#Voces1973: El Golpe y mi hermano Eugenio
09.06.2023
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09.06.2023
Hasta septiembre, la sección de Opinión de CIPER comparte una serie de columnas con recuerdos y reflexiones de testigos vivenciales del Golpe de Estado de 1973 en Chile, con lo vivido en esos días por ello/as y su círculo cercano. Son reconstrucciones personales, que privilegian la memoria íntima y la descripción de una cotidianidad alterada, por sobre el análisis político o el recuento histórico. A cincuenta años del quiebre democrático en el país, CIPER contribuye así a darles diversidad y emoción a las voces de nuestra memoria social. [#Voces1973]
Mis hermanos y yo tuvimos el privilegio de vivir una infancia y juventud intensamente felices, llenas de estímulos y de amor. Fui la mayor, seguida un año después por Eugenio, y más tarde por Emilio, nuestro chiquito de oro, cinco años menor. Nuestros padres eran jóvenes, guapos y sociables, la casa de Alcántara rebosaba de vida, siempre llena de amigos, tíos y primos. Ninguna nube en el horizonte presagiaba la violencia y el dolor que cambiaría nuestra vida para siempre.
Por haber conocido la televisión recién a mis 16 años, cuando ésta llegó a Chile para el Mundial del ‘62, nuestro mundo con mi hermano Eugenio fue pequeño y protegido, con infinitos libros, papelería y juegos con los que dábamos rienda suelta a la imaginación. Con la ayuda del jardinero construimos una precaria mediagua arriba de un árbol del jardín, donde pasábamos horas sin fin soñando aventuras e inventando historias juntos. Uno empezaba a improvisar y el otro lo seguía, de manera que el desarrollo de los relatos era siempre inesperado. Eso cimentó la profunda amistad y cercanía que tuvimos a lo largo de nuestra corta vida juntos.
Siendo un gran deportista, fue la pesca submarina la que en su época universitaria lo llevó a recorrer con sus amigos playas y caletas en las que conocieron un Chile que jamás habíamos imaginado desde nuestra pequeña burbuja santiaguina. Él volvía contándome emocionado lo difícil que era la vida para los pescadores, las pocas esperanzas que tenían de darle a sus hijos una vida mejor, y de lo importante que era que abriéramos los ojos y nos hiciéramos cargo de la dura realidad que nos rodeaba. Eso, entre otras motivaciones, lo llevó a acercarse a los movimientos universitarios de izquierda.
En 1968 me casé y partí con mi marido a Estados Unidos. Él, tras obtener máster y doctorado, fue contratado por la OEA en Costa Rica a partir de enero de 1973. En el intertanto mucho pasaba en Chile: Allende llegaba a la presidencia y Eugenio se había unido al Mapu. Mi hermano se recibió de Ingeniero en la Universidad Católica, se casó con Mónica Espinosa, se fueron a vivir a una población para conocer el Chile real y en enero del 73 nacía su preciosa Josefa. Tuve la suerte de estar en Santiago ese verano, y los últimos recuerdos que tengo de Eugenio son su paciencia infinita para jugar con mi hijo Andrés de 3 años, así como la ternura profunda con que contemplaba arrobado a su Josefita recién nacida. La última vez que me despedí de él estaba con ella en los brazos. No cumplía aún los 26 años. De ahí partirían los tres a Antofagasta, donde Eugenio asumió como gerente de INACESA, la Industria Nacional del Cemento.
El día 11 de septiembre de 1973, mientras yo estaba en San José sin sospechar lo que ocurría en Chile, en Santiago mis padres agradecían que las Fuerzas Armadas se hubieran hecho eco del clamor general e intervinieran para evitar que el país se hundiera en el caos producido durante el gobierno del Presidente Allende. Lamentaban que el sueño de mi hermano sobre un gobierno que diera oportunidades a los más pobres y marginados hubiera terminado poniendo en riesgo la democracia, pero no dudaban que las Fuerzas Armadas sólo intervenían como último recurso para recuperar la institucionalidad y abrir el camino para elecciones democráticas. Al enterarme, sentí dolor por que se hubiese llegado a eso, pero ni por un instante sentí temor por Eugenio. Mi profundo conocimiento de su alma y corazón limpio me aseguraban que él no podría tener nada que temer. ¡Fuimos tan ingenuos!
Ese mismo 11 de septiembre, las Fuerzas Armadas dictaban un bando militar que instruía a los gerentes de las empresas estatales a hacer entrega de sus cargos al nuevo gobierno militar.
