Un Golpe fundacional
30.06.2023
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
30.06.2023
Ni es cierto que «sin un Allende no hay un Pinochet», ni tampoco que las fallas en el gobierno del primero sean equiparables a los crímenes de Estado durante la dictadura, recuerda el autor de esta columna para CIPER: «Son momentos sin medida común, inconmensurables. No hay contexto ni razón para el Golpe, y tampoco se lo puede separar de “lo que vino después”.»
Hasta el 10 de septiembre de 1973 —incluso hasta la madrugada del 11, antes de que en Valparaíso y Santiago las Fuerzas Armadas comenzaran a movilizarse para derrocar al gobierno de Salvador Allende—, lo que había en Chile era una disputa política. Tan caldeada que Incluso, dirá alguien, ya se había transformado en una enemistad y hasta en un caos político; un quiebre del que hoy, cincuenta años después, podemos decir: sí, se había llegado a una situación que fue responsabilidad de todos los actores, de «ambos lados», del oficialismo y la oposición, de la izquierda y la derecha.
En democracia, lo bueno, lo malo, lo excelente o lo pésimo que lo hace un gobierno, se juzga y resuelve con elecciones. El fin o la continuidad de la Unidad Popular se iba a definir en 1976; o, de hecho, antes, en el plebiscito que iba a convocar el Presidente Allende ese 11 de septiembre de 1973. Hasta una destitución por vía electoral es parte del juego político y democrático: la apuesta de la Democracia Cristiana y la derecha en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 fue obtener la fuerza necesaria para que el Congreso destituyera al Presidente. Pero los electores quisieron otra cosa: la UP llegó al 44% de los votos —más de los que obtuvo para alcanzar el gobierno—, y la oposición quedó con un 56% que estaba lejos de los dos tercios necesarios.
Todo eso era política, democracia; incluso —o, especialmente— en medio del enfrentamiento, del desorden, de la crisis social y económica. El Golpe rompe esa lógica. Si la política es la mesa que nos junta y nos separa, un Golpe de Estado es tirar el mantel y dar vuelta la mesa. Es salirse del juego y comenzar otro, solo con los míos y con mis reglas. Por eso, el Golpe de Estado de 1973 en Chile es menos el fin de la UP que el inicio de la dictadura; es una novedad en la que ya no hay dos bandos o sectores políticos enfrentados —ni siquiera polarizados ni «responsables» de la crisis—, sino que víctimas y victimarios. Un Estado cuya fuerza se usa para exterminar a esos otros que hasta hace un rato estaban contigo en la mesa, aunque fuese a los gritos y tirándose los platos.
Recurrir a una lógica secuencial tipo causa/efecto para interpretar los hechos de hace medio siglo es hacer un uso indebido de esas categorías, pues el Golpe de Estado es un acontecimiento que rompe la continuidad social y política. No hay razones para el Golpe, al menos no razones democráticas; y si la democracia es nuestro mínimo —no solo político, sino que moral y, por qué no, ético—, nuestro ser y deber ser, entonces el Golpe en Chile fue algo irracional, incluso contrario a la razón. Es, tal vez, la parte de la fuerza en ese lema «por la razón o la fuerza» que en todo su cinismo reconoce que se trata de dos opciones excluyentes; lo uno o lo otro.
La desproporción —la falta de la debida proporción—, la inconmensurabilidad entre democracia y Golpe quizás se graba, se hace realidad, imagen y luego memoria, en el bombardeo aéreo de La Moneda; ese funesto ridículo que es hacer una guerra de un solo bando. Fue un asalto fundacional, que no hay cómo justificar ni tampoco explicar a partir de lo sucedido previamente en el país; es simplemente absurdo. De ahí en más ya no hay responsabilidades compartidas, porque no hay mesa común. Lo que hay, de nuevo, son víctimas y victimarios.
