La política criminal del espectáculo (o el espectáculo criminal de la política)
30.03.2023
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30.03.2023
En períodos de agitación pública, el concepto de «control del delito» puede responder a directrices no necesariamente eficaces, pero sí llamativas, efectistas y cómplices con la impunidad de quien lo ejerce, recuerda esta columna de opinión para CIPER que acude a una serie de ejemplos recientes y vigentes en Chile, de las reformas legales ahora en discusión parlamentaria a la demolición de «narcocasas» en horario prime.
Según los principios del viejo y buen Derecho Penal moderno, liberal y democrático —que, para el penalista español Silva Sánchez, «en realidad, nunca existió como tal», y que rara vez se ha implementado más allá de los manuales y tratados de la «dogmática penal» y en una que otra sentencia ejemplar—, la «política criminal» sería, por una parte, «la política jurídica en el ámbito de la justicia criminal», y por otra «la disciplina que estudia cuáles son los mecanismos más idóneos para hacer frente a una determinada criminalidad, desde un punto de vista preventivo y no sólo represivo». De ahí que el jurista alemán Von Liszt afirmaba que «la mejor política criminal es una buena política social».
Ya avanzado un buen trecho del siglo XXI podemos constatar que no existe nada similar a dicho diseño. Muy por el contrario, en vez de una política cuidadosa y científicamente diseñada para lograr efectos medibles en los diferentes ámbitos de la criminalidad y las diferentes formas de violencia social, lo que rige desde fines del siglo XX es la combinación del espectáculo represivo más sensacionalista con campañas destinadas a amplificar el miedo a la delincuencia y una respuesta pública que se basa exclusivamente en la ampliación de la cantidad de policías y empresas de seguridad, la creación permanente de nuevos tipos penales (a veces, como variaciones de los ya existentes), el aumento sostenido de las facultades policiales y el uso masivo de la privación de libertad. Nada de esto resulta nunca suficiente, pues ni las cifras récord de encarcelamiento satisfacen por completo las incesantes demandas de «mano dura» y reclamos contra la «puerta giratoria».
Se gobierna a través del miedo, y la única respuesta que se ofrece es el crecimiento de lo que el sociólogo noruego Nils Christie llamó «la industria del control de delito». El neoliberalismo en Chile ha operado como causa mediata del encarcelamiento masivo, dado que, por una parte, precariza y marginaliza a amplios sectores de la población, generando desigualdad y pobreza; y, por otra, ante el aumento real o supuesto de la delincuencia asociada a estos sectores, ofrece demagógicamente una ampliación cada vez mayor de la respuesta punitiva, utilizada como bandera de lucha que genera un aprovechamiento político y económico de la inseguridad [CUNEO 2018].
Todas estas son características del «modelo de control del delito» adoptado a partir de la contrarrevolución neoliberal de los 80; luego «teorizado» y radicalizado como la «política de tolerancia cero» promovida desde Estados Unidos, un país que en materia de control del crimen ya no parece tener muchas «buenas prácticas» que recomendar. En palabras de Antonio García-Pablos, existe una «confianza sin límites en los órganos estatales» encargados de castigar, y «las garantías se convierten en requisitos formales o burocráticos prescindibles» [2008, p. 604].
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Si es que hasta hace poco se pensaba que las políticas en materia penal y de seguridad pública eran distintas en los márgenes derecho e izquierdo del espectro político oficial, un año del gobierno progresista de Gabriel Boric y Apruebo Dignidad nos bastan para comprobar que las diferencias se han disipado al punto de hacerse casi indistinguibles.
El Estado chileno ha tenido una larga tradición de militarización de la policía y uso de instrumentos represivos concebidos como excepcionales pero que luego se vuelven permanentes. Si esto es así desde hace mucho tiempo, en los últimos tres años la situación se ha mostrado en todo su dinamismo, incrementando la legislación represiva, la administrativización de las restricciones a derechos fundamentales, y el gobierno a través de estados de excepción constitucional: luego del estado de catástrofe por la pandemia, se han seguido aplicando estados de emergencia en la zona del «conflicto mapuche» y también para hacer frente a la «crisis migratoria» en el norte del país. Se hace así más evidente que nunca que también acá «bajo la presión del paradigma del estado de excepción, es la totalidad de la vida político-constitucional de las sociedades occidentales la que comienza progresivamente a asumir una nueva forma, que quizá sólo hoy ha alcanzado su pleno desarrollo» [AGAMBEN 2005].
