Francia: revueltas a largo plazo
12.07.2023
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12.07.2023
Los disturbios callejeros de este mes en varias ciudades de Francia no se circunscriben a un caso puntual de abuso policial, sino a problemas estructurales que ese país arrastra desde al menos los años 70, recuerda en esta columna para CIPER un analista con décadas de residencia en ese país: «Se vive con la impresión, a veces fantasmada, de que hay una violencia cotidiana instalada, y que cada vez más erosiona la moral de la nación.»
Un movimiento social, o cultural, no es la expresión de una simple lucha callejera circunstancial, sino que más bien se relaciona con un significado inscrito en una cierta duración. Las revueltas que durante este mes sacuden diferentes ciudades y pueblos de Francia aparecen como la característica de toda una era. Tal como Alain Touraine, recién fallecido, afirmaba que el movimiento obrero era parte de una historia de casi dos siglos, y en Chile se habló del 18-O como el resultado del descontento por «los treinta años», el análisis en este caso exige inscribirse en una temporalidad particular, que va mucho más del incidente puntual de la muerte de un joven de origen argelino, Nahel Marzouk, durante un control policial.
Ya a fines de los años 70 se observaban estos tipos de disturbios urbanos en los suburbios franceses, y desde entonces han ocurrido con frecuencia, de manera episódica. En 2005 se extendieron por todo el país durante casi tres semanas. Pero esta vez los jóvenes manifestantes no han dudado en desplazarse hacia el centro de las ciudades, sin quedarse circunscritos a sus barrios populares.
Por otro lado, la rabia y la ira han elevado el daño de estas protestas mucho más que en 2005, y se ha visto una cantidad impresionante de saqueos y destrucciones de todo tipo. Los observadores insisten también en destacar la juventud de quienes participan, aunque a diferencia de lo sucedido en 2005 ahora se evita hacer referencia a su etnia o color de piel. La repetición histórica de estos hechos, independientemente de sus diferencias de intensidad, convierte todo ello en un fenómeno estructural, que exige esfuerzos a largo plazo, políticas públicas sostenidas; que a menudo se han intentado, pero sin resolver los problemas de manera verdaderamente satisfactoria.
A este nivel, la represión no puede ser suficiente ni es una respuesta en sí sola, bien que sea también un elemento de la respuesta, en conjunto con la vigilancia y la multiplicación de puntos de encuentros (por eso hoy se habla tanto de reforzar la llamada «policía de proximidad»). Los involucrados en las protestas oscilan entre conductas de crisis (violencia, delincuencia, repliegue religioso) y manifestaciones de causa social; estas últimas, con hitos desde 1983, con «La Marcha para la Igualdad», contra el racismo, o «La(s) Marcha(s) para Adama Traoré» (2016), iniciadas luego de que un joven francés de origen africano muriera en una gendarmería de Persan, después de una detención policial (y que persisten hasta nuestros días, incluso sin ser permitidas por las autoridades).
En los disturbios de este mes de julio de 2023 puede observarse, sobre un fondo de ruido y de furor, la presencia de temas cada vez más discutidos en la sociedad francesa: el racismo y las discriminaciones de todo tipo que viven segmentos de la población; así como cierta impunidad de la policía en investigaciones que demuestran un actuar reñido con la legalidad y la verdad.
Se trata de problemas estructurales, que se han condensado o cristalizado en los suburbios desde finales de los años 70. Ahora bien, dos derivas en el movimiento social han debilitado la posibilidad de una respuesta constructiva. La primera es la de los disturbios, que mezclan demandas de derechos, de igualdad, de justicia y de respeto con lógicas de violencia que llevan a la destrucción de bienes colectivos, atentados contra las personas y saqueos. En esta oportunidad, hemos visto incluso la técnica del «alunizaje»; es decir, la utilización de un vehículo para estrellarse contra la casa del alcalde de L’Haÿ-les-Roses, lo cual provocó diversas manifestaciones de apoyo frente a las alcaldías a lo largo de Francia.
La segunda deriva ha sido la aparición progresiva en los sectores populares del islam radical, el cual se encierra voluntariamente en un discurso de oposición a «la República» y a las soluciones que puede proponer. Al menos esta vez, este no aparece aliado a la causa social ni antisocial (ningún saqueador grita «Allah Akbar»), pero de todos modos refuerza lo que se puede denominar un «clima social» caldeado hace al menos dos décadas, y dominado por lógicas de intimidación, de odio, de ruptura y de desconfianza, incluso en discursos que invaden la vida política e intelectual.
