de las batallas por la memoria del Chile reciente y actual». Comentario de libro para CIPER.
No es un misterio que cada aniversario «redondo» del Golpe de Estado de 1973 en Chile reaviva las brasas de la memoria y a sus batallas pasadas. Eso no significa, de todos modos, la eterna repetición de las mismas disputas por el pasado. De hecho, todo esfuerzo por rememorar y analizar el pasado constituye al mismo tiempo un fenómeno histórico, que responde a las necesidades de su tiempo. De allí que cada mirada al pasado reconozca continuidades con debates anteriores, agregando también algo nuevo. El comentado libro Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular (2023), de Daniel Mansuy, es precisamente una intervención de esa naturaleza: se inscribe dentro de una tradición conservadora a la vez que busca superarla, para así dirigir su arsenal polémico a las querellas políticas de nuestros días. Es un esfuerzo legítimo y serio que merece una lectura atenta y una crítica cuidadosa. De la ponderación de sus virtudes y vacíos pueden emerger formas más complejas y productivas para pensar el conflictivo pasado reciente chileno, sobre todo de quienes —y aquí me incluyo— tienen la ventaja de la distancia generacional, sin que ello implique renunciar a identidades políticas de raíces históricas más hondas.
Mansuy estructura su análisis del período a partir de un hecho conocido y no por ello menos importante: el último discurso de Allende —la pieza de oratoria política más significativa del siglo XX chileno— y su suicidio en La Moneda ante el asedio de los militares golpistas han sido la base de un mito póstumo de enorme envergadura, proyección y duración. De allí deriva el autor una tesis polémica: tal mito habría provocado para la izquierda de nuestro país una barrera cognitiva que la imposibilita de analizar apropiadamente la experiencia de la Unidad Popular y la figura de Allende. Sólo la crítica de la «renovación socialista» de los años ochenta fue capaz de ese tipo de examen, pero las derivas críticas de los «autoflagelantes» en tiempos de la Concertación —y de quienes parecerían ser sus herederos actuales, el Frente Amplio— la habrían devuelto a fojas cero.
Y entonces aquí estamos nuevamente, cincuenta años después, inmovilizados por el mito de Allende, incapaces de imaginar una izquierda responsable y conectada con la experiencia reciente de transición a la democracia. Mansuy, como es evidente, habla desde una sensibilidad de derecha moderada, que tras el estallido social del 2019, la crisis política integral de nuestros días y el desplome del orden de la transición mira con nostalgia nuestros «treinta gloriosos» años posautoritarios.
Hasta ahí, el libro presenta una intervención de memoria legítima, aunque sujeta a debate. Para embestir contra sus rivales políticos —la izquierda de ayer y hoy—, Mansuy saca a relucir sus dotes de historiador. La primera parte del libro es un detallado análisis de los dilemas, inconsistencias y errores de Salvador Allende y la dirigencia de la Unidad Popular que habrían abierto la puerta al fatídico Golpe de Estado. Con apoyo de buena parte de la bibliografía disponible sobre el tema, Mansuy busca demostrar que el mito de Allende esconde una realidad más oscura, y que sin explorar los desvaríos de la izquierda en el poder no hay posibilidad de construir consensos aceptables para el Chile de hoy. En su análisis, el autor apunta a los errores estratégicos más evidentes de la UP: sus divisiones internas, la falta de una estrategia unificada, el desborde de parte de sus bases sociales, la alienación de las clases medias, y la falta de comprensión de actores claves (como los militares), todo lo cual —y tal como lo desarrollará en la segunda parte— fue dolorosamente debatido al interior de la «renovación socialista».
Si bien el análisis es a ratos lúcido —y la intención, nuevamente, legítima—, la narrativa histórica que despliega Mansuy tiene al menos tres puntos ciegos que conspiran contra sus objetivos, cuestión que, por lo demás, lo conectan de manera más directa con las formas conservadoras de comprensión histórica que han sido y son parte integrante de las batallas por la memoria del Chile reciente y actual. Veamos, en lo que queda, qué significa todo esto.