Esto no cambió significativamente desde que Gabriel Boric asumió la presidencia de Chile el 11 de marzo de 2022, quedando la «nueva izquierda» a cargo del Ministerio del Interior y Seguridad Pública, de la que dependen las policías. A los nuevos ocupantes de La Moneda los precedían años de haber estado en la oposición, defendiendo las posturas más progresistas y críticas en relación al avance de una agenda represiva en la cual varias veces terminaron tomando parte (por ejemplo, al aprobar en general la llamada «Ley Antibarricadas» en los meses inmediatamente posteriores al estallido social).
En el medio año de gobierno transcurrido entre su instalación y la dura derrota que sufrió la propuesta de Nueva Constitución por ellos apoyada, no se vieron pasos significativos hacia otra forma de concebir las políticas de seguridad pública. En vez de una muy anunciada reforma integral a las policías, los únicos cambios reales posteriores al estallido han sido una modificación parcial de los Protocolos para el Control del Orden Público y el reemplazo de las antiguas Fuerzas Especiales por las Unidades de Control de Orden Público (conocidas por la sigla COP [1]). Iniciado el gobierno de Boric, se mantuvo en su cargo de General Director de Carabineros a Ricardo Yañez, que era quien estaba encargado de la Dirección Nacional de Orden y Seguridad durante la brutal represión de la revuelta del 2019; y luego se anunció una modificación de los requisitos para ingresar a Carabineros: ahora podrán hacerlo personas más bajas, con tatuajes, pie plano o carieS.
A fines de agosto de 2022, la Corte Marcial dejó en libertad al general Ricardo Martínez, comandante en jefe del Ejército durante la rebelión de octubre del 2019, por un desfalco de $44 millones. Y si bien las decisiones del Excelentísimo tribunal son las de un poder estatal autónomo respecto de todo gobierno, no podemos olvidar que su tendencia objetiva a aplicar una «justicia de clase» ha determinado que el 4 de febrero del año en curso el exmilitar y exalcalde de Providencia, Cristián Labbé, fuera condenado por torturas a una pena de tres años, pero remitida por cumplimiento en libertad dada su avanzada edad (74 años). Dos días después, el mismo Tribunal Superior mantuvo las condenas al «cineasta» Nicolás López por abusos sexuales contra actrices, pero decidió que la pena impuesta estaba mal calculada y la rebajó a tres años y un día de «libertad vigilada intensiva».
Al día siguiente de la puesta en libertad judicial de Martínez fue detenido en un restaurante en Cañete el líder de la Coordinadora Arauco Malleco, Héctor Llaitul, y se le dejó en prisión preventiva en base a figuras de la Ley de Seguridad del Estado; totalmente validada por la nueva administración, en un continuum tal que bastó con ampliar querellas presentadas por el gobierno anterior para poder seguir usando este Derecho penal político dando señales de Ley y Orden. De hecho, al pedir su prisión preventiva, el abogado del gobierno señaló que Llaitul era un líder que «ha perdido el rumbo», y que con sus llamamientos a combatir por las armas el capitalismo depredador de las empresas forestales «no se ha dado cuenta del daño que está generando a su mismo pueblo».
Cabe señalar que el programa de gobierno de Boric decía: «Impulsaremos leyes que reconozcan el derecho a manifestarse y la derogación de leyes represivas, tales como las normas que regulan el control de identidad preventivo, la ley antibarricadas y la Ley de Seguridad del Estado» [transcribimos los énfasis tal cómo aparecen]. En otro plano, también pudimos ver cómo se aprobaba el polémico TPP11 por un gobierno en que abundaban antiguos activistas en contra del mismo tratado. Así y todo, el tímido aunque significativo gesto de la concesión de trece indultos (a «presos de la revuelta» y el ex FPMR Jorge Mateluna) fue exitosamente aprovechado por la oposición de derecha como una demostración típica de la «mano blanda» de los progres e izquierdistas en general, ocultando el hecho de que amnistías e indultos han sido siempre facultades constitucionales y legales ampliamente utilizadas por distintos gobiernos en Chile y el mundo [2].
