Democracia Viva, los clanes y la China medieval
10.07.2023
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10.07.2023
Antiguas pistas políticas pueden ayudar a comprender las reacciones que hoy suscita el caso de posible corrupción en el financiamiento de algunas fundaciones en Chile, comenta el autor de esta columna para CIPER, sociólogo y académico: «Cuando estalla el escándalo de Democracia Viva, el clan de los treinta años (herido por haber sido ninguneado) y los diversos clanes derechistas (entusiasmados por la posibilidad de convertirse en la nueva dinastía real) despliegan manifestaciones públicas de horror. Así no sólo se vengan de los jóvenes exitosos. También muestran sus signos de pureza».
El lamentable bochorno de Democracia Viva sirve para preguntarse por las raíces históricas que hacen que este episodio cause tanto revuelo. En mi opinión, estas raíces vienen de muy atrás, y datan del proceso de desfamilización de las arenas políticas o pérdida de centralidad de los grupos de parentesco en la política). Hace cientos o miles de años (según la región del mundo que miremos), en sociedades de pequeña escala organizadas sobre la base de grupos de parentesco (clanes o linajes) la política resultaba del juego entre los líderes de cada grupo familiar, que gobernaban teniendo muy en cuenta el bienestar de los «suyos». Claro que era importante el bienestar de la comunidad ampliada, pero era más importante que el grupo familiar tuviera acceso a tierras, agua, seguridad y control de sus espacios sagrados. Cuando surgen los Estados —primero en Mesopotamia y Egipto, después en el valle del río Indo y en China—, el gobierno se «desfamiliza» parcialmente. Administrar la vida de miles de súbditos superaba cualquier reunión de líderes de clanes, y requería criterios más generales; pero en las alturas la política seguía siendo una lucha feroz entre dinastías aristócratas que buscaban el trono para repartir el botín entre sus amigos y familiares. En la lógica dinástica era perfectamente legítimo que el gobernante repartiera entre los suyos las tierras, riquezas y cargos (todavía no existían las fundaciones).
Varios siglos después, en la China medieval, empezaron los gérmenes de una lógica distinta. Los gobernantes chinos, que tenían que administrar un territorio gigantesco y luchar contra las tribus nómades del norte, diseñaron un nuevo sistema para reclutar gente capaz —y no solo «apitutada»— a los cargos públicos. Había que aprobar una serie de exigentes exámenes sobre los libros clásicos confucianos (los cuales se tomaban en condiciones infrahumanas; en unas pequeñas celdas y durante días, al punto que algunos postulantes morían allí mismo). El Estado chino no dejó de ser «familista» por eso (al principio muy pocos puestos se llenaban con este sistema), pero el familismo dejó de ser todo. Algunos campesinos, que obviamente carecían de amistades poderosas o apellidos distinguidos, llegaron a puestos altos por sus propios méritos.
En Europa occidental la resistencia al familismo en la política surgió mucho más tarde, en la lucha contra el absolutismo monárquico y el antiguo régimen. Durante los siglos XVIII y XIX la burguesía y los sectores medios profesionales, al no tener amigos aristócratas ni apellidos ilustres, no podían convertir en poder político sus flamantes fortunas o títulos. Por eso adoptaron fervientemente el principio meritocrático. Como Europa —y no China— conquistó el mundo moderno, recién hace dos siglos se difundió globalmente la idea de que los mejores (y no los amigos o familiares) debían llegar a cargos o administrar recursos públicos.
Pero no se trataba de un amor prístino hacia la meritocracia (término mucho más reciente, por otra parte). Más bien, el discurso de la meritocracia fue el instrumento que crearon los sectores emergentes para desbancar al familismo aristócrata del Estado. Por tanto, permaneció más como un fetiche que como un principio que rigiera genuina e íntimamente la conducta de quienes llegaban al poder. Es la consecuencia de este fetiche la que quedó clara en el escándalo de Democracia Viva, el cual, entre otras cosas, muestra lo persistente que es la vieja lógica familística en política; que no se trata necesariamente de consanguineidad, sino también de amistad (los linajes podían ser ficticios).