En un memorándum que en diciembre de 1973 Jaime Guzmán le hizo llegar a la Junta Militar —«Para la conquista del apoyo juvenil», rescatado por Yanko González en Los más ordenaditos— se habla de «la tarea creadora y rectificadora de las conciencias, que el Gobierno de las Fuerzas Armadas y de Orden se ha propuesto». Crear y rectificar las conciencias, ni más ni menos: generar o regenerar un mundo, de eso se trataba. No era el momento de abocarse a una solución de continuidad, tampoco de volver atrás, antes de la UP. De ahí, pues, la necesidad no ya de una nueva Constitución, sino de una Constitución original, originaria, fundante, sin pasado ni memoria.
Dijo Augusto Pinochet en agosto de 1980, un mes antes del plebiscito fraudulento que institucionalizó el nuevo orden o, como él lo llamó, «la nueva democracia»:
No bastaba realizar una mera reforma superficial de la Constitución vigente al 10 de septiembre de 1973, sino que resultaba imprescindible emprender con profundidad creadora, la configuración de una nueva Carta Fundamental.
O más bien fundante. Justo después de esas palabras, el dictador —o quien sea que le haya escrito el discurso, probablemente Guzmán— agrega una frase que parece una confesión por negación del ánimo refundacional y, por qué no, revolucionario: «No significa en modo alguno desconocer el valioso acervo de nuestra tradición jurídica».
En Sociología de la masacre, Manuel Guerrero muestra cómo la violencia no es tanto el resultado de ideas y acciones anteriores, sino la causa de nuevos comportamientos, de nuevos marcos de referencia, de nuevos estándares que, podríamos decir, a su vez dan lugar o más lugar a la violencia. Como si esta generara sus propias condiciones de posibilidad, como si creara el mundo o el ambiente en el que puede desplegarse con libertad. Escribe Guerrero, de la mano de René Girard:
La violencia tiene un carácter fundacional. Las explicaciones sociopolíticas sobre el período abundan en abordajes sobre las causas del golpe de Estado, pero […] lo que causó el inicio del Golpe puede que no sea lo que en su transcurso y desarrollo lo sostuvo, esto es, la dinámica propia de la producción de violencia y sus efectos de «polarización endógena» —no previa, sino producida por el conflicto una vez que se ha empleado la violencia— que pueden cambiar la alineación de preferencias, los apoyos, las lealtades, de un modo distinto a como se observaban las divisiones principales que supone la radicalización estudiada desde el punto de vista de resultados electorales o alineamientos institucionales pre conflicto.
Entonces, no: no es cierto que «sin un Allende no hay un Pinochet». Ni que las «barbaridades» de Allende (¿?) sean equiparables a las de la dictadura. Se trata de momentos sin comparación; sin medida común, pues son, precisamente, inconmensurables. Tampoco se puede separar el Golpe de «lo que vino después».
Ni el Golpe de Estado ni la consiguiente dictadura en Chile tienen contexto, porque son un «efecto en sí» —la expresión es de Nietzsche—; o sea, una realidad que no se sigue de su supuesta causa. Las medidas, los contextos, las causalidades, los dimes y diretes, las interpretaciones, las razones quedan para el tiempo político, son el tiempo político y aplican hasta el 10 de septiembre. Sobre los diecisiete años que siguieron solo queda hacer responsables a los victimarios, hacer justicia y reparar a las víctimas. Y que quienes no somos ni víctimas ni victimarios, elijamos, sin peros, de qué lado vamos a estar. Es una elección que no es política, sino moral.
A cincuenta años del Golpe, y treinta y tres desde el fin de la dictadura, la pregunta es si compartimos o no un mínimo moral; si acaso nuestra democracia y nuestra política se fundan en una misma convicción que podríamos llamar prepolítica. ¿Existe esa comunidad? ¿Qué hay bajo nuestros pies?
La democracia, dijeron Pinochet/Guzmán en ese discurso de 1980 es solo un medio, no un fin en sí mismo. ¿Es esa nuestra moral? ¿Es que acaso todavía habitamos ahí?