Lo más dramático es que a pesar de las notorias volteretas y moderación creciente del programa de gobierno original, una vez agotado el «ciclo de la revuelta» y derrotado por amplia mayoría el primer proyecto de Nueva Constitución, las demandas del populismo penal lejos de calmarse se han incrementado a niveles que no se habían visto anteriormente, ni siquiera en los viejos tiempos noventeros de las campañas del terror que propagaba sistemáticamente la Fundación Paz Ciudadana por todos los medios posibles: spots de radio y TV, revistas especiales para público infantil, entre otros medios de intervención [más en RAMOS y GUZMÁN 2000].
Los motivos de esta avalancha de demandas por mayor seguridad y «mano dura» son varios, y se potencian entre sí: agotamiento social posrevuelta y fracaso constituyente, crisis económica y migratoria, nuevas formas de criminalidad, efectos de mediano y largo plazo de la pandemia y las medidas restrictivas adoptadas ante ella, encarecimiento sostenido de la vida, debilitamiento del espacio público, etc. Hasta ahora, quienes han aprovechado esta situación son, por una parte, las policías, que tres o cuatro años atrás tuvieron el mínimo histórico de aprobación a causa de las masivas violaciones de derechos humanos en que incurrieron durante la represión de la revuelta, y que poco antes de eso se habían visto envueltas en graves delitos de corrupción como el «pacogate». Baste tener en cuenta que al menos dos ex generales directores de Carabineros han estado en prisión preventiva (Gustavo González y Bruno Villalobos), y que durante 2021 Héctor Espinosa (director general de la PDI entre junio de 2015 y junio de 2021; es decir, durante todo el «estallido») fue formalizado y dejado en «prisión preventiva» por el desvío de $146 millones en gastos reservados.
Pero, y tal como en su momento lo anunció el general Rozas, el miedo a la delincuencia hizo que en unos pocos años la población volviera a tener en alta estima a la institución uniformada (así lo revelan sucesivas encuestas). Este apoyo se ha incrementado aún más luego de la muerte de varios policías en actos de servicio, y, como era de esperar, pocos días después de que la senadora Fabiola Campillai fuera objeto de una furiosa y orquestada campaña destinada a poner en duda el estado de ceguera en que quedó como producto del lanzamiento de una bomba lacrimógena. Así, ya se afirma sin tapujos que «si hubo violaciones a los derechos humanos fue porque [los carabineros] no tenían cómo defenderse», en palabras de Evelyn Matthei, la política mejor evaluada de Chile según CADEM.
El General Director Yañez —que hasta ahora se había negado en varias ocasiones a declarar como imputado por la represión del estallido, y que finalmente fue a declarar ante la Fiscalía el lunes 27 de marzo aunque haciendo uso de su derecho a guardar silencio—, aprovechando este nuevo clima habló duro para presionar en el Congreso iniciativas legales que tienden a otorgar «mayor protección» al trabajo de las policías [ver «Actuar de Carabineros y ordenamiento jurídico», en CIPER Opinión 16.03.2023]:
Ya basta, ya basta. Si queremos tener un país seguro, si queremos vivir en paz, entreguemos las condiciones, entreguemos las herramientas y trabajemos en conjunto por que las normativas, las leyes, tengan y entreguen las herramientas suficientes para que el carabinero salga a trabajar con tranquilidad y pueda tener la certeza de que lo que va a hacer no va a ser cuestionado, ni por el Ministerio Público ni por las autoridades, ni por nadie.
La agenda —impuesta, más que por Yañez, por la propia realidad de la muerte de carabineros en funciones, siendo la más reciente la sargenta Rita Olivares mientras participaba de un procedimiento policial en Quilpué— ha determinado que finalmente todos los partidos con representación parlamentaria privilegiaran en estos días, en lugar de su «semana distrital», la discusión urgente de la enésima «agenda de seguridad» con que hoy se cuenta, y que incluye varios proyectos de ley que pretenden aumentar más aún las «protecciones» legales adicionales con que cuentan las policías cuando sus funcionarios son víctimas de algunos delitos, además de suministrar un considerable trato privilegiado para cuando los mismos funcionarios sean imputados por cometer delitos en cumplimiento de sus funciones.
