Nueva Constitución: Libertad religiosa, pero ¿para quién?
26.04.2023
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26.04.2023
Durante abril, varios líderes de iglesias evangélicas y protestantes en Chile presentaron un documento oficial de aporte al debate constitucional desde su perspectiva sobre libertad religiosa. Reconociendo la legitimidad de su pronunciamiento, el autor de esta columna para CIPER advierte sobre los riesgos que un documento como éste presenta en al menos cuatro aspectos de fundamento democrático: libertad de conciencia, responsabilidad pública del Estado en la educación, trato igualitario ante la ley (sobre todo en lo referido a impuestos) y separación Iglesia-Estado. [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
Ya sabemos que el nuevo proceso constituyente trajo consigo un efecto rebote (o movimiento pendular) que afecta varios temas y agendas desarrolladas en el documento elaborado durante la primera etapa. No sólo se estableció una revisión a foja cero sobre algunos ejes prioritarios para la agenda anterior —como el tema indígena, el sistema político, las cuestiones sobre políticas de género, entre otros— sino que, además, el «Acuerdo por Chile» elaborado por los partidos, zanjó un conjunto de fronteras muy claras, que demarcan el debate sobre mínimos que serán difíciles de sortear si se pretende retomar ciertos puntos.
El posicionamiento sobre la libertad religiosa es, como era de esperar, una de las «papas calientes» en este proceso [ver, del mismo autor, en CIPER 10.01.2023: «Acuerdo constitucional y «bordes» religiosos»]. Recientemente, la Mesa Ampliada Unión Nacional Evangélica (UNE) se ha manifestado al respecto, presentando un aporte de articulado sobre el tema [foto superior]. Al analizar el texto elaborado y firmado por varios líderes de iglesias evangélicas y protestantes, vemos que se retoman algunas propuestas del primer documento constitucional (rechazado por voto popular el 4 se septiembre de 2022), como son el reconocimiento de la espiritualidad, la necesidad de garantizar la libertad religiosa, de conciencia y de culto, o la advertencia a no discriminar por motivos de creencia.
Sin embargo, el texto no escatima ni una sola tilde en sacar del baúl e insistir sobre temas sumamente sensibles para las iglesias evangélicas, que incluso fueron correctivos en respuesta a escándalos públicos que pusieron en jaque su imagen pública, como fue el vergonzoso caso de corrupción que comprometió al obispo Eduardo Durán y su familia, hecho a partir del cual se promovió un amplio debate sobre la necesidad de que las iglesias declaren sus ingresos.
Me refiero específicamente a tres puntos que aparecen en el texto, y que detallo a continuación.
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El punto 1 inciso f del documento, presenta como uno de los elementos fundamentales de la libertad religiosa la objeción de conciencia tanto de personas naturales como de «entidades jurídicas de tendencia con idearios éticos, filosóficos, morales, religiosos, esenciales a su identidad». Sabemos que en Chile existe un extenso debate sobre la cuestión de la objeción de conciencia institucional, especialmente en referencia a la despenalización del aborto en tres causales. De alguna manera, esto también impacta sobre el modo en que las instituciones religiosas apelan a dicho concepto, en términos de políticas públicas. Sin embargo, en el caso específico de las religiones existen otras particularidades y problemáticas a considerar, especialmente referidas al tema de la «institucionalidad».
Concretamente, ¿qué tipo de relación y representatividad real existe entre las personerías jurídicas religiosas y el resto de la comunidad creyente que estas pretenden representar? Muchos líderes y pastores apelan a la idea de «objeción de conciencia institucional» para oponerse a ciertos temas «en nombre de la religión/iglesia» o incluso de la vulneración de la libertad religiosa. Sin duda, esto puede ser aplicado a cuerpos institucionales jurídicos pero no a toda la iglesia o denominación como expresión religiosa identitaria. Dentro del campo evangélico y protestante, así como existen sectores en contra de la despenalización del aborto, también hay quienes sí acuerdan y hasta militan por la causa desde su fe. Por ello, ¿puede una entidad religiosa apelar a una objeción de conciencia institucional en representación de una identidad religiosa, la cual es sumamente plural en términos de posicionamiento, incluso internamente?
Más allá de que puede recurrirse a dicha figura en términos legales —ya que la jurisprudencia chilena lo permite —, no se puede atribuir dicho posicionamiento, por ejemplo, a «las iglesias evangélicas» como un todo. Por esta razón, la objeción de conciencia institucional no debería formar parte de un documento que trate sobre libertad religiosa, ya que, si alguna personería jurídica religiosa desea apelar a dicha objeción, debería hacerlo en tanto entidad legal, pero no como representatividad de un colectivo religioso; en respeto, precisamente, a la libertad de conciencia de personas y sectores dentro de la misma identificación religiosa que no adscriben con dicha posición.
