#7M: Victoria pírrica: ganar la elección equivocada
11.05.2023
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11.05.2023
A haber naturalizado un sentido de «orden» alentado por el miedo a la incertidumbre y el «sentido común neoliberal» atribuye esta columna de opinión para CIPER los resultados de las elecciones del pasado domingo: «Que a estas alturas el proceso constituyente constituya, a su vez, una negación de la revuelta de octubre es hasta demasiado evidente. Pero también es como si la revuelta se negara a sí misma, dándoles el poder de cambiar la Constitución a quienes no quieren hacerlo.» [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
La noche del domingo pasado, el discurso frente a los medios de José Antonio Kast, parecía el de un presidente de la República que, sin embargo, había ganado la elección equivocada. El ex candidato, líder natural del Partido Republicano, ha repetido hasta el cansancio que Chile no necesita una nueva Constitución. La participación de sus militantes en el actual proceso constituyente —para el cual ni siquiera firmaron el «Acuerdo por Chile»— tenía por finalidad medir sus propias fuerzas de cara a la elección que realmente les interesa, que es la que se realizará en dos años y medio más. De esa suerte de falsa primaria presidencial, el PR salió convertido en la primera mayoría nacional.
Si su apuesta también incluía transformar la votación del 7-M en un plebiscito para evaluar al gobierno de Gabriel Boric, podemos hoy concluir que el Partido Republicano ha cumplido a cabalidad con sus objetivos, en relación a su sector y a sus adversarios. El problema ahora es otro, derivado del exceso de poder que concentra esta fuerza política, acostumbrada a boicotear más que a proponer, y que la obliga a ocupar una posición protagónica que exige alta responsabilidad en el funcionamiento del Consejo Constitucional, al que por principio se oponen.
Porque, como Kast, las bases militantes del Partido Republicano no quieren una nueva Constitución, y hoy tienen el poder suficiente ya sea para esquivarla como para diseñar otra aún más neoliberal que la que al país se le impuso fraudulentamente en dictadura. No hay duda de que debe later hoy entre los republicanos la tentación de «pasar la aplanadora», y hacer exactamente lo mismo que les reprochaban a sus adversarios en la pasada Convención Constitucional. No habiendo demostrado hasta ahora que la mesura ni la disposición al diálogo sean sus principales virtudes, a nadie le parecería extraño que los republicanos radicalicen sus posiciones. Pero si, en cambio, optan por la moderación, el costo lo pagarán con sus bases militantes, las mismas que acusan al resto de la derecha de «traición» por haber pactado con el oficialismo. Podemos suponer, entonces, que el triunfo táctico del PR en las elecciones del pasado domingo 7 de mayo corre el riesgo de convertirse en una victoria pírrica (cuando los perjuicios son mayores que los beneficios), faltando más de dos años para la elección presidencial.
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Por supuesto, siempre es motivo de preocupación que más de tres millones de electores en el país se reconozcan en el discurso de una fuerza política de inspiración pinochetista y cuyos planteamientos poseen altos grados de intransigencia en materias políticas, culturales, económicas e incluso religiosas. Pero, esa es la realidad cultural de Chile; es decir, lo que a estas alturas podemos identificar como el sentido común neoliberal. Dada la condición fluctuante y efímera de los rendimientos en las urnas, éste hoy los favorece. Pero también se les puede volver en contra.
En los últimos dos años, los vientos sociales soplan a favor de la derecha más extrema, la cual, ante los peligros que nos circundan, propone soluciones simplificadoras, pero de gran impacto sensorial. El miedo a la delincuencia, por ejemplo, es indisociable del miedo al contagio, ya que ambos fenómenos pasan por la exigencia obsesiva de una inmunización que favorece el surgimiento de mecanismos de control invasivos y de repliegues identitarios excluyentes y refractarios.
Como sabemos —y es importante realizar esta evaluación cuando la OMS ha anunciado el fin de la emergencia sanitaria—, frente al coronavirus las instituciones públicas actuaron tanto por exceso como por déficit: exceso de vigilancia, por un lado; déficit en la capacidad de disminuir los contagios, por el otro. Nuestro país alcanzó el triste récord mundial de un toque de queda extendido a 556 días, y nadie ha podido probar que los permisos en Comisaría Virtual para salir a la calle un par de veces a la semana tuvieran real incidencia epidemiológica. Se trató de una estrategia sanitaria que involucró a todos los sectores, incluyendo a Carabineros y Fuerzas Armadas, y que reforzó así el sentido jerárquico de la autoridad (cuya disipación, a juicio de la derecha, es la causa de todos los males en el país). Se transmitió a la población que mayores libertades dependen de la más sumisa de las obediencias. Así, la conjunción estratégica entre biomedicina y seguridad pública [ESPOSITO 2005] configuró un escenario inmunitario que consiguió aplastar las últimas reminiscencias del «octubrismo».