El día 12 de septiembre, Eugenio se presentaba voluntariamente para hacer entrega de su cargo ante el general Joaquín Lagos, jefe de zona de Antofagasta, un hombre de bien con quien tenía una buena relación. Lo hacía motivado por su sentido del deber, su conciencia limpia y su confianza en las Fuerzas Armadas de Chile. Éste le indicó que, mientras se resolvían asuntos administrativos del traspaso de las platas de la empresa, debería quedar recluido en el cuartel. Dada su estima por él no quiso dejarlo junto a presos comunes, por lo que le pidió a la Fuerza Aérea que lo mantuviera temporalmente en Cerro Moreno, sin sospechar que allí sería bestialmente torturado por un teniente sicópata. Cuando el horrorizado capellán de la Fuerza Aérea le informó lo que ocurría, el general Lagos trajo a mi hermano inmediatamente de vuelta. Aclaradas ya las platas, y tras una audiencia que se efectuaría la mañana del 19 de octubre, quedaría en libertad sin cargo alguno. Aliviados, mis padres viajaron a buscarlo el día 18.
Sin embargo, el destino quiso otra cosa, y ese mismo 18 de octubre del ‘73 llegó a Antofagasta el general Sergio Arellano Stark con su tristemente famosa «Caravana de la Muerte». Al amparo de la noche, y a espaldas del jefe de la plaza, sacaron a los detenidos, a quienes mutilaron y asesinaron con una crueldad indescriptible. Sus «facultades especiales» le permitieron crear una verdad oficial, obligando al general Lagos a firmar un edicto que decía que las víctimas habían sido fusiladas por intento de fuga.
No les permitieron traer su cuerpo a Santiago, ya que éste era evidencia de que su muerte no se debió a un misericordioso fusilamiento. Mis padres tuvieron que enterrar a su hijo allá; y no les permitieron acceso a línea internacional para llamarme a Costa Rica. Avisada por mi suegra, en estado de shock alcancé a llegar a Santiago antes de que mis papás pudieran volver de Antofagasta. Esa misma noche, el general Óscar Bonilla informaba por cadena nacional que a partir de ese momento se acababan las ejecuciones sumarias. Aún se escuchaba la Canción Nacional cuando sonó el teléfono, y el propio general Bonilla, informado por Jaime Guzmán de lo sucedido, me pidió les transmitiera a mis papás que si bien esto no les devolvería a su hijo, al menos haría que no hubiese más padres en Chile que sufrieran lo mismo en el futuro.
***
Todo lo que siguió ocurriendo durante nuestra larga búsqueda de justicia fue intenso, sorprendente y complejo. Sin voluntad política para encausar a los asesinos mientras fueron hombres fuertes y poderosos, se necesitaron 42 largos años para que la Suprema condenara a los miembros de la Caravana de la Muerte por delitos de homicidio calificado la noche del 18 al 19 de octubre de 1973 en Antofagasta. El expediente es espeluznante pero tardío. A esa altura, ya eran ancianos frágiles, y yo quería verdad y justicia, no venganza. Pinochet, establecida ya la cadena del mando, había fallecido, y Arellano Stark fue sobreseído por demencia.
Todo lo que ocurrió durante los gobiernos de Allende y de Pinochet cambió para siempre la vida de nuestra familia, que nunca volvió a ser la misma; y también la del país. Su alma republicana quedó profundamente herida, con un casi irreconciliable odio fraterno que derivó en una descomposición moral capaz de considerar que el horror sólo merecía ese calificativo cuando venía del otro bando, mientras se bendecía y justificaba cuando venía del propio. Nuestra tierra se volvió fértil para el odio, el mundo se dividió en buenos y malos, se perdió la racionalidad.
Tras cincuenta años parece increíble que ese odio siga palpitando con tanta fuerza en el pecho de jóvenes que aún no nacían el 73, y a muchos sorprende que quienes lo sufrimos directamente no seamos quienes más lo siembran. Ese odio nos causó demasiado dolor y no podemos permitir que lo hereden y sufran las nuevas generaciones. No olvidamos, pero tenemos el derecho a soñar con un Chile sin divisiones, liberados ya de esa pesada mochila que tras medio siglo no debería seguir determinándonos, ni mucho menos envenenando a nuestra juventud.
Dejemos que a Allende y Pinochet los juzgue la Historia y escuchemos las voces que sean capaces de unirnos, no las que revivan y perpetúen la odiosa división, hipotecando la paz y el futuro de nuestra juventud.