En otros términos, no existe un correlato entre identificación religiosa, institucionalidad jurídica y posicionamientos morales/políticos. Ni siquiera dentro de la Iglesia Católica, con su establecida configuración jerárquica, puede plantear semejante homogeneidad. En el caso de la aplicación de objeción de conciencia, la misma debe circunscribirse a la personería jurídica particular, en el marco de lo que la ley habilita en la materia. Pero la representación de un colectivo religioso en tanto identificación identitaria —sean evangélicos, católicos, judíos, musulmanes, bahai, o lo que sea— no puede ser circunscrita a un posicionamiento institucional particular, menos aun apelando a la libertad religiosa, ya que la misma también recae como derecho en grupos y personas pertenecientes a dichos colectivos que poseen un posicionamiento distinto o hasta contrario.
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El segundo aspecto controversial es el establecido en el punto 3, el cual afirma que «el Estado reconoce el derecho de los padres, tutores o curadores, en su caso, para transmitir sus creencias religiosas a sus hijos o pupilos». Sabemos que este punto se fundamenta en un conjunto de jurisprudencias internacionales sobre derechos humanos. Sin embargo, no se pueden obviar los debates de fondo en torno a él. Más aún, teniendo en cuenta cómo este elemento es constantemente instrumentalizado por sectores religiosos conservadores para oponerse a temas como educación sexual integral, inclusión de contenidos sobre género en currículas escolares o directamente legitimar la educación religiosa en establecimientos escolares desde una perspectiva conservadora (como lo mostró el reconocido caso de Sandra Pavez en Chile).
Este punto esquiva extensos debates en la materia, como es la responsabilidad pública del Estado en garantizar una formación integral, el cuestionamiento en torno a la objetivación de la niñez como «propiedad» de los padres o la vulneración del lugar de las niñeces como sujetos de Derecho, aspecto que también está legislado en tratados nacionales e internacionales. En otros términos, la inclusión de este tema dentro del articulado poco se relaciona con el derecho de los padres y madres en educar a sus hijos; más bien, se ubica como una herramienta de litigio para sectores religiosos en su oposición a agendas públicas más amplias, que chocan con idearios religiosos conservadores.
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El último elemento controversial es el que aparece en el punto 4, donde —permítanme decirlo así: descaradamente— se propone que «los templos, sus dependencias y lugares para el culto estarán exentos de toda clase de impuestos y contribuciones». Ya hemos mencionado el escándalo público en torno al obispo Durán, que sacó a la luz el abuso impúdico de un líder religioso que aprovechó la confianza de la iglesia que lideraba, hecho que demostró la vulneración de la integridad de muchísimas personas, por lo que el Estado tuvo que tomar riendas en el asunto. La presentación de este punto no sólo esconde bajo la alfombra dichas controversias —muy comunes de encontrar en entidades eclesiales—, sino también la resistencia de sectores eclesiales que pretenden ser respetadas como agentes de interés público para ciertos temas —como los debates de legislación jurídica—, pero se niegan a aceptar las reglas del juego que incumben a otros grupos de la sociedad civil, a la cual las iglesias y organizaciones religiosas pertenecen. En otros términos, vemos en este punto una intencionalidad de privilegio que procuran sectores religiosos conservadores frente a otras entidades que tienen la misma función y el mismo derecho, no sólo eludiendo la ley sino legitimando el abuso de poder de sus líderes en materia financiera.
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Finalmente, cabe destacar una ausencia importante en este articulado, en comparación con la propuesta anterior, como es la falta de mención al principio de «Estado laico». Otra vez, se pretende hablar de la legislación de la libertad religiosa (como menciona el punto 1, inciso e), sin establecer criterios claros sobre las condiciones institucionales necesarias, como es la separación entre Iglesia y Estado. Esto nuevamente evade una problemática muy presente en Chile, así como en otros países de la región: se resiste la profundización del concepto de laicidad, a partir de la falacia prejuiciosa de que éste representa un «Estado antirreligioso». Incluso, existen sectores cristianos que defienden la idea de que la falta de laicidad no conlleva en sí mismo un problema, en el caso de que el Estado «decida» seguir principios cristianos para sus políticas o que exista una afiliación cristiana mayoritaria en la sociedad. Estos elementos son sumamente cuestionables, desde todas las aristas.
En otros términos, una constitución que no plantee un régimen de laicidad —teniendo en cuenta el contexto de monopolio de las iglesias cristianas en el campo sociopolítico chileno, así como de su incidencia en el tratamiento de agendas públicas—, seguirá legitimando un contexto de privilegio y desigualdad, que legitima el monopolio de una sola voz (no sólo sobre otras creencias y religiones, sino sobre otras adscripciones identitarias) así como una instrumentalización de la libertad religiosa como derecho privado. Es decir, se promueve la contradicción del derecho individual de creer en el marco de una institucionalidad política que no es imparcial y que se demarcada —institucional y simbólicamente— en el privilegio de una expresión religiosa particular, como es la cristiana. Necesitamos laicidad real para que exista una legitimación de la libertad religiosa en el pleno sentido del término.
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En resumen, la propuesta de articulado presentado por la Mesa Ampliada UNE no sólo continúa perpetuando una visión sesgada de la libertad religiosa desde una perspectiva cristiano-céntrica, sino que instrumentaliza este derecho para otorgar herramientas jurídicas y políticas al activismo religioso conservador.