«Bajarse del árbol»: superar la política como entretención
10.03.2023
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10.03.2023
Ha sido rasgo del actual gobierno —que en estos días celebra su primer año de instalación entre las dificultades derivadas del rechazo a su proyecto de reforma tributaria— una presencia en redes sociales y la amplificación de su cercanía ciudadana que se funde con la tendencia contemporánea a una frivolización de la política, sin importar sector, advierte el autor de esta columna para CIPER: «“Bajarse del árbol” es entender que esa conducta flexible y estéticamente transgresora frente a las cámaras no ha evitado su deliberada sumisión frente a las presiones y exigencias de los poderes fácticos.»
El comentario político rápido, parcial y amplificado de parte de nuestras autoridades es un hábito nocivo que peligrosamente se ha normalizado. Su único criterio de orientación es el deseo por acaparar la atención de las redes sociales y los grandes medios. Aunque es el expresidente Sebastián Piñera quien puso de moda este particular estilo —que, dicho sea de paso, ha terminado por desperfilar la más importante magistratura del país—, su sucesor, Gabriel Boric, también se ha dado licencia en tan vulgar oficio.
Es llamativo que una clase dirigente que ha defendido con furibunda pasión el presidencialismo, en la práctica lo cuide tan poco. Tal vez esto se debe a que los controles ciudadanos sobre la función pública ahora dependen más de la simpatía del gobernante y de la retórica de unos eslóganes vacíos que de su real capacidad ejecutiva en las labores para las cuales ha sido electo. Como sea, estamos ante otro síntoma de una bancarrota ética que afecta a la sociedad chilena en su conjunto, resultado de la penetración, capilar y silenciosa, de las lógicas neoliberales, a estas alturas convertidas en la forma más natural del comportamiento cotidiano, volviéndose imperceptibles.
En ese sentido, la derecha y la izquierda en Chile han demostrado regirse por los mismos parámetros. Hay mucho de frivolidad cultural. En estos nuevos tiempos convulsos se marginan los discursos críticos, incómodos para los fines de la política como espectáculo. Es que los partidos tradicionales —al parecer, también los nuevos— ya no necesitan de grandes estadistas, dirigentes ni intelectuales orgánicos (como les llamaba Antonio Gramsci), sino que de estrategias televisivas para la formación de atractivas figuras que actúen de forma similar a los rostros de la farándula o a los denominados influencers.
Presidentes y parlamentarios asiduos a los matinales, que hacen muecas y guiños a la cámara y que, en nombre de su buen sentido del humor, se permiten payasadas frente a la galería, son manifestaciones del pobre estándar que rige la conducta del líder contemporáneo en nuestro país. Las consultoras de comunicación estratégica (ligadas a los partidos) que gestionan la imagen de estas figuras hacen su negocio tras bambalinas, y el objetivo después de todo se cumple: mejorar los rendimientos electorales y la aprobación ciudadana vía encuestas. La representación democrática ahora es una comedia, pues la transformación, en su sentido más trágico, fue herida de muerte por una visión conservadora que reduce el rol de las instituciones y de la política a la defensa del statu quo.
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Herbert Marcuse llamaba «desublimación represiva» al fenómeno que en los años 60 caracterizaba a las sociedades del capitalismo industrial avanzado. Se trata de un relajamiento de la conducta, producto de la disipación de los mecanismos reguladores de la conciencia y sus exigencias morales; que aparentemente favorece una mayor libertad del individuo pero que, sin embargo, es funcional a la dominación. Por ejemplo, la alta concentración de energía erótica en torno a las prácticas sexuales era, para Marcuse, la pieza clave de esta desublimación —bastaría escuchar un poco de música urbana, piensa uno hoy—, pues ella dinamiza libertades satisfactorias que nutren el hedonismo de la sociedad de consumo, el cual le exige a la política entretención y estímulos visuales como los de cualquier mercancía.
Cuando la actividad política es atrapada por tal derrotero, y, en vez de resistirse, opta por adaptarse a él, adquiere rasgos completamente nihilistas. Esto explica el vínculo utilitario de muchos militantes con partidos políticos que devienen empresas de gobierno, en los cuales no se busca tanto un proyecto de sociedad, ni siquiera un programa, sino que ante todo oportunidades de desarrollo profesional y laboral en el mercado del servicio público, donde las «lealtades ideológicas» cabalgan sobre el instrumento de la remuneración y la prebenda. De ahí que la diferencia entre derecha e izquierda que esté dada por un clivaje populista (pueblo vs. élite) no resuelve este problema de fondo, porque hoy ambas tendencias brotan del mismo rizoma.
Solo si analizamos el neoliberalismo por el lado de las multiplicidades, y no tanto de las causalidades jerárquicas, podremos descubrir que la metáfora del árbol en la campaña de Boric evoca un modelo completamente anacrónico si es que se quiere emplearlo para diseñar una política transformadora. La propia experiencia de su gobierno ha demostrado que estar en la cúspide de la pirámide estatal no es suficiente para socavar las bases del neoliberalismo. Tal vez lo que necesita el Presidente, antes que cambiar su gabinete, es bajarse del árbol; de ese árbol que a él y a la izquierda de Apruebo Dignidad les ha impedido ver el bosque.
Bajarse del árbol es entender que su conducta flexible y estéticamente transgresora frente a las cámaras, ciertamente novedosa en comparación a la sobriedad de otros presidentes, no ha evitado su deliberada sumisión frente a las presiones y exigencias de los poderes fácticos. Dicho de otro modo: la rebeldía sentimental del Presidente —incluso su tierna y conmovedora imagen mostrando el oso de peluche que le fue obsequiado durante una ceremonia— en nada altera el statu quo neoliberal, lo cual ha quedado en evidencia al darles continuidad a muchas iniciativas planteadas por el gobierno anterior, como la ley de infraestructura crítica o la renovación permanente del Estado de excepción en el sur que padecen centenares de niños y niñas en las comunidades del pueblo mapuche.
La capacidad explicativa de algunos conceptos puestos en desuso por las nuevas modas intelectuales nos ha privado de una analítica del poder que se haga cargo de la conjunción micropolítica entre economía y cultura (habitualmente escindidas), así como entre política y lenguaje. Restituir el ethos crítico implica enfrentarnos a los reduccionismos, de izquierda y de derecha, que consideran estas prácticas como asuntos de poca importancia, mientras el mercado, actuando como agente organizador y regulador de las conductas, cristaliza una peligrosa alianza de la política con el márketing y la gestión a través de las comunicaciones.
Puesto que la política es una técnica que consiste en la disputa por el poder, la dimensión discursiva del enfrentamiento —entendiendo por «discurso» imaginarios y prácticas sociales— adquiere una centralidad estratégica. En efecto, lo que hoy vemos en la izquierda gobernante no es una disputa que altere el sentido común neoliberal, sino que más bien una tendencia a su reproducción.