#Voces1973: Historietas, canciones y melenas
25.04.2023
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25.04.2023
Hasta septiembre, la sección de Opinión de CIPER comparte una serie de columnas con recuerdos y reflexiones de testigos vivenciales del Golpe de Estado de 1973 en Chile, con lo vivido en esos días por ello/as y su círculo cercano. Son reconstrucciones personales, que privilegian la memoria íntima y la descripción de una cotidianidad alterada, por sobre el análisis político o el recuento histórico. A cincuenta años del quiebre democrático en el país, CIPER contribuye así a darles diversidad y emoción a las voces de nuestra memoria social. [#Voces1973]
Nací a la vida política con la Marcha de la Patria Joven, en junio de 1964. Era niño, y mi padre presidía el partido Demócrata Cristiano en La Unión, donde hacía notables discursos en la plaza pública. El candidato Frei Montalva pasó muchas veces por nuestra casa.
La idea de un nuevo orden para el país parecía encender a mi familia y a muchos de los correligionarios que marcharon hasta Santiago y meses más tarde celebraron el triunfo. Se vivían tiempos de cambio, la ilusión de transformar el mundo en algo mejor: la «Revolución en libertad». Luego vinieron la reforma agraria, las expropiaciones y la chilenización del cobre (que Salvador Allende completó después, nacionalizando los minerales sin indemnizar a sus dueños). Para cuando llegamos a la Unidad Popular se vivían ya críticos momentos; la intolerancia a los cambios de quienes se sintieron amenazados se hizo patente.
Qué más puedo decir sobre ese período: la sociedad dividida, la violencia política desatada en las calles, el paro nacional de los camioneros y de los médicos, la ITT, el convocado «Nixonicidio» de Neruda. Y al fin el Golpe de Estado —primero en gestación, y luego materializado— hace cincuenta años, con los aviones de la FACh sobrevolando el Palacio de La Moneda para luego bombardearlo con el Presidente y sus colaboradores en su interior. A continuación, el suicidio del «Chicho», y la foto de su cuerpo portado por un grupo de bomberos por la puerta de calle Morandé.
La dictadura militar a continuación duró muchos años; muchos más de los que mi padre había imaginado. Su novedad estaba en que, a diferencia de otras tiranías en América Latina —todas ellas promovidas por los gringos y con cuartel general en las respectivas embajadas estadounidenses—, realizó una profunda transformación de la sociedad: Chile se movió desde el estadocentrismo —que hoy, en algún grado, se recupera— al mercadocentrismo; es decir, a esa enfermedad social que ahora se busca erradicar, llamada neoliberalismo o individualismo.
Fue una transformación que tras el 11 de septiembre de 1973 comenzamos a notar incluso en lo más banal: recuerdo que luego del Golpe recuperamos las importaciones de revistas mexicanas, las que durante la UP habían sido sustituidas por inolvidables personajes y dibujantes locales (el Jinete Fantasma, Mizomba el Intocable, el Capitán Júpiter, Mawa, Jimmy Tornado Salas). Toda aquella industria local del dibujo de historietas quebró, como tantas otras cuyos vestigios hoy se encuentran en el Persa Biobío: los discos de DICAP (cada vez más escasos), los televisores Bolocco, los repuestos para amplificadores y radios a tubo, los enlozados Cóndor; ejemplares de las revistas Ritmo, Life y El Pingüino (cuna, esta última, de grandes caricaturistas chilenos), así como de Ramona, de las Juventudes Comunistas. Muy de vez en cuando se encuentra hoy un ejemplar de una revista de humor horizontal popular entonces: La Chiva, con el alucinante «Lo Chamullo, un barrio como el suyo», pintado a cuatro manos por Pepe Huinca, Alberto Vivanco, Hervi y Palomo (adictos todos ellos a unas tazas de té que tomaban en un cuchitril frente a la vieja Plaza Italia). Recuerdo también una maravillosa colección de los siete enanitos de Blancanieves de treinta centímetros de altura, que cuando encontré compré para el jardín de la Paulina.
