Hacia una nueva arquitectura de Estado social: redes de política pública y bienes colaterales
23.04.2023
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
23.04.2023
«En distintas propuestas de la Comisión Experta entregadas el jueves 30 de abril es posible identificar distintos principios, derechos y formulaciones de arquitectura política que permiten pensar en el diseño de un Estado social y democrático de derecho organizado en redes de política pública y bienes colaterales.» [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
La siguiente columna es parte de la serie “Monitor Constitucional”, desarrollada por el Centro de Estudios Públicos (CEP) para acompañar el proceso de debate sobre una nueva Constitución para Chile. Sus entregas son compartidas por CIPER-Opinión junto a publicaciones semanales de otros diversos autores y centros de investigación sobre el mismo tema.
La sola expresión «Estado social» y también aquella de «Estado de bienestar» despiertan, tanto en la izquierda como en la derecha, profundas y ambiguas emociones ancladas en experiencias históricas propias o vicarias, así como expectativas políticas luminosas de perfección igualitarista, por un lado, y sospechas apocalípticas de control estatal sobre la libertad individual, por otro. Cuando la discusión se formula al nivel de categorías ideales de este tipo, el resultado es la construcción de oposiciones políticas binarias que pueden permitir autoidentificación, pero que sobresimplifican la historia e impulsan un debate tras el cual acecha la hostilidad [KOSELLECK 2010]. Ello es lo que termina aislando a la política de las dinámicas sociales concretas.
En sociedades complejas modernas, sin embargo, existen formas de organización social que vinculan el ámbito público y el privado en la provisión de bienes de manera coordinada, combinando la autonomía de individuos y actores plurales con una necesaria visión de conjunto orientada a la reducción de diferencias. Esto es lo que las redes de política pública para la producción de bienes colaterales (público-privados) hace posible [WILLKE 2014]. Estas redes conectan una variedad de actores de distintos orígenes, intereses y alcance territorial (local, comunal, regional, nacional, incluso internacional) para contribuir a la producción de bienes de uso público. Al hacerlo, aprovechan descentralizadamente el conocimiento, la experiencia, las capacidades técnicas y financieras que existen en la sociedad de manera distribuida y las enfocan en la generación de bienes que, como consecuencia de su origen colaborativo, adoptan un carácter colateral orientado al bienestar.
En distintas propuestas de la Comisión Experta entregadas el jueves 30 de abril es posible identificar distintos principios, derechos y formulaciones de arquitectura política que permiten pensar en el diseño de un Estado social y democrático de derecho organizado en redes de política pública y bienes colaterales. En esta columna analizamos cómo aquellos elementos pueden contribuir a combinar las capacidades universales de la estatalidad con las potencialidades, experiencias e intereses parciales de individuos, agrupaciones y comunidades locales. Observamos también algunos riesgos que derivan de esta arquitectura.
Para desplegar este argumento, parto con una breve revisión histórica sobre la idea de bienestar social para mostrar que ella no es una iniciativa reciente, sino que ha sido desplegada desde antiguo en formas de organización política de la sociedad. Continúo con la explicación conceptual de las redes de política y los bienes colaterales, y luego observo cómo distintos principios, derechos y formulaciones de arquitectura política propuestos por la Comisión Experta pueden servir a este diseño.
La preocupación por el bienestar general de la sociedad no es una invención de la modernidad. En la tradición occidental aquella ha sido regularmente canalizada a través de la contribución de los individuos al grupo y de los grupos a la sociedad en general, así como también a través de la formación de estructuras sociopolíticas orientadas a la reducción de diferencias, como con el Estado social. Esto es, por ejemplo, lo que se observa cuando Aristóteles concibe la philia (amistad, amor) como principio de organización de la comunidad política. Lo mismo se aprecia en la expresión latina de la salus publica del Imperio Romano, con la connotación política de que la salus publica permite evitar la violencia interna.
En el Medioevo, las fórmulas cristianas de la caritas y la beneficientia desarrolladas por Aquino, la Evangelica paupertas franciscana, o la benevolentia y el consulendo (asistencia) así como la pietas en una variación protestante, estuvieron siempre asociadas a la experiencia en estamentos, gremios, corporaciones y asociaciones que realizaban acciones de bienestar público, aun previo a la existencia del Estado social moderno [RASSEM 2004].
En los inicios del período moderno, la preocupación por el body politic no solo se relacionaba a la protección de la vida a través del Estado, sino también a la salud del cuerpo político en términos de su interdependencia y organicidad. Desde el siglo XVII, también la felicitas podía contribuir a ello, por supuesto en tanto los estratos no privilegiados aceptaran que la felicidad no dependía del estatus.