Del mismo modo, aquella derecha que representa José Antonio Kast no conoce otra fórmula que no sea la «mano dura» para enfrentar problemas que exceden sus capacidades de comprensión y gestión frente a las turbulencias sociales. Su insistencia en reducir los sucesos de octubre de 2019 a pura violencia delictual reedita la crueldad histórica en ese sector; su obcecación frente a lo que resulta evidente y su negacionismo de lo innegable. Sin embargo, esta actitud contumaz satisface pulsiones autoritarias en una parte de la sociedad chilena, y al mismo tiempo la condena a seguir reproduciendo la inestabilidad crónica que en las vidas cotidianas provoca el neoliberalismo.
Aunque el proceso constitucional sigue su curso, el dilema sociopolítico en Chile sigue abierto: Republicanos es el último eslabón de una cadena de esfuerzos por blindar a un modelo económico perverso y a un orden constitucional antidemocrático; es decir, de evitar a toda costa un cambio social profundo. Si el partido que ha conseguido 23 escaños en el Consejo Constitucional logra evitar ese cambio y se impone nuevamente el gatopardismo en la política chilena, las ideas de Republicanos podrán ganar la batalla constitucional, pero tal vez a un costo muy alto: perder la guerra en las próximas elecciones presidenciales.
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El comportamiento oscilante —y, por cierto, vacilante— que ha caracterizado a la sociedad chilena en los últimos cuatro años merece una explicación pormenorizada, de la que aquí sólo podemos entregar un esbozo. Que a estas alturas el proceso constituyente constituya, a su vez, una negación de la revuelta de octubre es hasta demasiado evidente. Pero también es como si la revuelta se negara a sí misma, dándoles el poder de cambiar la Constitución a quienes no quieren hacerlo.
En toda sociedad late el temor a la muerte que reside en el futuro, símbolo de la incertidumbre. El miedo lo conjura el orden, y el orden es la «cultura de derecha» (usando un término de Furio Jessi). Lo que esa «cultura de derecha» insiste en revelarnos es que la política toda está del lado del orden; por eso decimos que cuando un gobierno de izquierda asume la defensa del orden público no hace más que «hacerle el juego a la derecha».
Así, nos hundimos en vez de volar.
Una clave de lectura al respecto nos la ofrece Georges Bataille a partir de la oposición dicotómica entre principio de utilidad y principio de pérdida que es constitutiva de la condición humana. Se trata de la estructura ambigua que configura la «economía general», en la que destaca el gasto social improductivo, cuyas formas festivas predominantes serían la religión, el erotismo y la creación artística y literaria.
Bataille, en primer lugar, cuestiona los supuestos que rigen a la economía moderna (que influyen tanto en liberales como en marxistas), reducida al principio de utilidad y a la noción de escasez. Luego, contribuye a una caracterización del capitalismo contemporáneo cuando menos inquietante, pues consigue incluir dentro de su lógica todas aquellas actividades consideradas de esparcimiento. Si la tradición revolucionaria estuvo orientada al control de los medios de producción, es porque desestimó la relevancia de las actividades fundadas en el goce y/o la satisfacción inmediata del deseo (dilapidación), y el hecho de que el trabajo solo adquiere sentido subordinándose a la dimensión improductiva.
Me atrevería a señalar que el proceso constituyente que hoy vive Chile se hace parte de esta dialéctica económica (irresoluble, para Bataille) entre racionalidad utilitaria y principio de pérdida. El concepto mismo de «contrato social» que afirma a una comunidad política consiste en la negación de la animalidad, y refiere a la oposición entre inmediatez y mediación. En otras palabras, entre revuelta e instauración de un «tiempo normal». Que lo que estamos experimentando sea un «proceso» es porque su punto de vista está puesto en el futuro (interrupción de la inmediatez). De ahí que la política moderna —con independencia de sus variantes ideológicas— esté orientada a la construcción de un orden, haciéndola indisociable del paradigma utilitario; es decir, de una racionalidad de gobierno que, ajustándose a la lógica del cálculo, produce sujetos y dirige sus conductas.