Las palabras empleadas y escuchadas durante estas últimas semanas dan testimonio de un endurecimiento, del rechazo de los matices, y expresan —e incluso contribuyen a— amplificar una fragmentación, la imposibilidad del debate y de la negociación.
Cuando al hablar de las fuerzas policiales, en lugar de hacer la diferencia aplicando matices la derecha y la extrema derecha defienden a toda la policía —incluyendo de facto al policía que le disparó a Nahel M.— y la izquierda asegura que «la policía mata» (así de categórico), no hay más debate posible. Las «pasiones tristes», según expresión de Spinoza, invadieron la vida pública.
A modo de ejemplo podemos mencionar la polémica provocada por la creación de un fondo común de apoyo para el policía acusado de haber matado a Nahel Merzouk, el cual fue abierto por iniciativa del polemista de extrema derecha Jean Messiha y no tardó en recaudar 1,6 millones de euros en donaciones. Mientras, el fondo destinado a la familia de Nahel cruzó penosamente los 350.000 euros. Así, se hace difícil separar el grano bueno de la cizaña. Se opta por jugar y usufructuar de la emoción y conmoción que se vive. Son dinámicas políticas definitivamente asociadas a nuestra era Twitter.
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Como lo subraya un columnista británico, en Francia los problemas sociales no han hecho más que aumentar desde un buen tiempo ya. Además de un combate antidrogas que ya ha dejado más de 150 muertos o heridos en lo que va del año, y de la persistente amenaza de los extremistas islámicos —hace pocas semanas, dos jóvenes fueron arrestados bajo sospecha de planear un ataque terrorista—, en el país se vive con la impresión, a veces fantasmada, de que hay una violencia cotidiana instalada, y que cada vez más erosiona la moral de la nación.
Ya en 2010, el historiador Alain-Gérard Slama indicaba, en una de sus columnas habituales para Le Figaro, que no solo Francia sino toda Europa estaba en proceso de tercermundización. Escribiendo a raíz de la crisis financiera de 2008, se preguntaba si acaso «nuestras viejas democracias, enfrentadas a un shock económico, sociológico, demográfico e intelectual sin precedentes en los últimos setenta años, están en peligro de evolucionar en una dirección comparable a la tribal […], modelo arbitrario que está obstaculizando el desarrollo de la mayoría de los países del llamado Tercer Mundo».
En tanto, en su incisivo ensayo Le Vrai état de la France, la economista Agnès Verdier-Molinié denuncia lo que ella estima es «el gran descolgamiento» de Francia, en el sentido de un país al borde de la bancarrota, con un costo anual de deuda que en 2024 alcanzaría los setenta mil millones de euros, y con una infraestructura central (educación, salud, Poder Judicial, transporte) en continua degradación. Cada vez más franceses se preguntan por qué se les imponen tantos impuestos por tan poco a cambio, advierte la autora (conviene sin embargo precisar que, tercermundización o no, la calidad de los servicios y prestaciones sociales franceses están aún muy lejos, cualitativamente hablando, de lo que conocemos de este lado del globo).
Por mucho que hoy las revueltas callejeras parecen haber desembocado en el consenso de poner fin a una violencia desprovista de ideas y de proyecto, y así evitar mayor represión, los problemas de Francia no son de corto plazo. Seguirán ahí el clima tenso y odioso, las lógicas de ruptura; las deudas sociales en educación, vivienda y empleo, etc. Se trata de un conjunto de problemas que requiere respuestas que la clase política no está entregando y que, por otro lado, tampoco los movimientos sociales, corroídos por crisis internas, parecen capaces de conducir.
En el peor de los casos, las circunstancias de reivindicación social pueden terminar por levantar un antimovimiento, de retroceso y simpatía por la extrema derecha institucionalizada. Y si esta última sabe aprovecharlo, tal como hemos visto suceder en otros países durante el siglo XXI, hay fuertes probabilidades que más temprano que tarde asistamos al fin de la tan reivindicada y certera «excepción francesa». En contrapunto, quizás convenga recordar las palabras del general De Gaulle, gran hombre de Estado, al entrar en un Paris liberado del yugo nazi, en 1944: «[esta es la obra] de la Francia en todo su conjunto, de la Francia combatiente, de la única Francia, de la Francia verdadera: ¡la Francia eterna!».