El nuevo royalty minero desde una perspectiva ambiental
16.06.2023
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16.06.2023
Como un avance en justicia distributiva considera el autor de esta columna para CIPER el proyecto de royalty a la gran minería. Sin embargo, advierte, «llama la atención que estas nuevas responsabilidades no vayan acompañadas de mayores estándares ambientales o de relacionamiento comunitario y participación ciudadana, entre otros.»
La siguiente columna para CIPER resume y adapta una serie de planteamientos desarrollados en un documento de la ONG FIMA, el cual puede consultarse completo en línea.
El proyecto de royalty a la gran minería despachado por la Cámara inaugura, en conjunto con la reciente Política Nacional del Litio, el tránsito hacia una nueva relación entre el Estado y sector privado en la minería, así como una nueva forma de entender las responsabilidades públicas de este último. Desde esa óptica, constituye una buena oportunidad para reflexionar acerca de las responsabilidades ambientales que lo acompañan.
Con una serie de nuevas disposiciones que afectan a la gran minería del cobre (sobre 50.000 toneladas métricas de cobre fino, «TMCF»), esta nueva regalía espera expandir la participación del Estado en las rentas del sector privado desde el actual 40% a un 50% en régimen, lo que representaría un aumento en la recaudación equivalente al 0,45% del PIB. Estos mayores recursos irían a financiar, vía Ley de presupuestos, tres fondos diferentes: 1) un Fondo de Productividad y Desarrollo, que se repartiría con los mismos criterios del Fondo Nacional de Desarrollo Regional (FNDR), pero sólo para inversiones que mejoren la productividad; 2) un fondo de Equidad Territorial, el cual es de libre disposición y se reparte bajo criterios de vulnerabilidad (de forma parecida a como lo hace el Fondo Común Municipal); y 3) el Fondo de Comunas Mineras, destinado a compensar externalidades en las comunas productoras.
Se trata de un avance —quizás insuficiente, pero decidido— en términos de justicia distributiva. Esto por cuanto, al aplicarse sobre un porcentaje de las ventas, inaugura en la tributación minera la lógica de la compensación patrimonial, en que las empresas mineras pagan no sobre sus utilidades, sino directamente por el hecho de extraer un recurso no renovable que pertenece a todas las personas. Sin embargo, llama la atención que estas nuevas responsabilidades no vayan acompañadas de mayores estándares ambientales o de relacionamiento comunitario y participación ciudadana, entre otros.
Parte del acuerdo aprobado contempla crear una comisión que haga propuestas para disminuir en un tercio los actuales tiempos de tramitación. Es de esperar que la ya frágil protección no se vea mermada por las disposiciones que emerjan en esta materia. En la misma línea, cuesta entender la lógica compensatoria del Fondo de Comunas Mineras, en lugar de una de prevención y mitigación de los impactos ambientales de la industria, además de su reparación en el tiempo. Por supuesto que dichas comunas necesitan inversión en infraestructura y servicios públicos, pero la idea de que esto puede reemplazar el impacto directo sobre los ecosistemas forma parte de la lógica desarrollista que nos tiene sumidos en esta crisis.
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Cuando durante el verano pasado, y ante la dramática ola de incendios en el sur de Chile, se habló de establecer un royalty a la industria forestal, voces de la industria y de la opinión pública arguyeron, de forma correcta, que al no tratarse los bosques de un recurso no renovable ni de dominio público, tal gravamen no correspondía. Sin embargo, el nuevo royalty minero ha sido tratado en la discusión y en su estructura como si fuera un impuesto más, en condiciones que es una compensación patrimonial por la apropiación de un bien del dominio público que, además, no es renovable. Como lo consagra la Constitución, los minerales son bienes bajo el dominio del Estado y, como tales, forman parte del patrimonio de la nación toda. Cada vez que un privado extrae el mineral, este pasa a ser parte de su patrimonio privado en desmedro del común, y por tanto debiese existir una compensación. En ausencia de esta compensación, el privado se apropia de estas rentas económicas por medio de un insumo que no paga, lo que en términos prácticos hace más pobres a todos los habitantes.
