«Ecosistemas boscosos» como un nuevo trato ecológico
25.04.2023
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25.04.2023
«Es necesario resolver la relación ambivalente entre aquellas valoraciones que reconocen la importancia de la biodiversidad y la complejidad ecológica, así como su valor cultural y estético, y aquellas otras que, influenciadas por una visión materialista, valoran al ‘bosque’ principalmente en términos económicos.» Una opinión y propuesta en columna para CIPER de parte del director ejecutivo de CONAF.
En el debate posmoderno, el término esquizofrenia suele ser utilizado para describir sociedades con hábitos mentales internamente conflictivos y contradictorios, tendientes a la fragmentación y descomposición de las estructuras tradicionales, a la generación de dilemas de representatividad, y a la pérdida de sentido y coherencia, tanto individual como colectiva. Así, la esquizofrenia social se manifiesta, entre otras múltiples formas, en un desorden lingüístico que impide formar significados estables en el tiempo. Una manifestación de esta concepción intelectual, que adquiere relevancia crucial en una sociedad materialista como la actual, es la concepción que recae sobre la idea de bosque. Ello pues estos representan una fuente de bienes y servicios —como lo son la provisión de madera, agua y la regulación del clima—, pero también la conservación de la biodiversidad. Así, el concepto «bosque» refleja diferentes realidades que generan tensión y conflicto entre las personas e instituciones; desequilibrio que, entre otras múltiples razones, podría deberse a la simplificación del que ha sido objeto en el ordenamiento jurídico chileno, donde «bosque» se entiende, independientemente de su complejidad ecológica, como cualquier área de tierra cubierta de árboles.
Si bien tal simplismo permite incorporar una visión del bosque como proveedor de bienes y servicios, también admite cuestionar su uso y manejo, al considerar que cualquier área con árboles es igual de valiosa que otra. Esta concepción simplista y ambivalente ha llevado a la degradación ambiental y social, que se manifiesta en una desconexión entre la valoración económica y la valoración ecológica, y que lleva consigo a la falta de gestión completa y valoración de su uso. Tal desconexión se manifiesta en la primacía de la lógica económica por sobre la ecológica. Como resultado, la biodiversidad y la conservación del medio ambiente son ideas valoradas o protegidas de manera inadecuada.
Por ejemplo, en el caso del bosques nativos, se reconoce su importancia mundial por la diversidad de las especies que lo componen, por su endemismo, su belleza escénica, etc.; pero a nivel local su valoración es limitada debido a la presión que la actividad silvoagropecuaria o la propia extracción de «recursos» sin criterios de sostenibilidad, cuestión que conduce inevitablemente a su degradación. En la misma línea, las plantaciones forestales son valoradas por su capacidad de satisfacer la creciente demanda de biomasa a nivel mundial, pero su impacto ambiental y social es cuestionado por las externalidades que genera como una fuente inagotable de madera, olvidándose aspectos ecosistémicos que son claves para mantener la producción.
Lo cierto es que el cambio climático y la biodiversidad también representan ideas con dilemas morales de valoración, y el compromiso (individual o colectivo) con éstas desafía la política pública en todas las escalas de representación. De esta manera, es necesario resolver la relación ambivalente entre aquellas valoraciones que reconocen la importancia de la biodiversidad y la complejidad ecológica, así como su valor cultural y estético, y aquellas otras que, influenciadas por una visión materialista, valoran al «bosque» principalmente en términos económicos.
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Para abordar la tarea de transformación hacia nuevos paradigmas es importante reconocer y cuestionar el materialismo idiosincrático que ha llevado a la simplificación y la mercantilización de las ideas. Actualmente, la representación simbólica del bosque en Chile, materializada en la norma [1], ha sufrido las consecuencias anteriormente señaladas, y tanto la sostenibilidad ambiental como la justicia social se han visto en detrimento. Es necesario, por lo tanto, una visión holística y justa de su valor, que implique incorporar la complejidad ecológica y reconocer el valor cultural, económico y estético del bosque, además de promover prácticas de gestión sostenible que permitan un beneficio en el largo plazo.
Una forma eficaz de lograr este objetivo sería la introducción del concepto «ecosistema boscoso» en el acuerdo social de la norma escrita. Este término —que parte de la idea de ecosistema como una unidad de la naturaleza donde se intercambia materia, energía e información como un todo [GASTÓ 1979]— puede entenderse de la siguiente forma: sistema complejo, compuesto tanto de elementos naturales (p. ej. plantas, animales, suelo, agua y aire) y culturales (p. ej. la idiosincrasia de los pueblos originarios o comunidades locales) que interactúan entre sí y son esenciales para la salud del planeta y la supervivencia de la humanidad. Al promover el uso del término «ecosistema boscoso», será posible fomentar una visión más íntegra de la relación entre las personas y la Naturaleza, lo que a su vez contribuye a la conservación y gestión sostenible de estos sistemas complejos en todas las escalas.
Esto implica valorar la biodiversidad y complejidad ecológica, reconocer su importancia cultural, social y económica, y promover prácticas sostenibles de uso y gestión de los ecosistemas. Por ejemplo, para la valoración de los ecosistemas boscosos en relación con los servicios ecosistémicos de provisión de agua o de captura de carbono, en caso de bosques nativos, se justifica la necesidad de emprender acciones para su manejo y restauración; y para el caso de las plantaciones forestales orientadas a la producción de biomasa, se hace necesario abordar la sustentabilidad de los sistemas de producción, ya que ambos tipos de ecosistemas boscosos son clave para enfrentar los desafíos que impone lucha contra el cambio climático y la pérdida de biodiversidad.
En definitiva, en una sociedad marcada por el materialismo, como es el caso de la chilena, es fundamental valorar los ecosistemas como fuentes de recursos económicos y proveedores de servicios ecosistémicos esenciales para la sociedad. Es necesario, asimismo, abordar su manejo de manera sostenible, y considerar la diversidad de valoraciones sociales para promover una gestión integrada y equilibrada en el contexto del antropoceno. El concepto de «ecosistema boscoso» es una alternativa adecuada y justa para lograr este objetivo, eliminando el doble vínculo que genera la idea de bosque y la valoración que recae sobre ellos, ya sea para el caso de los bosques nativos o las plantaciones. La introducción de tal concepto también tiene implicancias políticas, ya que la gestión y protección de éstos debe ser una responsabilidad compartida entre los diferentes actores sociales y económicos, incluyendo a los propietarios de tierras, las comunidades locales, el sector empresarial y el Estado. De esta manera, las políticas públicas, como los acuerdos para una ley para la prevención y control de incendios, o el fomento para la actividad forestal, deben enfocarse en la promoción de prácticas sostenibles de uso y gestión de los ecosistemas, con el objetivo de preservar la biodiversidad y garantizar la sostenibilidad de los bienes y servicios que los ecosistemas brindan a la sociedad.
[1] Ley 20283, con respecto a la definición de bosque: «Sitio poblado con formaciones vegetales en las que predominan árboles y que ocupa una superficie de por lo menos 5.000 metros cuadrados, con un ancho mínimo de 40 metros, con cobertura de copa arbórea que supere el 10% de dicha superficie total en condiciones áridas y semiáridas y el 25% en circunstancias más favorables.»