Ya desde la Ley 20.064 del año 2005 el homicidio de policías se sanciona con una pena que parte en presidio mayor en grado máximo (15 años y un día, a 20 años) y alcanza al presidio perpetuo calificado. Cuesta imaginar cómo se podrían «aumentar» aún más las penas ahora, dejando el escenario en bandeja para la aparición de figuras del espectáculo que opten abiertamente por una «solución final» en el campo de batalla de la política criminal, colgándose la estrella de sheriff y haciendo campaña por reponer la pena de muerte. Sin llegar a eso, la agenda actual «avanza» en sancionar a quienes agredan a policías aunque no estén «en ejercicio de sus funciones», sino también «en razón de su cargo o con motivo de sus funciones».
Otros aspectos de este «paquete legislativo» parecen realmente asombrosos. Cito tres extractos del programa de doce puntos que contempla el Boletín 15470-25 o «Ley sargento Retamal», refundida esta semana legislativa con la «Ley Naín» y aprobada por amplia mayoría en la Cámara de Diputados el 29 de marzo, mismo día en que se conmemora el asesinato policial de los hermanos adolescentes Rafael y Eduardo Vergara Toledo en 1985:
•Amplía el catálogo de medios armados de actuación y defensa que Carabineros y la Policía de Investigaciones pueden emplear: para ello modifica la Ley Orgánica de Carabineros y la de la Policía de Investigaciones facultándolos para el uso de armamento automático, de repetición y aparatos de corriente inmovilizadores («taser eléctrico») con el objeto de ser empleados para repeler ataques contra sí o contra civiles.
•Establece una presunción de racionalidad en el medio empleado cuando el funcionario policial o de Gendarmería repele un ataque haciendo uso de su arma de fuego institucional: estableciendo esta presunción de la racionalidad del medio empleado al haber hecho uso del arma de fuego para defenderse se entiende que el funcionario ha actuado en legítima defensa incluso en aquellos casos en que haya recibido un ataque con un medio de menos entidad, como un arma blanca u otras. Esto reafirma la superioridad de fuerza con que todo funcionario policial o de Gendarmería debe contar para repeler una agresión en su contra o de terceros.
•Estrechamente relacionado con lo anterior, se dispone que se presumirá legalmente que concurre la eximente de responsabilidad penal de obrar en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, autoridad, oficio o cargo; tratándose de acciones constitutivas de procedimientos estrictamente policiales por parte de funcionarios de Carabineros de Chile y de la Policía de Investigaciones de Chile.
En síntesis, se refuerza la militarización de la policía mediante el suministro de mayor armamento y se entregan mecanismos claves tendientes a desresponsabilizar penalmente a sus funcionarios por acciones delictivas que estos cometan en ejercicio de funciones, aunque se aparten de la normativa y la «lex artis» de su profesión u oficio, de las normas sobre legítima defensa, y de toda la regulación internacional y nacional relativa al uso legítimo de la fuerza: ante cualquier resultado fatal, la «carga de la prueba» favorecería la impunidad de los agentes del Estado.
Una reforma legal de este carácter no sólo consolida un verdadero «Estado policial» y legaliza el gatillo fácil: viene a coronar y dar un paso adelante respecto a los niveles de impunidad ya conseguidos por la actuación manifiestamente ilegal de la policía y el Ejército durante la rebelión del 2019.
Considerando el contexto y todo el proceso que nos trajo hasta acá, no sorprende que en medio del mayor recrudecimiento del espectáculo del combate al crimen, ciertos actores terminen «robándose el show»: algunos con escaso éxito hasta ahora, como Gaspar Rivas, presidente de los socialpatriotas ahora reciclado en diputado del PDG, y quien gusta de presentarse como «el Bukele chileno»; pero otros tremendamente exitosos, como está siendo el caso del alcalde de La Florida, Rodolfo Carter, con el espectáculo de las demoliciones de «narcocasas».
