#7M: Apatía ante el proceso y «obsolescencia constitucional»
08.05.2023
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08.05.2023
Un máximo histórico de nulos y blancos en la votación del pasado domingo en Chile es indicativo de que la representatividad del debate constituyente sigue siendo frágil, estima el autor de esta columna para CIPER: «Las democracias liberales son muy lentas para tomar decisiones frente a los cada vez más acelerados ritmos que tienen los sistemas sociales, económicos y culturales, y por lo tanto, los gobiernos están perdiendo, exponencialmente, el control sobre la pauta del cambio social. Estamos frente a una “desincronización de la democracia”: la sociedad demanda espacios de expresión, pero sus opiniones, ideas y acciones se han vuelto sumamente instantáneas, por lo que no pueden ser procesadas en la estrecha lentitud que caracteriza a las estructuras del Estado liberal, y, como consecuencia, se produce desafección, descontento y desinterés ciudadano sobre la política.» [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
En septiembre pasado, un par de días después de que el borrador constitucional de la Convención fuera rechazado, escribí para este mismo medio una columna preguntándome sobre quién era que ganaba con ese resultado [ver “¿Quién ganó con el Rechazo”, en CIPER Opinión 06.09.2022]. Mi tesis era que aquel 68% era otra victoria del malestar ciudadano acumulado, ante el cual los representantes políticos se veían estructuralmente incapacitados de sintonizar con su pueblo. Sólo un nuevo ciclo de cambio constitucional con una participación popular profunda, rigurosa y lenta aparecía entonces como vía de salida, a mi juicio.
Hoy, a pocas horas de lo que los medios ya califican como «la marea republicana», mantengo ese antiguo diagnóstico: más que analizar qué sector o personaje político terminó favorecido y cuál no, estimo que lo que realmente requiere atención se encuentra en el inmenso segmento de la población que voluntariamente decidió no apoyar ninguna candidatura. Aproximadamente un 23% de los votantes anularon o dejaron en blanco la papeleta; es decir, casi un cuarto del país. Se trata de un máximo histórico, apenas seguido por el 18% de nulos y blancos que tuvimos en las elecciones parlamentarias de 1997. Si los nulos+blancos fueran una lista, hubieran obtenido el tercer lugar en la elección, lo que significa al menos diez escaños del Consejo Constitucional. Y es más: esta cifra resulta medianamente homogénea en todo el territorio, salvo en las comunas del sector Oriente de Santiago.
No hay dudas de que una porción importante de la clase popular del país no encuentra sentido a involucrarse en el proyecto de reforma constitucional, y, por la gravedad del asunto, explicaciones parciales o autocomplacientes no son suficientes. Un comentario serio tiene que señalar las condiciones estructurales que interfieren en las fuentes de legitimidad participativas de este proceso.
Hace ya más de una década, Chile y el mundo occidental se enfrentan a una crisis política, en la que los ciudadanos se sienten desafectados con sus gobernantes, pues perciben que no son capaces de empatizar con sus necesidades. Considerando la magnitud con la que se manifestó este desajuste en el estallido social, las autoridades del país decidieron habilitar un cambio constitucional que operaría como un chivo expiatorio de sus pecados. Se iba a construir un nuevo pacto social de manera participativa, integrando incluso al ciudadano «de a pie» al diseño del nuevo texto (recordemos que un argumento central de la exitosa campaña del Apruebo en el plebiscito de entrada estuvo en destacar que aquel iba a ser el primer proceso constituyente participativo de la Historia de Chile).
El problema es que implementar programas de participación durante un período de redacción constitucional retrasa la toma de decisiones. Desarrollar correctamente mecanismos participativos implica ajustar los tiempos de los que dispone el órgano encargado de redactar la Constitución al lento ritmo que significa conformar un reglamento de participación, planificar y aplicar las instancias de diálogo ciudadano que contempla, y luego sistematizar esos resultados para exponerlos a los representantes antes de que el grueso del texto ya haya sido despachado (de lo contrario, dejan de ser incidentes).