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Menuda dictadura, ¿eh? Yo había ingresado recién a la Universidad de Concepción, y mientras estaba de vacaciones de invierno en La Unión con mi amigo Lucho —vacaciones que se habían aplazado por huelgas estudiantiles varias— vino la tragedia. Mi padre me instaló su radio a pilas en el velador, y pude escuchar los bandos y las marchas militares. Más tarde salimos a la calle, antes del toque de queda, y recorrimos la plaza como era habitual. Poca gente. Frente al Hotel Consistorial, vecino a la iglesia católica, un jeep con jóvenes militares se había estacionado para platicar con entusiasmo con los hijos de los concesionarios. La dicha (la de ellos, claro) era mucha. Al vernos con nuestras melenas universitarias, nos advirtieron desde el otro lado de la calle que más valía que nos cortáramos el pelo.
Huimos del lugar. En casa, mi padre temía la llegada a La Unión de los mineros de Catamutún, la mina de carbón que estaba a medio camino de Valdivia por el camino viejo. Mi padre era abogado de los dueños de la mina, y era de la tesis que la dictadura se venía breve, y que pronto el gobierno de Chile sería puesto en las manos de la DC. Ahora veo con claridad que la amenaza de la llegada de los mineros no eran más que sus sentimientos de culpa.
Y ahora sí que tengo un bache en la memoria, porque no recuerdo bien cuánto tiempo pasó hasta que se reanudaron las clases (cuyo segundo semestre había empezado recién una semana antes del 11). Nosotros habíamos inscrito ramos y nos habíamos vuelto a hacer la cimarra al sur, invitados a una fiesta que no recuerdo si se materializó. Sí recuerdo bien nuestro regreso a un campus gris, vigilado por militares, con un curso que había reducido su matrícula en unos cien compañeros, de 300 a 200. Éramos menos, sin duda.
De ese primer semestre irregular de 1973, recuerdo mis conversaciones con Lutgarda Leiva, la asistente social del campus, cuando yo le argumentaba sobre la pobreza de mi padre para obtener educación gratuita y de calidad. También los intentos de reclutarnos que hacían los militantes del MIR, más arriba que yo en la carrera y entonces en control del Centro de Alumnos. Los jóvenes miristas de Concepción lucían unos mostachos gruesos e indisimulables, que les caían uno o dos centímetros a cada lado de las comisuras de los labios (como los del Evaristo Espina original en “La Oficina” del olvidado programa “A escape libre” de Televisión Nacional, y quien hubo de huir al exilio, dejando atrás a sus compañeros Alarcón y Ravani).
En la universidad, como se sabe, los del MIR estaban en su cuna. Por lo demás, la organización era creación de estudiantes de Medicina. Pero también estaban los democratacristianos, ovejas descarriadas que con similares propósitos de reclutamiento apesadumbraban mi conciencia. Unos y otros ya habían aprendido a «hacernos la biopsia» para detectar nuestras inclinaciones: el ambiente estudiantil era definitivamente politizado, e incluso el desinterés resultaba sospechoso.
En eso estábamos cuando se acabó el semestre, nos fuimos a La Unión y al regreso algo cambió a nuestro alrededor.
En el Concepción posterior al Golpe pudimos, sí, mantener nuestras largas cabelleras y seguir juntándonos en el Astoria los días sábados al mediodía. Era un ambiente más colorido que el promedio, y donde incluso podíamos fumar un buen huiro en los alrededores. Allí nada parecía haber cambiado demasiado. Pero se trataba de un micromundo dentro de la ciudad.
Como tantos chilenos, de todos los sectores y edades, mi padre nunca pensó que los militares se quedarían tanto tiempo. Eso me lo iba a confesar tres años más tarde en su lecho de moribundo, en el pensionado del Hospital Doctor Sótero del Río. Si bien, como democratacristiano que era, en su momento justificó el Golpe de Estado —no veía otra salida para la trágica situación del país, me decía—, no quiso irse sin que yo supiera que finalmente estaba conmigo, que a esas alturas ya me había transformado en un furibundo opositor al régimen, reservando una buena parte de mi vida a conspirar. Al momento de su muerte en 1976 llevaba dos años sin fumar, pero el cáncer del pulmón igual lo alcanzó y transformó su historia en recuerdos. Confieso que su cariñosa y considerada declaración de cierre igual me generó un vacío cuya herida tardó años en cicatrizar; la de las conversaciones que no alcanzamos a tener.