El libro se centra, por supuesto, en Salvador Allende y la Unidad Popular, pero no es una historia política general del período. Sin embargo, para comprender en profundidad el fenómeno que Mansuy busca diseccionar no es posible omitir aquellas condiciones generales que moldean y dotan de sentido a decisiones específicas y eventos particulares de los que el libro se hace cargo. Allí radican los tres puntos ciegos. El primero de ellos tiene que ver con las trayectorias históricas que desembocaron en la Unidad Popular. En la narración de Mansuy no hay elementos que permitan entender cómo ni por qué la UP llegó al poder, lo cual afecta la comprensión de las características de las principales fuerzas en disputa.
Para ese entonces, la izquierda marxista chilena tenía una trayectoria de medio siglo y, tal como ha señalado un conjunto robusto de investigaciones al respecto, esta había mostrado una persistente inclinación a la inserción institucional. Ello descansaba en el entendido de que no se podía renunciar a parcelas de poder e influencia que el sistema político permitía, y que, como Allende dijera tantas veces, la democracia era ante todo una conquista de los trabajadores, más allá de sus imperfecciones. La experiencia del Frente Popular —tan cara al propio Allende— consolidaría esas intuiciones que, y no siempre con la debida elaboración, se mantendrían hasta 1973. Mansuy, en este punto, se equivoca al entender a la Unidad Popular sólo en tanto ruptura con el orden sancionado por la Constitución de 1925 (ruptura que, en rigor, fue llevada a cabo por los militares en el poder).
Del mismo modo, los debates estratégicos llevados a cabo desde fines de los 1950 abrieron la puerta para la posibilidad de una transición pacífica al socialismo, si bien esas posturas fueron cada vez más desafiadas por quienes suponían que la experiencia chilena no se distinguiría en cuanto al uso de la violencia, ni de los horizontes revolucionarios clásicos ni de las experiencias anticoloniales de los años 1960. Al no considerar esa historia previa, entre otras cosas, Mansuy subvalora el rol del Partido Comunista. Para confirmar la tesis de que la «vía chilena» era inviable porque Allende no tenía piso político, Mansuy tiene que acudir a la vieja tesis de que el PC sólo tenía una alianza instrumental con la UP (y, por extensión, con la «democracia occidental»), a pesar de que las relaciones entre el PC y Allende tenían para entonces dos décadas. Del mismo modo, y en línea con el ensayismo conservador clásico, no hay otra posibilidad interpretativa que afirmar sin espacio a dudas que el objetivo final del PC divergía del allendismo —nada de socialismo democrático, sólo «dictadura del proletariado»—, negando toda capacidad del PC de adaptación de la ortodoxia revolucionaria a las condiciones de la política chilena. En línea con la larga tradición anticomunista chilena (mitos que también obstruyen la comprensión), Mansuy le quita toda originalidad y viabilidad al experimento político chileno, ya sea porque este supuestamente no era sincero o por fallas de diseño (o, contradictoriamente, ambas). En tal esquema, la «vía chilena», al no tener bases firmes, no habría sido sino un gran malentendido.
El segundo punto ciego tiene que ver con la concepción propiamente conservadora de la política que muestra el autor. El libro es un detallado análisis de Allende y de las dirigencias políticas de la Unidad Popular. Los militantes, simpatizantes o electores de la izquierda aparecen como apenas una masa reactiva que no influiría en la dirección política. Para Mansuy, tan solo los partidos (de izquierda) tienen la libertad (y, por ende, la responsabilidad) de actuar. Mediante ese procedimiento, no es posible entender completamente el fortalecimiento del «polo revolucionario» dentro y fuera de la UP, algo íntimamente vinculado a la radicalización de bases obreras y populares ante las luchas por la propiedad o la preeminencia en las calles.