Y, en un contexto líquido como el actual, en que las transformaciones se requieren «para ayer», y en el que ocurren cada vez más cambios culturales, políticos y económicos en una menor cantidad de tiempo, a los organismos encargados de redactar la Constitución se les demanda que entreguen lo más rápido posible su propuesta. No es casualidad, por cierto, que el Congreso le haya otorgado al actual Consejo Constitucional tan solo cinco o seis meses de vida.
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Las premuras recién descritas motivan un dilema que el jurista y teórico crítico William Scheuerman denomina «obsolescencia constitucional»: por un lado, la abismante brecha que existe entre la sociedad y sus representantes políticos exige que se promuevan procesos participativos para aumentar la legitimidad de sus constituciones; pero, por otro, la intensificación del cambio social y la urgencia de las demandas ciudadanas provoca que los tiempos de deliberación del sistema político se compriman a la hora de redactar una Constitución. ¿Y qué es lo que queda con este dilema? Nada más que procesos participativos implementados a medias, en los que los representantes actúan esperando que se pueda certificar la realización de «diálogos ciudadanos» durante su trabajo, aunque ello no implique una real influencia de la ciudadanía en el borrador constitucional final.
La experiencia de la Convención Constitucional en 2021 y 2022 confirma esta proposición. En tal ocasión, de los nueve mecanismos predispuestos por el reglamento, la mayoría de ellos no fueron llevados a cabo de manera correcta. Las Iniciativas populares tuvieron que ser prorrogadas por dos semanas de su planificación inicial —en desmedro del total de ocho semanas de la etapa de armonización— porque la plataforma digital que las iba a gestionar no estaba lista. Los encuentros autoconvocados y los cabildos comunales no fueron sistematizados hasta una vez entregado el borrador de la nueva Constitución. Los foros deliberativos y la jornada nacional de deliberación pasaron de ser mecanismos incidentes a meros mecanismos informativos sobre el texto, y los plebiscitos intermedios dirimentes simplemente no fueron implementados, pese a estar planificados en los primeros cronogramas de la convención. Una vez que los constituyentes fueron consultados por este programa de participación fallido, sus diversas respuestas tuvieron en común el reclamo a los estrechos plazos de la convención para llevarlo a cabo. ¿Cómo es que el Consejo Constitucional, con tan solo medio año de funcionamiento, podría hacerlo distinto?
Ahora, insisto en que esto no es un hecho aislado a nuestro país, sino que responde al carácter de la época en la que vivimos. En teoría, las Constituciones deben ser duraderas en el tiempo, por lo que necesitan escribirse a fuego lento; pero en la práctica, producto de la velocidad de nuestras sociedades, la esperanza de vida de las Constituciones ha disminuido a tan solo 19 años en promedio mundial, y a 12 años en América Latina [PNUD 2020]. Y aunque hoy por hoy se han extendido los meses de trabajo en los organismos constitucionales respecto a los siglos XIX ó XX, dada la demanda por aumentar los espacios de participación ciudadana en el camino, esta dilatación temporal pareciera no ser suficiente para estabilizar una propuesta en el largo plazo.
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En Chile las cosas no son distintas. Durante los años, ha disminuido el rango de tiempo que duran nuestras Constituciones. La de 1833 duró casi cien años; pero la de 1925, casi setenta. La de 1980, en tanto, aunque aún no se haya consumado su modificación, camina como un muerto viviente a poco de haber cumplido cuarenta. Asimismo, nuestras tres experiencias de reemplazo constitucional en lo que va del siglo XXI (2015-2016, 20121-2022 y 2023) demuestran que se han ido incorporando aspectos participativos que alargan los tiempos de redacción de la Carta Magna. Pese a ello, pareciera que esta «integración» al ciudadano de a pie no es suficiente para legitimar el texto. No por nada las primeras dos experiencias han quedado como intentos fallidos.
