#Voces1973: Ese septiembre
29.05.2023
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29.05.2023
Hasta septiembre, la sección de Opinión de CIPER comparte una serie de columnas con recuerdos y reflexiones de testigos vivenciales del Golpe de Estado de 1973 en Chile, con lo vivido en esos días por ello/as y su círculo cercano. Son reconstrucciones personales, que privilegian la memoria íntima y la descripción de una cotidianidad alterada, por sobre el análisis político o el recuento histórico. A cincuenta años del quiebre democrático en el país, CIPER contribuye así a darles diversidad y emoción a las voces de nuestra memoria social. [#Voces1973]
Esa mañana fría de agosto de 1973, las figuras de mis padres parecían achicarse poco a poco, hasta desvanecerse. Él, de chaqueta gris; ella, de abrigo color camello, mientras el Rossini emprendía rumbo alejándose de la rada de Valparaíso. La imagen me quedó grabada. Chile era un hervidero de rumores, amenazas y miedos, y desde ese angustiante escenario emprendía yo mi navegación a Europa. La inusual opción —considerando los veintisiete días de travesía por delante— se debía a que los únicos pasajes internacionales disponibles por anticipado eran entonces los navieros, según una norma de tiempos de hiperinflación.
Había llegado a embarcarme en Valparaíso luego de conseguirnos en el mercado negro llenar lo suficiente un estanque para la ida y vuelta desde Santiago. Los reiterados atentados dinamiteros a las vías no garantizaban un transporte seguro desde Mapocho, que entonces era el terminal de ferrocarriles. En esos días, Santiago centro olía a bomba lacrimógena y neumáticos quemados. Eran frecuentes las marchas de pobladores, quienes avanzaban entre temerosos y aferrados a sus conquistas, las adquiridas y las prometidas.
En las oficinas de la naviera habia entregado un apretado prisma de billetes disimulado en una hoja de diario. Un bloque de unos treinta centímetros que el agente desmantelaba billete a billete para emitirme el pasaje más económico (segunda clase, cabina de a seis, en la cubierta más profunda, bajo la línea de flotación). Viajaba a Londres para realizar un posgrado en Arquitectura: sin beca —eran demasiado escasas, y la arquitectura no era prioritaria—, con poco más de una centena de dólares en el bolsillo, unas pocas libras esterlinas, y la promesa de alojamiento en casa de amigos ingleses y de trabajo part-time para financiar la matricula. Las clases comenzaban en septiembre. Yo venía de la Universidad Católica, cuya Escuela de Arquitectura estaba entonces ideológicamente dividida en dos bandos irreconciliables, aunque, compensando la ausencia del diálogo institucional, quedábamos alumnos disponibles a sostener una conversación transversal.
El Verdi, el Donizetti y el Rossini combinaban cabotaje y pasajeros (primera y segunda clase) entre Valparaíso y Génova. Fueron los últimos navíos de una estirpe del viaje lento. Allí pude experimentar la hotelería flotante, los rituales segregados por clase, las recaladas frecuentes, el cruce pausado de Panamá entre arboledas y mariposas gigantes, un breve desembarco en Curazao (con sus casas holandesas sumidas en el vapor tropical y las mujeres mirando la televisión desde el jardín), la soledad del Atlántico, la recalada en las Canarias, el paso por las columnas de Hércules y el arribo a Barcelona, que era mi recalada final.
Si viajar lejos era entonces entre nosotros, jóvenes arquitectos, un privilegio y una increíble aspiración, las circunstancias generales no coincidían con tales expectativas. A diferencia mía, la mayoría de los pasajeros de segunda eran comerciantes de origen español o italiano que, temerosos y cansados, se autoexiliaban de Chile habiéndose deshecho de sus bienes por casi nada y copando las localidades económicas del barco. Impregnada de una profunda melancolía, esa comunidad del autoexilio dejaba atrás incertezas para enfrentar otras no menores, que de seguro les esperaban, por su edad y escasos medios. La capacidad de bodegaje les permitía llevar baúles y maletas. Se iban a su pesar y con ansiedad. Muchos habían administrado un comercio de abarrotes, panaderías y bazares en los barrios, como esa clase media muy empeñosa de italianos, españoles y croatas que lo hacían en el nuestro, y cuyos hijos ya hablaban sin acento. La historia parecía invertirse al recordar que entre nuestros profesores en la Universidad Católica había notables exiliados de la España republicana, como por ejemplo Jose Ricardo Morales, historiador, teórico de la arquitectura y hombre de teatro; y Alberto Vives, distinguido ingeniero. O Roser Bru, quien era entonces también una presencia importante en la vecina escuela de Bellas Artes.
