28 de julio: Día del Campesino
28.07.2023
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28.07.2023
Junto a los muchos desafíos derivados de la crisis económica pospandemia y de nuevos debates en torno a la llamada soberanía alimentaria, el reconocimiento a la labor campesina exige poner en valor el tiempo de quienes la ejercen, recuerda esta columna para CIPER del director de la filial chilena de RIMISP-Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural.
Como reconocimiento al Día de las Campesinas y la Campesinos —celebrado oficialmente con ese nombre en Chile a partir de 2015, y como conmemoración de la promulgación de la Ley 16.640 de reforma agraria y la Ley 16.625 de sindicalización campesina (1967)—, nos interesa compartir en el debate público una discusión de plena vigencia que en la actualidad cruza a la agricultura campesina latinoamericana: cómo generar un balance para producir de manera más limpia y sustentable sin que los campesinos deban aumentar sus horas de trabajo dedicadas a la actividad.
Producto de la pandemia de Covid-19 y el repliegue en el movimiento cotidiano y de mercado, observamos un aumento alarmante en las cifras de inseguridad alimentaria, asociado también a un aumento del precio de los alimentos por la inflación y el costo del transporte. Así, se han ido marcando posiciones en un debate que desde los años 90, con los movimientos antiglobalistas, está presente en los distintos países latinoamericanos: la necesidad de producir alimentos localmente, de manera más sustentable y menos dependiente de las cadenas globales.
Hoy vemos ampliado el uso del concepto de soberanía alimentaria, vinculado al derecho a acceder a alimentos diversos, nutritivos y producidos de manera sostenible y con pertinencia cultural, en el marco de un mercado de alimentos más regulado. En estrecha relación con esto se ha fortalecido la idea de la producción agroecológica como una propuesta que permitiría avanzar para alcanzar esa soberanía alimentaria, entendida a grandes rasgos como una ciencia orientada a desarrollar y recuperar prácticas agrícolas que mejoren no solo la productividad, sino también la calidad de vida de los productores, los consumidores y los recursos naturales, a partir de un alejamiento de prácticas agrícolas sustentadas en el uso de agroquímicos y la especulación en el mercado de los alimentos, muy asociada a la revolución verde que dinamizó fuertemente el mundo del agro desde la década del 60.
El debate —y la tensión que observamos cuando estamos en terreno junto a los y las campesinas— es que la transición de un modelo a otro no termina de cuajar; sobre todo, por motivos de tiempo. Además de los modelos antes descritos, se tensionan una forma productiva más dependiente de agroquímicos y otra libre de ellos, así como una inserta en el mercado global y otra mayormente inclinada a las cadenas cortas. Se trata de modelos que no solo piensan la producción y la comercialización de manera distinta, sino que también conciben el tiempo de dos formas contrarias, lo que estresa la vida cotidiana de los campesinos.
Los agricultores están conscientes del alto precio de los insumos agrícolas provenientes del petróleo, así como sus consecuencias tanto en el crecimiento de las hortalizas, verduras y cereales que cultivan, como, muchas veces, también en la salud de los propios productores. Ahora bien, esos insumos les han permitido ganar tiempo. Conversando con hombres y mujeres del campo latinoamericano, nos cuentan que el uso de herbicidas, plaguicidas, fungicidas y fertilizantes, entre otros productos, les permiten dedicar menos tiempo a los huertos y más tiempo a otras labores, incluso de ocio. El poder comprar huevos y tortillas en almacenes, por ejemplo, aunque no saben lo mismo que los producidos y cocinados por ellos mismos, ha generado que las mujeres puedan pasar menos tiempo en la cocina y también dedicar más tiempo al trabajo agrícola y otras actividades.
Ahí está el debate y la tensión en el campo. Producir de manera limpia y sustentable es un deseo del que se habla abiertamente. No obstante, dejar de ocupar «productos» implica que alguien tiene que hacer ese trabajo que se adelantó: sacar las hierbas, ocuparse de los chapulines, de las gallinas, de recolectar los huevos, de moler el maíz y el trigo, amasar y cocinar el pan de cada día.
Entre un modelo y otro hay un desfase de tiempo que es necesario focalizar para poder mejorar las prácticas agrícolas y la vida de los campesinos. Este es un debate no menor, y verbalizarlo puede ayudar a focalizar políticas públicas y recursos en una tensión que imbrica problemáticas de sustentabilidad, economías de escala, sistemas de género, prácticas culturales e identitarias, cuestiones demográficas, de salud pública, entre muchos otros factores que dibujan una vida campesina compleja, diversa y no aislada. Por lo pronto, se puede avanzar en este debate focalizando la importancia de considerar la mano de obra en las adaptaciones de los sistemas agrícolas y el rol que puede jugar la tecnología en estos procesos. Elementos que pueden aportar a poner en valor el tiempo de los campesinos en la producción agrícola.