Tampoco es posible entender la conexión entre la UP y buena parte de los sectores populares del Chile de entonces; o el apoyo por fuera de los estrechos marcos de los partidos a Allende (el «allendismo»), basado en su larga trayectoria política y su carisma personal. Si bien el «desborde» popular que superó los marcos de la «vía chilena» no siempre estuvo inspirado en un juicio crítico a Allende, sí fue un problema grave para su estrategia. Peor aún, también modificó equilibrios internos al interior de la Unidad Popular, profundizando las disputas que aún eran manejables al interior del gobierno en sus primeros meses. Que hoy las dirigencias políticas actúen con relativa autonomía de sus bases (por lo general, escuálidas o inexistentes), no quiere decir que haya sido así a inicios de los 70, cuando la política era efectivamente un fenómeno de masas.
En relación a lo anterior —y quizás esto sea lo más grave—, el tercer punto ciego del libro de Daniel Mansuy tiene que ver con la ausencia casi absoluta de la oposición política y social. Su omisión remueve aquellos elementos necesarios para entender la desestabilización de la vía chilena, no sólo por la obstrucción parlamentaria, la agitación callejera o los atentados terroristas, sino porque estos crearon las condiciones en las que Allende y la Unidad Popular tuvieron que desplegar su proyecto, y porque es un elemento de primer orden para entender la propia radicalización de las bases de la UP. En ese sentido, la contrarrevolución —encarnada primero en franjas derechistas radicalizadas, y luego en una enorme movilización de masas— no puede entenderse como una mera reacción natural al desafío de la UP, sino que como un actor fundamental en esa dinámica radicalizadora, con conciencia, objetivos e intereses definidos. No hay «poder popular» sin «poder gremial»; ni Altamirano sin Onofre Jarpa, y viceversa. En cierto sentido, aquí Mansuy realiza con la oposición lo mismo que les critica a algunos de los estudiosos de izquierda con respecto a Allende: al no querer abordarlo críticamente, se le quita capacidad de acción, disminuyéndolo a mera figura decorativa. Dicho de otra manera, la Unidad Popular no puede entenderse sin el despliegue de una contrarrevolución organizada que no presentó contradicciones entre «arriba» y «abajo», que no necesitó de sesudas teorizaciones para lanzarse a la acción desestabilizadora, y que, en último término, iba a ayudar decisivamente a eliminar las condiciones de posibilidad de la «vía chilena».
El punto aquí no es simplemente equilibrar el análisis ni buscar el clásico empate para diluir responsabilidades. Si el objetivo de Mansuy, como de cualquier aproximación histórica a un problema, es entender en su complejidad determinado fenómeno, entonces para analizar a Allende y la Unidad Popular no puede dejarse de lado el enorme impacto que aquella masiva contrarrevolución tuvo en los manejos del gobierno y en la coalición oficialista.
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Con todo, Mansuy tiene razón en un punto fundamental: la izquierda chilena no ha podido (ni nadie, en realidad) elaborar una narrativa histórica persuasiva sobre la Unidad Popular que dé cuenta de todas las complejidades de un período particularmente intenso. Ello, por cierto, también se extiende al período de la dictadura militar. Quizás habría que preguntarse hasta qué punto es el mito de Allende y su gesto épico en La Moneda el 11 de septiembre de 1973 el que obstaculiza dicha tarea, y hasta qué punto es el tremendo trauma de la dictadura militar y el despliegue sin parangón de violencia estatal.
Más allá de mis objeciones, Mansuy ha abierto una puerta para una reflexión más acabada de ese pasado incómodo desde el campo conservador; algo, imagino, nada fácil. Si este tipo de aproximaciones asume perspectivas históricas más elaboradas y completas, puede ayudar no solamente a volver a mirar el período de la Unidad Popular con nuevos ojos, sino también a que su sector político supere —en términos generales— la memoria contrarrevolucionaria y golpista que parece aflorar en momentos de agudización de disputas por la memoria, como las que, de hecho, hemos vivido este año.