De tal modo, cuando en el siglo XIX se había consolidado la idea de solidaridad en el Estado, eran ya innumerables las organizaciones sociales que contribuían al bienestar público. Incluso algunas comenzaron a adquirir carácter global, como la Cruz Roja, el Ejército de Salvación o Caritas. La introducción de la seguridad social por Bismarck a fines del siglo XIX fue entonces la confirmación de un proceso histórico que había partido mucho antes, así como el inicio formal del «derecho a la asistencia, cuando la buena voluntad de trabajo ya no puede más» [BISMARCK en RASSEM 2004, p. 632].
En Chile, además de las organizaciones religiosas, las mutuales, sociedades de socorro y cooperativas también hicieron su aparición en el siglo XIX. Este impulso continuó en el siglo XX con la «cuestión social» y después con los derechos humanos. Ellos hicieron ver la importancia de la construcción de estatalidad para una expansión universal de la institucionalidad social. Esto se reflejó en distintos momentos de la Constitución de 1925. Después, en el ámbito de la sociedad civil surgieron las ONG, espacios clave de sociabilidad y protección durante la dictadura. En la actualidad, diferentes organizaciones formales y cuasi formales, así como fundaciones nacionales e internacionales, están orientadas a lo público, muchas de ellas en sintonía con fines públicos estatales.
¿Habría que desconocer todos estos desarrollos semánticos e históricos para identificar hoy la responsabilidad por los bienes públicos exclusivamente con la provisión estatal? ¿Habría que renunciar a la exclusiva capacidad del Estado de tomar decisiones colectivas vinculantes y a sus esfuerzos universales de reducción de diferencias porque, en realidad, la sociedad se cuida privadamente a sí misma?
Al observar este breve recorrido histórico, parece difícil pensar que existiría algo esencial en los bienes que los clasificaría por anticipado como públicos o privados. En una sociedad compleja organizada en redes de múltiple alcance y nivel, la provisión de bienes tiene presupuestos tanto públicos y privados, desde el acto fundamental de goce de la propiedad privada que carece de sentido fuera de la protección del Estado de derecho, hasta el empleo de los avances científicos en inteligencia artificial para la eficiencia y modernización de las instituciones públicas [MASCAREÑO et al. 2023].
Es decir, en un Estado democrático de derecho, los agentes privados tienen plena libertad de asociación, producción y usufructo de los bienes que generan (sean o no de interés público). En un Estado social y democrático de derecho se agrega a lo anterior el deber estatal de proveer bienes que apunten a la satisfacción progresiva de derechos sociales. En un Estado organizados en redes de política pública se combinan la libertad individual de producción de bienes con la pretensión estatal de reducción de diferencias y bienestar universal a través de derechos sociales.
En tal sentido, los bienes que derivan de esta colaboración son, en último término, colaterales, público-privados; es decir, bienes que la política busca producir para reducir diferencias, pero que por sí sola no puede lograr porque carece de las capacidades técnicas o financieras necesarias para generarlo y mantenerlo [WILLKE 2016]. Se trata de bienes para los que «existe un interés público y cuya producción genera un balance de suma positiva, pero cuyo desarrollo no sucede espontáneamente en el mercado y tampoco pueden ser decretados autoritativamente por la política» [WILLKE 2014, p. 140]. En sociedades complejas esto puede ampliar las posibilidades de proveer bienes públicos, de universalizar derechos sociales y de reducir diferencias de modo generalizado.
De tal modo, la decisión sobre los bienes colaterales no es unilateral, sino que depende de la capacidad de deliberación y negociación entre actores públicos y privados sobre la forma en que ellos pueden desplegar colaborativa y coordinadamente formas de organización social de las cuales resulta la producción del bien a través de redes de política pública.
En su propuesta, la Comisión Experta no plantea directamente la formación de estas redes o de bienes colaterales para construir un Estado social y democrático de derecho [Capítulo 1], pero sí sienta los fundamentos en principios, derechos y arquitectura política que hacen posible pensar en este tipo de diseño para el caso chileno. Algunos de estos elementos son los siguientes:
•La sugerencia de provisión pública y privada en derechos sociales que hace la Comisión [Capítulo 1, art. 3 y otros] es clave para las redes de política pública. Sin embargo, es preciso manejar el riesgo de que cada agentes privados y públicos actúen de manera independiente. Las redes deben complementarse territorial y técnicamente. Esta es una tarea de coordinación social hacia una reducción de diferencias lo más homogénea posible es política; su fiscalización es deber primario [preferente] del Estado –sin perjuicio de la supervisión social que espacios comunitarios o locales puedan realizar.
