Designación del fiscal nacional: una disputa de la élite
05.01.2023
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05.01.2023
Al encendido debate sobre las dificultades que ha tenido el nombramiento definitivo de un fiscal nacional, un doctor en Derecho aporta en esta columna para CIPER un nuevo eje de consideración: «La cuestión central, a mi juicio, es que la designación del fiscal nacional se hace tan radicalmente importante por la forma piramidal que tiene la Fiscalía. En ese diseño, si se controla la cúspide, se controla al órgano completo. Si la figura del fiscal nacional no fuera tan trascendente para el resguardo de intereses, ningún parlamentario se desviviría por su designación».
Una teleserie llena de actos impúdicos carentes de pudor. Así ha calificado el proceso de designación del Fiscal Nacional del Ministerio Público el destacado académico Mauricio Duce en este mismo medio [ver «La pérdida de pudor institucional: reflexiones sobre el proceso de elección del fiscal nacional», en CIPER-Opinión 29.12.2022]. Estoy de acuerdo con el profesor Duce en la descripción que hace del proceso. Pero disiento de él en la explicación que ofrece para esta telenovela y en las medidas correctivas que al respecto podrían adoptarse.
En mi opinión, el problema se relaciona directamente con el diseño institucional no solo del proceso de nombramiento, sino del propio Ministerio Público. La forma de nombramiento del fiscal nacional se construyó para ser operada en clave estrictamente política. Ello no tendría nada de objetable en una democracia porque, al final de cuentas, la fuerza política de uno u otro partido cuenta con el aval de los ciudadanos. Que un gobierno que obtiene una mayoría parlamentaria en las urnas pueda nombrar altos cargos de órganos constitucionales o rechazar otros es un efecto que está respaldado por la legitimidad, en principio, incuestionable de los votos de los ciudadanos.
Sin embargo, el carácter representativo de nuestro modelo político, que prescinde de todo mecanismo de democracia directa y participativa; la fuerte endogamia que caracteriza a nuestra clase política; y el acentuado carácter autoritario de nuestra cultura política, trazan un escenario que conlleva lo que la académica Camila Vergara ha denominado la «corrupción sistémica» [VERGARA 2020]. La telenovela de la designación es síntoma de esa corrupción.
En consecuencia, la designación del fiscal nacional es una disputa dentro de la élite, que se regula según sus propias reglas y que atiende solo a sus intereses. A ninguno de los involucrados en el proceso le interesa la opinión de los ciudadanos. La Corte Suprema solo nos ha concedido graciosamente el informar qué ministros votaron por cuál de los candidatos para conformar la quina; el Presidente de la República nomina a uno de los miembros de la quina sin dar explicación de ningún tipo; y los senadores parecen tener su voto decidido aun antes de la nominación presidencial (una senadora, incluso, parece haber decidido su rechazo a uno de los nominados porque el Ejecutivo no la llamó para consultarle su opinión).
En esa lógica, poco importa que la persona elegida tenga las competencias necesarias para conducir el Ministerio Público. Poco importa que cuente con la independencia suficiente para investigar por igual el delito común de robo en lugar habitado, el delito económico de gran calado o el de los detentadores del poder, aplicando la ley penal. Solo son relevantes los intereses del selecto grupo llamado a decidir.
El problema se agrava porque el Ministerio Público fue dotado de una estructura institucional que es compatible con el resguardo de esos intereses. La cuestión central, a mi juicio, es que la designación del fiscal nacional se hace tan radicalmente importante por la forma piramidal que tiene la fiscalía. En ese diseño, si se controla la cúspide, se controla al órgano completo. Si la figura del fiscal nacional no fuera tan trascendente para el resguardo de intereses, ningún parlamentario se desviviría por su designación.
