#Voces1973: Mi segunda orfandad
23.06.2023
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23.06.2023
Hasta septiembre, la sección de Opinión de CIPER comparte una serie de columnas con recuerdos y reflexiones de testigos vivenciales del Golpe de Estado de 1973 en Chile, con lo vivido en esos días por ello/as y su círculo cercano. Son reconstrucciones personales, que privilegian la memoria íntima y la descripción de una cotidianidad alterada, por sobre el análisis político o el recuento histórico. A cincuenta años del quiebre democrático en el país, CIPER contribuye así a darles diversidad y emoción a las voces de nuestra memoria social. [#Voces1973]
Martes, 7.30 am: amargo despertar. Aquella mañana no importaba el frío, si no saber qué pasaba con mis cercanos, con quienes entonces constituían mi familia, mis compañeros y compañeras en el sello Dicap (quizás nadie por fuera de ese círculo lo entendería; es algo muy único entre nosotros, los que siguen y los que ya no están: Juan Carvajal, Raúl Warren Gómez, Carlos Álvarez, la oficina de Vicente Larrea y Luis Albornoz…). Yo, que había perdido a mis padres a los 13 años de edad, encontré en todos ellos la familia que no tenía. Por eso, cuando recuerdo lo que sucedió con ese proyecto hermoso que fue Dicap y la gente increíble que allí conocí, siempre digo que el Golpe me hizo perder a mi familia por segunda vez.
Llegué al sello en 1968. Era muy joven, militante de la Jota y me convocaba Ricardo Valenzuela, cuando el sello todavía se llamaba Jota Jota. Yo no tenía un cargo exacto, porque la verdad es que ahí todos hacíamos de todo: desde barrer hasta visitar fábricas; asistir a concentraciones y vender discos en el centro (recuerdo dos navidades en que nos pusimos a vender afuera del Café Haití). Quizás cause risa saber cómo nos organizábamos, porque hasta el contador guardaba discos en cajas. Trabajábamos de lunes a sábado; nunca nos importó el horario. Podíamos pasarnos todo un día sentados en el suelo empaquetando discos, y si nos daba hambre comíamos empanadas. El sello comenzó con una primera oficina en Compañía con Teatinos, pero fue tanto el éxito que no tardaron en surgir sucursales de Dicap también en Antofagasta y en Concepción. Para 1973, cuando ya era estudiante de Obstetricia en la Universidad de Chile, yo misma estaba trabajando en instalar otra más en Talca.
En Santiago, Dicap llegó a tener tres locales de gestión y venta a público: uno en la galería Gran Palace, otro en Sazié, y otro en San Diego con la Alameda. Además, y como nos convocaban a tantas actividades de recitales, en todo el país, los compañeros tuvieron que arrendar otro departamento en calle Moneda, que quedó exclusivamente para producir espectáculos bajo el nombre de ONAE (Organización Nacional del Espectáculo). Había compromisos en todas partes, desde el Teatro Municipal de Santiago para abajo: teatros, universidades, pero también sindicatos de fábricas; estos últimos, sin paga, pero a donde íbamos con enorme entusiasmo. Nuestra lógica era: «Si tenemos ingresos en otros shows más grandes, es importante no abandonar estas audiencias».
A veces mis tareas pasaban por organizar giras con los músicos, y ahí yo partía con ellos. Recuerdo una gira junto a Carlos Puebla por Valparaíso,Osorno, Puerto Montt, Frutillar, Punta Arenas y Tierra del Fuego. Viajé también junto a Aparcoa, Inti Illimani, Víctor Jara, Tiemponuevo, el «Gitano» Rodriguez… Mentiría si digo que entonces vi entero algún recital, porque eran citas a tablero vuelto y mi función ahí no paraba, entre entenderme con boletería, recoger las platas, distribuir a los proveedores, el registro para derecho de autor, enviar los taxis, etc.
Nos sentíamos trabajadores del arte comprometidos con la posibilidad de llevar la creación a lugares remotos, a donde quizás nunca antes había llegado. Escuchar el agradecimiento de pobladores o de trabajadores de una industria nos motivaba a hacer nuestro trabajo con más cariño y dedicación.
***
Aunque en las semanas previas al 11 de septiembre sabíamos que un Golpe de Estado era una posibilidad cierta, de todos modos recuerdo haber despertado esa mañana frente a la total incertidumbre. Había despachos de radio desde temprano, y luego otros estudiantes del pensionado en el que me quedaba me dieron más detalles. Yo era una universitaria de 24 años, justo de paso en Santiago pues mis clases en Talca estaban suspendidas. Juan Carvajal, nuestro director artístico, estaba en Italia, con los Inti Illimani. Raúl Gómez se había ido de gira con los Quilapayún. Yo temí por lo que podía pasarles y por sus mujeres acá en Santiago. Sentí como una responsabilidad, salir del lugar en el que estaba y dirigirme a la oficina de Moneda.
Caminé esa mañana desde calle Portugal, frente a las Torres San Borja, hacia el poniente. Fue difícil llegar, por la gran cantidad de tanques, camiones militares y el desbande de personas que corrían para todos lados. Me encontré que el edificio en el que teníamos la oficina estaba cerrado por calle Moneda, pero por Cousiño se podía entrar y subir los ocho pisos. La oficina estaba cerrada, totalmente desierta. Me pregunté qué suerte habría corrido Juanito, el encargado de abrirnos a diario. Por mucho tiempo no supe de él, hasta que nos enteramos de que fue detenido y murió durante su detención.
Recuerdo haber sentido una orfandad absoluta, aunque no tenía cómo decirle a alguien que tenía miedo. Vuelta a la calle, el desbande era total. Solo cabia correr y salir de allí para no ver esas caras pintadas de negro y expresión de odio. Regresé al pensionado; no tenía otro lugar. Mi hogar hasta entonces, que era mi trabajo, ya no estaba.
Los sonidos que recuerdo de ese día son los de aviones a baja altura, las ráfagas de armas y los bandos golpistas, que comenzaron temprano después del bombardeo a La Moneda y la muerte de nuestro Presidente. En la tarde llegó el toque de queda.
Las oficinas de Dicap en calle Sazié fueron allanadas pocos días después del Once. Los militares entraron y destrozaron todo. Tiraban cosas a la calle desde la ventana: cintas máster, discos, incluso instrumentos musicales, máquinas de escribir… lo que pillaron. En los otros locales se decidió que era mejor no volver a abrir. En el de Gran Palace, la chica a cargo, Catalina, tuvo el atrevimiento de abrir una mañana, varios días después del Golpe, tomar los discos de Dicap y esconderlos en el baño de la galería y poner otros en la vitrina. Pero un locatario ahí le recomendó: «No deberías venir más aquí, estás loca; corres un peligro muy grande». Luego se fue a Argentina, y nunca más supe de ella.
¿Dónde ir? ¿A quién llamar? ¿Con quien compartir tanto dolor? Lo más desolador de esos días era no saber qué iba a pasar conmigo ni con mi gente cercana. En la Universidad sabían de mi filiación, y por lo tanto era probable que no pudiera seguir estudiando. Al mismo tiempo, el sueño de Dicap quedaba en pausa, quizás para siempre. Qué lejos estaban mis temores entonces de imaginar siquiera la barbarie que iba a ocurrir. Con el paso de los días nos íbamos enterando, pero sólo años más tarde supimos detalles.
Tomar conciencia plena de a qué nos enfrentábamos los chilenos fue demoledor, pero me levanté, como miles más, y hoy solo digo: no lograron borrarme la sonrisa ni la esperanza, y ese es mi triunfo.