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De ese viaje en barco de agosto de 1973, recuerdo con particular tristeza a esos trasplantados en un recorrido en reversa: habían arribado años antes a las Américas con esperanza y optimismo, y ahora lo dejaban todo por temor a la expropiación, regresando en condiciones desventajosas a sus tierras probablemente ya muy cambiadas. Ocupábamos cabinas de a seis, separadas por sexo. Día a día las parejas ya mayores salían a conversar acomodando pisos en el estrecho corredor interno, como tornando las entrañas ciegas y metálicas del navío en una calle de barrio. Como quien sale a tomar sol al umbral de la casa. Recuerdo haberles consultado por sus contactos en Europa, y sus respuestas daban pistas demasiado tenues (un pariente muy indirecto y lejano, unos vecinos que no veían hace años, el amigo del amigo de un amigo).
Desde 1970, otros autoexiliados chilenos se habían afincado (con sus capitales, títulos, y contactos) en la Costa del Sol y otras localidades, apostando por aquella España autoritaria del Opus Dei y del tardofranquismo. Algunos lograron éxitos inmobiliarios. Pero esta pequeña y modesta comunidad que yo conocí a bordo del Rossini en cambio escapaba, sin saberlo, de los últimos días de la Unidad Popular. Entre ellos recuerdo a un joven ariqueño, partidario de la UP, que emprendía rumbo a Andalucía resignado a un duro día a día por delante, donde su militancia iba a enfrentarse a un ambiente tenso y sobre todo sin escape.
Para llenar el tiempo, este hotel flotante proponía un ritual muy organizado: desayuno, piscina y juegos de cubierta; almuerzo —siempre con vino, aunque en segunda clase era un brebaje notoriamente químico—, tardes de juego y bailables (la tripulación hacía de orquesta); cena y quizá también cine. Noticias fidedignas sólo recibíamos en los puertos, pero algunos en la tripulación por diversión o cinismo anunciaban alzamientos y catástrofes en Chile en una suerte de fakes imposibles de corroborar, y cuyos sobresaltos derivados sólo lograban atenuarse con la lectura de los periódicos locales en la siguiente recalada. Los pasajeros peruanos, ecuatorianos, colombianos, panameños venezolanos y canarios que ingresaban progresivamente atenuaban con su actitud más optimista y despreocupada el ambiente demasiado cargado de esa pequeña comunidad del autoexilio.
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Recalamos en Barcelona el 8 ó 9 de septiembre. El día 10 mis amigos chilenos me despiertan con la noticia (falsa) de un Golpe de Estado. El día 11 me cuentan lo mismo: pero ahora sí recuerdo con espanto la chanza tornándose en tragedia, al reconocer en la portada del ABC la imagen a plana completa de La Moneda en llamas, que nos sumió en el silencio más profundo.
Desde entonces, y por un buen tiempo, la tragedia chilena copó los titulares: en París, en donde me encontré con mi hermano residente, no era necesario comprar diarios, puesto que los impresos circulaban libremente en los bulevares. Tampoco en Londres, donde la BBC daba cuenta en esos días de la fútil resistencia del embajador frente a los funcionarios de la dictadura que lo desalojaban.
La comunidad muy cosmopolita de mi nueva Escuela londinense me observaba con extrañeza y compasión, como podría ocurrir hoy con un ucraniano que zafara de Mariupol en llamas para aterrizar en el aula: ignorando los hechos, sólo podían imaginarme como sobreviviente. Más tarde llegaron a Londres unos exilados jóvenes, quienes me buscaron por alguna referencia en común. Recuerdo a una muchacha pelirroja de ojos asustados, y cuya sola presencia delataba experiencias que uno no
quisiera vivir, y a una pareja de recién titulados que pasaron por vicisitudes de las que preferían no hablar. Resultaba impertinente consultarles acerca de sus experiencias recientes, demasiado fuertes y latentes, y menos aún desde mi posición de algún modo privilegiada. Compartimos datos y comida, buscando formas de apoyo en un medio que para mí resultaba aún bastante inasible. Sentía, sin embargo, su recelo, provocado posiblemente por mis antecedentes y quizá también por mi apellido, como solía ocurrir entonces entre compatriotas divididos por la tragedia en curso.
Tardó tiempo en restablecerse el contacto telefónico y epistolar con Chile. Como un mazazo llegaron noticias de la tortura y asesinato del brillante ingeniero Eugenio Ruiz-Tagle, ex compañero de colegio, uno más en la Caravana de la Muerte; el asesinato inmisericorde de Leopoldo Benítez, profesor de primer año, aparentemente denunciado por un vecino; el exilio de su colega Octavio Sotomayor, un hombre pacífico y extremadamente dedicado: todos ellos de mi conocimiento directo. Mientras, se configuraba en cada uno de nosotros, a la distancia, la verdadera semblanza de ese Chile en dictadura.