Es por lo anterior que, más allá de la factibilidad política, no tiene lógica económica alguna que un royalty se aplique sobre los márgenes de operación. Si un privado extrajo un mineral que era de todos y luego tuvo pérdidas en su operación, los habitantes del país se empobrecieron igualmente en el proceso, sin que nadie los compensara. Bajo esta lógica, cabe celebrar que el proyecto inaugure una compensación patrimonial, al gravar directamente un porcentaje de las ventas de la gran minería (pese a que sigue eximiendo del pago a aquellas empresas que tengan un margen operativo negativo). Destaca, además, que dentro del cálculo del margen operativo se incluya la depreciación, por lo que se podría eximir incluso a empresas con flujos positivos. Parecido ocurre con la disposición de librar de este royalty a la mediana y pequeña minería. Si bien son medidas que políticamente pueden ser razonables, el hecho de que la minería de cualquier tamaño y con cualquier resultado operacional extraiga algo que es de todos y no pague por ello pareciera ser incuestionable en el marco de la discusión.
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A lo largo de la discusión sobre el proyecto, tanto en el Congreso como en la opinión pública, parte importante de la atención se centró en la competitividad de Chile respecto de otros países mineros. Si bien existían diferencias entre el gobierno y los privados en cuanto a las tasas efectivas que pagaba la minería privada, ambas partes coincidían en que las tasas en Chile eran relativamente bajas. Durante la tramitación, el gobierno fue cediendo en que el proyecto original y sus primeras indicaciones implicaban tasas demasiado altas que mermaban la competitividad del país, desviando posibles inversiones hacia otros países mineros. Fue justamente esta discusión la que llevó a incluir en la tramitación una tasa máxima efectiva, que pone un límite sobre el máximo que pueden pagar las empresas entre los distintos gravámenes que enfrenta la industria.
Al igual que en toda discusión tributaria, sectores plantean la movilidad de capitales y su consiguiente competencia tributaria como una especie de regularidad absoluta. Si bien la literatura tiende a coincidir en una alta y creciente movilidad, la evidencia es mucho más mixta y el acuerdo mucho menos claro respecto de la efectividad de la «competencia tributaria» [ZODROW 2010]. Es decir, las decisiones de las empresas son complejas y consideran una serie de factores al momento de invertir en un país, además de la tasa tributaria; por lo que variaciones marginales de esta mal podrían ser una herramienta efectiva para atraer o expulsar inversiones.
Sturla y otros autores incluso plantean que, al tratarse de rentas sobrenormales, el Estado pudo haberse apropiado de US$12 mil millones de la minería del cobre durante el período 2005-2014 sin haber afectado decisiones de inversión ni de producción. Por tratarse de inversiones de largo plazo, es difícil pensar que esa extracción de rentas no hubiese afectado decisiones posteriores de inversión, pero el argumento tiene plausibilidad teórica y podría entonces tener impacto empírico.
En línea con lo argumentado anteriormente respecto de la competitividad internacional, otras voces sumaron a la discusión el que Chile enfrenta mayores costos que otros países, en gran medida por la menor ley del mineral. En columna de prensa, Jorge Contreras argumentó que, al haber disminuido la ley de los minerales chilenos a la mitad, había que romper el doble de roca para obtener el mismo mineral, insinuando que a esta desmejorada posición competitiva no se le debía sumar una mayor carga tributaria. Pareciera así que la degradación ambiental es un problema sólo en la medida en que implica mayores costos a la industria, pero detrás de «romper el doble de roca», hay también mayores requerimientos hídricos, energéticos, mayores residuos que se acumulan en relaves que dañan la salud de las poblaciones aledañas y la fertilidad de sus suelos, entre muchos otros impactos. En consecuencia, la menor competitividad no puede ser un argumento para disminuir la carga tributaria, sino que, por el contrario, son mayores las externalidades que deben internalizar los productores.
En cuanto al destino de los recursos, cabe destacar que exista un Fondo de Comunas Mineras cuyo criterio de asignación responde a consideraciones ambientales, tales como la presencia de yacimientos y relaves. Sin embargo, cuesta explicar por qué se configuró como un fondo de libre disposición, y por qué se creó con el objetivo expreso de compensar las externalidades. De acuerdo con el principio preventivo, la acción del Estado debiera, en lo posible, prevenir; luego mitigar y, sólo ahí donde no fuera posible, compensar el impacto ambiental.
Por último, durante la tramitación se acordó la creación de una mesa técnica que, dentro de los próximos sesenta días identificara las medidas presupuestarias, administrativas y legales necesarias para reducir en un tercio el tiempo de tramitación de proyectos de inversión minera, sin que ello afecte el cumplimiento de la normativa ambiental. Lo prudente es esperar el informe de esta mesa, pero aún reconociendo que existen grandes posibilidades de hacer más eficiente el sistema, no se puede profundizar aquella lógica que mira los permisos sólo como un obstáculo a la inversión. Es de esperar entonces que el afán desarrollista presente en parte de la discusión y del proyecto mismo no debilite la ya frágil protección ambiental de nuestro ordenamiento.