•El desarrollo progresivo de los derechos sociales y la responsabilidad fiscal propuestas por la Comisión [Capítulo 1, art. 3] son también relevantes para la formación de redes de política en un Estado social. El desarrollo progresivo coincide con la formación paulatina de redes de política. Ellas no se despliegan de la noche a la mañana. Requieren de la construcción de lazos de confianza interpersonales e intergrupales que solo pueden derivar de experiencias positivas en la relación entre los agentes. Por su parte, la responsabilidad fiscal prescribe que este desarrollo progresivo debe ser sostenible en el tiempo. Ello puede permitir mantener a la red atenta a la rendición de cuentas ante la autoridad administrativa en el proceso de producción de bienes colaterales, y así evitar el riesgo de usos alternativos de los fondos públicos [malversación, corrupción].
•La adecuada autonomía de agrupaciones sociales es otro elemento importante indicado por la Comisión [Capítulo 1, art. 4, 2] en vistas a la formación de redes de política pública. Para estas es central que individuos y grupos gocen de esa autonomía para perseguir sus propios fines y resguardar su diversidad. Por esto, su acoplamiento con el Estado debe realizarse de manera suelta. Es decir, las redes de política pública no son estructuras corporativistas dependientes de la jerarquía estatal, sino mecanismos descentralizados que conectan agentes plurales [otro concepto empleado por la Comisión] de intereses diversos y les posibilitan actuar complementariamente. Para ello se requiere resguardar la autonomía de las agrupaciones sociales, aunque es preciso evitar el riesgo de una autonomía «inadecuada», es decir, aquella que compite con la legalidad del Estado de derecho, como lo hacen sectas, redes de corrupción, narcotráfico, etnonacionalismo. En tal sentido, adecuada autonomía debe significar libertad dentro del marco del derecho democráticamente instituido.
•El diálogo intercultural sugerido por la Comisión [Capítulo 1, art. 8, 2] es igualmente relevante para incorporar en el diseño de redes a actores indígenas. El diálogo intercultural no solo fomenta la comprensión mutua, sino la traducción en institucionalidad intercultural. Chile ha tenido experiencia en esto en el ámbito de la educación, la salud e incluso en el sistema judicial a través de la ratificación del Convenio 169. No cabe duda de que ese diálogo es clave para la resolución de los conflictos actuales, pero es además un elemento adicional para promover la interacción entre agentes indígenas y no indígenas, lo que hace crecer la confianza mutua y el cumplimiento de metas en las redes de política pública.
•Finalmente, los mecanismos de participación como los foros de deliberación ciudadana y las consultas regionales y comunales propuestas por la Comisión Experta [Capítulo 3, arts. 12 y 14] permiten la condensación de intereses entre actores locales. Si bien el rol central de intermediación de intereses lo juegan partidos políticos representativos, la agrupación de actores sobre la base de motivaciones comunes puede también ser base para la formación de redes de política pública, en especial a nivel local.
No es difícil pensar cómo todo ello puede contribuir a la construcción de un Estado social y democrático de derecho organizado en redes de política pública con producción de bienes colaterales; por ejemplo, en la integración de formación escolar y profesiones, de proyectos plurales de educación con una coherencia basal de conjunto, de redes en salud especialmente en espacios locales e interculturales. Las redes de política tienen la potencialidad de atraer experticias y recursos, pero también aspiraciones y experiencias particulares. Es decir, pueden coordinar procesos y a la vez impulsar la complementariedad entre una visión de conjunto y la subjetividad de individuos y grupos localmente situados, como en el cambio de siglo lo formuló el sociólogo Norbert Lechner [1999].
Lo anterior no se circunscribe al ámbito social, sino que se expande también al productivo. Recientemente el ministro de Hacienda, Mario Marcel, ha anunciado que la política nacional del litio será organizada en estos términos: «Se puede decir con total claridad a estas alturas que esa es una política de alianza público-privada, de asociación público-privada, de colaboración entre el sector público y el sector privado. No es ni una política de manejo estatal completo de las rentas del litio, ni va a ser una política de concesión al estilo de cualquier otra actividad minera» [MARCEL 2023]. Esta es exactamente la definición de un bien colateral producido en redes de política pública.
Bajo las condiciones actuales de alta interdependencia en la complejidad social, la construcción de un estado social y democrático de derecho no tiene que implicar un giro hacia la exclusividad estatal en la provisión de bienes públicos. La semántica histórica y la historia de las organizaciones orientadas al bienestar muestran que lo público no es propiedad privada del Estado.
Actualmente, las democracias liberales funcionan en redes de política pública que también provisionan bienes sociales en forma de bienes colaterales donde convergen agentes privados y públicos orientados hacia una reducción de diferencias sociales. En este juego de suma positiva, los agentes privados pueden alcanzar metas individuales en tanto contribuyan colateralmente al bienestar público, y los agentes públicos pueden cumplir con su deber atrayendo experticia, financiamiento y sensibilidad local a lo público.