Cuando los movimientos y partidos políticos surgen de comunidades de amigos/as que comparten procesos intensos de socialización política (movilizaciones, represión, etc.) cuesta que la lógica impersonal se imponga a la lógica clánica. Al calor de las marchas, asambleas, tomas y debates, se forma una hermandad invisible, un «clan» (uso el término como metáfora y de manera libre) con sus ancestros, mártires, jefes de aldea y tótems. El grito de guerra puede ser una consigna (muerte al neoliberalismo o nueva Constitución). Y exactamente lo mismo ocurre en la derecha, que desde el «Rechazo» de septiembre pasado está en un vertiginoso proceso de construcción clánica cuyos fetiches son la seguridad pública, el combate a la inmigración y la protección de la propiedad privada.
El problema es que, cuando se administran recursos públicos, la lógica clánica —la misma que le dio vida al movimiento— debe desaparecer completamente. Y es difícil renunciar a ello cuando el clan se formó en oposición a otro clan, el de «los 30 años», con el que hay marcadas diferencias generacionales, pero no tantas diferencias políticas ni éticas (tal como sugiere el avance del Socialismo Democrático en el gobierno).
Cuando estalla el escándalo de Democracia Viva, el clan de los 30 años (herido por haber sido ninguneado) y los diversos clanes derechistas (entusiasmados por la posibilidad de convertirse en la nueva dinastía real) despliegan manifestaciones públicas de horror. Así no sólo se vengan de los jóvenes exitosos. También muestran sus signos de pureza: se supone que mientras más nos horrorizamos públicamente, más lejanos estamos de estas prácticas. Esta reacción es comprensible. Ante la opinión pública, que no tiene tiempo para sutilezas, estos escándalos manchan a toda la élite política. Es necesario crear barreras simbólicas; por ejemplo, aullando «caiga quien caiga» o que lo que pasó es «impresentable».
En el clan joven, en tanto, cunde el pánico. Para algunos/as la reacción inicial es a cerrar filas y protegerse, como buen clan. Pero cuando el escándalo creció al punto de hacerlo inviable, había que asignar las culpas a otros/as (que ya sabían, que condujeron mal la situación, que no informaron, etc.). Paradójicamente, en un mundo en que abundan las primicias, haber sabido lo que ocurría desde el principio pasó a ser un riesgo. La hermandad se desintegra. El gobierno, tensionado entre su pertenencia al clan y su necesidad de gobernar para «la gran familia chilena», anuncia una comisión. La masa ciudadana —cuyos clanes atomizados apenas sobreviven entre el comercio informal, las deudas con el retail y los vagones apretados del metro— sigue el escándalo como puede. Y ante tanto desamparo, los tuiteros de alto linaje se envalentonan con un expreso doble, y muestran sus dientes afilados.
En el siglo XIV, los sultanes otomanos, contra todo pronóstico, rompieron con la lógica clánica. Cansados de la deslealtad de los ejércitos tribales y los conflictos con sus hermanos y primos de alcurnia, crearon los cuerpos de jenízaros [imagen superior]. Éstas eran guardias compuestas por esclavos y prisioneros de guerra cristianos que recibían un entrenamiento de élite y un buen salario. Justamente por no pertenecer a la familia gobernante y haber sido criados en otro contexto social y religioso, los jenízaros no aspiraban a ningún «favorcillo» del sultán, y por un buen tiempo cumplieron sus tareas de manera eficiente. ¿Podremos aprender algo de los jenízaros turcos o los mandarines chinos que nos sirva para gastar bien los recursos fiscales en Chile? Más allá de las necesarias comisiones, diagnósticos y regulaciones, ¿no deberían los partidos políticos reflexionar sobre cuán bien o mal les hace a ellos —y al país— mantener la lógica del clan?