A partir de esta situación, se puede hacer con mayor luz el diagnóstico de las condiciones estructurales que nos impiden definir las normas de convivencia fundamentales en nuestra sociedad. Quiero apostar a que las dificultades que estamos teniendo para que nuestro pueblo chileno sienta como suya una nueva Constitución es un fiel reflejo del diagnóstico que varios filósofos y sociólogos del tiempo [ver ROSA, HASSAN, GLEZOS] están haciendo sobre las actuales instituciones políticas: las democracias liberales son muy lentas para tomar decisiones frente a los cada vez más acelerados ritmos que tienen los sistemas sociales, económicos y culturales, y por lo tanto, los gobiernos están perdiendo, exponencialmente, el control sobre la pauta del cambio social. Estamos frente a una «desincronización de la democracia»: la sociedad demanda espacios de expresión, pero sus opiniones, ideas y acciones se han vuelto sumamente instantáneas, por lo que no pueden ser procesadas en la estrecha lentitud que caracteriza a las estructuras del Estado liberal, y como consecuencia, se produce desafección, descontento y desinterés ciudadano sobre la política.
Es más: incluso el principio de mediación representativa está tambaleando. Las democracias liberales validan a sus gobernantes en tanto son portadores de una mayoría que deposita su confianza en ellos a través del voto. Pero cuando las visiones ciudadanas cambian a una velocidad impredecible, la cristalización de la voluntad del pueblo a través de unas elecciones en un determinado momento puede verse rápidamente desajustada de las condiciones de un futuro próximo en el que el pueblo piense de otra manera. Se trata de una disolución del compromiso electoral. Este ciclo histórico nos demuestra que la ciudadanía emigra de posición política en un plazo muy corto —es cosa de ver el viraje que se está produciendo desde octubre de 2019 hasta ahora— y que, como tal, rápidamente puede arrepentirse de lo que decidió hace un par de meses atrás, lo que demuestra lo inefectivo que es fundamentar la pertinencia de los representantes por haber triunfado en una elección momentánea.
La que acaso sea nuestra última oportunidad constitucional está ya rodando. Pese a los obstáculos estructurales acá descritos, no nos queda más que hacer todo lo posible para que llegue a buen puerto la implementación de los cuatro mecanismos participativos de los que dispone este Consejo: audiencias públicas, diálogos ciudadanos, iniciativas populares de norma y consulta ciudadana. Por mucho que los resultados de ayer domingo hagan parecer que el proceso se encuentra cerrado por dentro, no sería sano abandonar la exigencia de obtener algo de incidencia directa de la ciudadanía en la nueva Constitución. Al fin, lo que le entregará sostenibilidad al texto no serán los acuerdos entre expertos ni el quórum de las recientes elecciones, sino el grado de cercanía que sientan los pueblos de Chile al proceso y al producto final. Para lograr eso, es primordial saber escucharlo.
Pese a la alta participación ciudadana de este #7M, el voto obligatorio no puede impedir que el interés ciudadano por el proceso caiga en picada. En tal sentido, sugiero dejar de hablar de todo lo que en estas elecciones ha «estado en juego» para observar más bien lo contrario: lo que no se jugó ni aún se juega. Me refiero a la cruda realidad de que las Constituciones diseñadas bajo fórmulas electoralistas y representativas se están volviendo artefactos obsoletos para sentar el proyecto de sociedad en el que queremos vivir. Cualquiera hubiera sido el resultado, la propuesta de nueva Constitución será insuficiente si no acoge la voluntad política necesaria de los gobernantes; no solo para buscar acuerdos entre ellos, sino para abrir espacios de deliberación ciudadana serios y profundos. Al mismo tiempo, si no ocurre un proceso de activación, autoorganización y compromiso participativo de la sociedad civil, va a ser muy difícil encontrar salidas a la anomia y fragmentación que estamos viviendo. Debemos hacer ver (y escuchar) a esa «porfía constituyente» anclada en los anales de nuestra historia.