Es cierto que en la ley del Ministerio Público hay algunas normas que están pensadas para atenuar el carácter piramidal de la institución. Entre ellas, por ejemplo, la prohibición legal de «dar instrucciones u ordenar realizar u omitir la realización de actuaciones en casos particulares» o la relativa autonomía de los fiscales regionales. Pero esas reglas son de cartón piedra y están destinadas a su inefectividad. El fiscal nacional puede disponer el ascenso o la destitución de un fiscal adjunto, decide su calificación de desempeño y puede aplicarle otras medidas disciplinarias porque tiene la superintendencia correctiva sobre todos los fiscales y funcionarios, incluidos los fiscales regionales. A estos últimos, el fiscal nacional tiene la facultad de solicitar su remoción. Y el Consejo General solo tiene un carácter consultivo y está integrado por los fiscales regionales que el fiscal nacional designa, evalúa y, eventualmente, sanciona.
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Frente a ese diseño institucional, a los ciudadanos solo nos cabe confiar en que la persona que ocupe el cargo del fiscal nacional sea lo suficientemente honesta y respetuosa de la ley, de modo que no mal utilice sus facultades, previstas por la ley o las que tiene en virtud de la propia cultura organizacional. Solo nos queda confiar en que un fiscal adjunto tenga el valor suficiente para oponerse a su jefe, el fiscal nacional, si este se entromete indebidamente en una investigación penal o emite instrucciones particulares en casos específicos. No hay mecanismos de control ni contrapeso previstos en la ley, por lo que, insisto, a los ciudadanos solo nos cabe confiar.
Pero el mundo político —y, dentro de él, la élite— tiene mucho más que ganar en ese modelo. Tiene la posibilidad de controlar la dirección de la investigación y el ejercicio de la acción penal pública, para evitar que esta se convierta en una molestia.
Por más medidas correctivas que se incorporen al proceso de nombramiento de fiscal nacional —como, por ejemplo, las que ha propuesto el profesor Duce—, este va a seguir siendo un problema en la medida que no se descomprima la relevancia que tiene esa designación, y su importancia estratégica. La solución a mi juicio consiste en modificar la estructura orgánica del Ministerio Público, asignándole una forma descentralizada y horizontal, similar a la que se ha propuesto para el Poder Judicial (que, en lo sustancial, adolece de los mismos problemas que el Ministerio Público). El fiscal nacional debería ser solamente un órgano ejecutivo que se preocupe de implementar las decisiones de política criminal y organizativas que adopte un órgano —como un consejo general— que esté integrado por fiscales regionales, pero también por personas externas a la institución, que adopte sus decisiones con estándares de publicidad y aval técnico. Considero que la estrategia a seguir pasa por descentralizar el poder legal y fácticamente concentrado hoy en la persona del fiscal nacional.
El proceso de designación de los fiscales regionales también debería modificarse. Su designación cada ocho años genera tensiones al interior de los equipos que no se justifican por el beneficio que se pretende obtener. Los fiscales nacionales abusaron del proceso de designación, nombrando a fiscales regionales salientes en otras fiscalías regionales, a tal punto que fue necesario modificar la ley prohibiendo la práctica que se denominó «sillitas musicales». Asimismo, que los jefes de unidades en las fiscalías regionales sean de exclusiva confianza del fiscal regional (los puede remover a su arbitrio) representa el riesgo de que tales jefaturas se transformen en un club de amigos en el que no exista control efectivo de las decisiones del fiscal regional.
La lista de modificaciones orgánicas que a mi juicio requiere el Ministerio Público es larga, y no habría espacio aquí para analizarlas.
En síntesis, la telenovela de la designación del nuevo fiscal nacional es solo un síntoma de problemas mayores. Por un lado, se ha transformado en una disputa dentro de la élite, en la que varias facciones están enconadamente discutiendo por el candidato que les ofrezca mayores garantías. ¿A los ciudadanos? No: a los propios miembros de la élite. Por otro, evidencia la necesidad de modificar la estructura orgánica del Ministerio Público de modo de hacerlo más impermeable a las presiones políticas.