En este ejemplo hemos llegado en cierta forma al momento peak de la política criminal actual: una autoridad aparece justo a tiempo con el horario de mayor sintonía en todos los matinales mostrando en vivo su firmeza lapidaria con el delito que agobia a los vecinos bajo su tutela. Aquello de las narcocasas es concepto algo curioso, puesto que hasta ahora no se lo ha definido de manera clara (¿son lugares de habitación de narcotraficantes o de producción de droga?; ¿se demuele una vivienda completa o sólo una parte de ésta?; ¿es la sede central de una organización criminal o apenas una sucursal?). Uno de los primeros emuladores de Carter, el alcalde de Calama, de hecho ha modificado levemente la idea al anunciar que va a demoler «sin misericordia» las «casas-droga».
Por varias razones, esta iniciativa está siendo totalmente exitosa. Tanto, que hasta el académico Luis Cordero, actual Ministro de Justicia, salió a decir que la medida le parecía «ingeniosa», aunque desconocía el detalle técnico/jurídico de lo que estaba implementado el municipio de La Florida. Finalmente, se supo que las llamadas «narco-casas» son distintos domicilios señalados en un amplio listado de direcciones «asociadas a investigaciones vigentes» sobre Ley de Drogas. Ese listado puede ser bastante amplio, y no necesariamente indica que en cada una de esas direcciones existan puntos de venta o almacenaje de drogas. De hecho, en la cuarta demolición efectuada, un grupo de vecinos se resistía a la medida señalándole al propio Carter que, en ese caso particular, se estaban equivocando de lugar; lo cual es perfectamente posible.
Pero nada de eso importa, pues en el espectáculo del control del delito lo que domina son los gestos, y eso ya se sabía desde hace décadas. La real innovación de Carter se da en otro terreno: en la hábil manipulación de las emociones populares que genera el hecho de ver a un «rostro» de la política-espectáculo que no vacila en compararse con estrellas de Hollywood como el actor Tom Cruise, vistiendo chaleco antibalas y tomando medidas concretas de «abolición» de un símbolo del crimen organizado en el corazón mismo de la población. Es lo más parecido que tenemos por ahora en Chile a esas películas gringas en que finalmente el Presidente de la república demuestra ser el héroe, subiéndose a un avión u otra nave, salvando a la patria, la nación y/o la humanidad en el lacrimógeno y esperanzador final feliz.
Existen severas dudas acerca de que, en términos de desarticulación real del narcotráfico, estos rituales televisivos tengan mucha relevancia. Pero como ocurre siempre con los innovadores exitosos, el desprecio o poco respeto por los medios lícitos importa bastante poco, en la medida que se consigan los fines culturales que todos desean; en este caso, la valiosa y añorada «sensación de seguridad», que tal vez nunca existió, pero cuyas ansias conectan directamente con el deseo de las masas hacia las gesticulaciones y maniobras de un nuevo líder populista.
El caso del alcalde Carter podría servir de ilustración ejemplar de una de las tendencias que García-Pablos señala como rasgo esencial del «modelo de la seguridad ciudadana»: el «populismo y politización partidista» que «empobrece el contenido de las decisiones al marginar a los expertos, pero conecta directamente a los gobernantes con las demandas populares, lo que les permite cosechar valiosos créditos políticos en su desaforada carrera por demostrar quién es menos transigente con el crimen» [Ibid. p. 602].
Como constataba Guy Debord en La sociedad del espectáculo (1967), «el momento actual es ya el de la autodestrucción del medio urbano». La anticiudad del capitalismo neoliberal avanza devorándose a sí misma.
[1] Una de las razones del cambio de nombre es que desde el Alto Mando señalaron que a ellos no les gusta la palabra represión, porque suena «demasiado fuerte». Me refiero a esto en «La violencia del orden. Sobre la represión estatal y el ‘estallido social’ en Chile», en: ZARZURI, R. (coord.), Violencias y contraviolencias. Vivencias y reflexiones sobre la revuelta de octubre en Chile (Santiago: LOM, 2022).
[2] Para el caso chileno se pueden consultar varios trabajos de Elizabeth Lira y Brian Loveman: los dos volúmenes de Poder judicial y conflictos políticos, Las suaves cenizas del olvido, Las ardientes cenizas del olvido, y Leyes de reconciliación en Chile: Amnistías, indultos y reparaciones 1819-1999.