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Mientras éramos estudiantes le hicimos frente a la dictadura en medio del «apagón cultural»; que, al decir de algunos, quizás nunca fue tal, pero nos daba una buena excusa para convertirnos en improvisados productores sin fines de lucro. Promovíamos cultura llevando a Concepción a grupos de música que empezaban a poblar el escenario, algo de Canto Nuevo (y un poco también del viejo). Trabamos amistad con el grupo Congreso, cuyo disco Terra Incógnita se había editado a fines del ‘75 y nos había sorprendido en medio de la depresión colectiva. Todavía recuerdo cómo bailábamos “Quenita y Violín” en el Aula Magna, al costado de la catedral. Ése sigue siendo para mí un disco maravilloso.
Nos apadrinaban por aquellos entonces el gran don Guillermo Chandía, director espléndido del diario vespertino La Crónica, y el formidable Hernán Miller, subdirector de la Radio Universidad de Concepción, donde pinchábamos discos al tiempo que despotricábamos contra la sociedad de consumo. En ese sentido sí que éramos unos adelantados, y lográbamos conectar las razones de los hippies con la resistencia a la transformación neoliberal. Los sábados en la noche trabajábamos para la discoteca del Hotel Cruz del Sur, donde nos pagaban en cash por nuestros servicios de cuidado de adolescentes que bailaban la funky-music de Wild Cherry y luego volvían a casa con los compases de «El mono relojero» que ponía término a la andanada. En ese mismo recinto fue la jam-session con Stone Aliance —Grossman, Perla y Alias—, músicos del Bitches Brew, de Miles Davis. La visita de estos muchachos fue un remezón de gran magnitud para la música en la Octava Región. Quedamos «peinados para atrás».
Esos éramos los hippies: diversificados, como se puede apreciar, y por aquel entonces además amigos de los comunistas, pues teníamos un enemigo común. Aquella tesis de Patricia Politzer de que éramos unos «pájaros raros» —así llamó la periodista a Los Jaivas en una entrevista para revista Ramona, un ejemplar de 1973 con una cajetilla Hilton en la portada, que encontré en el Persa— había sido puesta en cuestión una vez interrumpido por el Golpe el proceso revolucionario al cual se nos convocaba. Mientras tanto vivíamos paranoicos en un mundo de noticias de crímenes políticos perpetrados por el Estado y de los más horrorosos atropellos a los derechos humanos, de los que en verdad nadie podía confesarse ignorante. Los de Conce conocimos muy precozmente de la colaboración de Colonia Dignidad en la materia, gracias al caso de amigos muy cercanos e historias de amor que se desvanecían en el aire al medio de raptos y torturas. Cuando Pedro fue devuelto por sus torturadores a la vida civil y a los brazos de Mabel, que en su momento había seguido a sus raptores hasta el portón de la Colonia, la orden del día fue cruzarse por las calles con él con disimulo y saludar desde lejos, para no ampliar la base de datos de la CNI.
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Hasta que recuperamos la democracia. Se abrió un camino y la oposición formal al gobierno —con dedos apuntando, mediante— decidió tomarlo. Pinochet creía que seguía; se lo decían unas encuestas que él mismo encargaba. Pero, dígame usted, ¿quién le habría dicho otra cosa al dictador? Y vino la mentada transición que hoy se critica, como si hubiera sido posible hacer otra cosa en medio de pinocheques —abierto robo de la familia del dictador— y «ejercicios de enlace». Caminábamos con pies de plomo. Lo supimos muy claramente los que estábamos en el sector de la salud, que nos demoramos unos cinco o seis años en atrevernos a plantear la necesidad de recuperar nuestro sistema de seguridad social, no obstante lo teníamos claro desde el primer día.
Ha pasado tanta agua bajo el puente. Ya estamos viejos y salimos de nuestros sarcófagos de vez en cuando y damos unos pasitos enclenques, como la momia egipcia, para concurrir a contar nuestro relato.