Pelé por decreto
04.01.2023
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04.01.2023
«No dudo de la inmensa calidad de Pelé, pero sí de las certezas de sus amantes. Dudo de la autoridad de las certezas. Y de la necesidad de unos cuantos de que el resto las tengamos que acatar. Tanto absolutismo es innecesario. En este mundo, lo que menos hacen falta son reyes, dioses y demás grandilocuencias y metáforas monárquico-religiosas.»
Hace unos días publiqué en Instagram una tontera, como tantas otras que publico cada tanto. Subí una foto del finado Edson Arantes do Nascimento, Pelé, con un texto que decía: «Ha muerto el cuarto mejor futbolista de la historia». De inmediato comenzaron a llegarme unos cuantos insultos. Como vivo en México, la frase que más se repetía era que, por favor, dejara «de decir pendejadas». Pendejadas en México no son las cosas que dicen los infantes, como en Sudamérica, sino las que dicen los pendejos; es decir, los estúpidos o los idiotas, aunque usado con cierta carga de picardía local. He de aceptar que los insultos no fueron muchos porque mi popularidad en redes sociales es tan baja como la calidad de la selección polaca para el fútbol, pero de que fueron, fueron; y me dejaron pensando. Un poco, pero pensando.
Claramente la publicación tenía una intención provocadora, pero a mí me parecía de muy baja intensidad. Sin embargo, tras los improperios me di cuenta de que estaba tocando más fibras sensibles de las que imaginaba. Yo había puesto «el cuarto», asumiendo que los lectores (si es que se le puede llamar lectores a quienes interactúan con posteos) iban a saber que uno era Maradona, el otro Messi y que la duda recaería en el tercero. Los menos insultantes me preguntaron quién era para mí ese tercero, cosa que no he develado y no sé si valga la pena hacerlo porque realmente no puede tener menos importancia.
El comentario que más se repitió fue que Pelé es, sin duda, el mejor jugador de la historia, y que yo soy un pendejo por el simple hecho de dudarlo. «Se sienta en su propia mesa», comentó alguien, aunque no tengo idea de qué quiso decir con eso. Otros varios recordaban que para ser el mejor había que haber sido campeón del mundo, y que O rei lo había sido más veces que Messi y Maradona juntos.
A mí realmente me da igual quién fue el mejor. No creo que exista posibilidad de responderlo. Lo que no me da igual es la imposición de que Pelé haya sido el mejor. Discutir quién fue el mejor en algo es tan idiota como preguntarle a un niño por su color favorito (que es algo que mi hija de 2 años me formula repetidamente). Sin embargo, tengo la sensación de que todos quienes consideran que Pelé es indiscutiblemente el mejor jugador de la historia (y yo, un pendejo), tienen más de 2 años. Varios más. ¿De dónde vendrá ese afán por situar las cosas en listas descendentes, y encima con la necesidad de tener razón?
Entiendo que las listas son formas de categorizar el mundo, y de expresar gustos y criterios, cosa que no me parece mal y que incluso puede ser una necesidad casi instintiva del ser humano. Pero de ahí a entrar en la discusión de qué lista es la que tiene la verdad hay un largo trecho. El argumento de que Pelé es el mejor del mundo porque tiene tres copas mundiales no es más que un ejemplo certero de cómo las estadísticas rigen los criterios de miles de seres humanos. El mejor es el que más gana, el que más copas tiene, el que más goles mete. Claro que la cantidad de victorias y de goles es indispensable en el fútbol —nadie juega para perder ni para tirar la pelota fuera del arco—, pero también es verdad que cuando se torna el único argumento, se convierte en un criterio triunfalista y bastante autoritario. Vivimos en la era del dato: da igual lo que pensemos y lo que nos guste, porque las cifras dicen que Pelé es el mejor, y punto.
La verdad, puede que lo haya sido (como puede ser que no), pero por sobre todas las cosas, es algo que da absolutamente igual. El problema son las imposiciones.
Antes del Mundial de Qatar, por ejemplo, Messi ya era Messi. Muchos decían que ganar la Copa del Mundo lo volvería leyenda y lo haría indiscutible. Pero Messi ya era leyenda y ya era indiscutible. No como el mejor del mundo, sino como Messi. Nadie sensato necesitaba que a Messi lo avalaran los trofeos o las estadísticas para que fuera mejor de lo que ya era. Todo aquel que necesitaba que Messi fuera campeón del mundo para elevarlo a otro nivel, estaba necesitando confirmaciones externas, sistémicas. Confirmaciones de la FIFA, la FAFA, la FEFA, la UEFA, ESPN o del youtuber de turno. Necesita que una autoridad le dé la razón, como si no se bastase a sí mismo y necesitara refuerzos. Entiendo la alegría de ver a Messi levantando la copa, y la comparto (no solo porque me cae bien, sino porque le cierra la boca a sus detractores, siempre tan traidores y sanguinarios). El problema es que la perversa lógica del triunfalismo se mantiene intacta: necesitábamos la copa para que dejaran de cuestionarlo. Necesitábamos el dato para defender nuestros principios, mientras legitimábamos los criterios de los supuestos dueños de la objetividad, esos que viven pisoteando la posibilidad de la subjetividad ajena.
Cuando yo tenía escasos 15 años y todavía era bastante fanático de algunas cuestiones, amaba locamente a Maradona; tanto así, que una vez fui de público a un programa de la televisión chilena tipo varieté, en el que Cecilia Bolocco y Antonio Vodanovic entrevistaban (con perdón de la palabra) al Diego. Durante los comerciales me metí corriendo al set y conseguí el autógrafo del diez en una servilleta de tela (misma que le regalé a un amigo años después cuando el personaje me parecía bastante despreciable). Meses después, tras el Mundial de 1994, me mandé a hacer una polera con una foto de Maradona en el pecho. La foto era la famosa imagen en la que festejaba eufórico su gol frente a la cámara, con la boca gigante y el puño cerrado, demostrando que estaba de vuelta, sin saber que estaba a pocos minutos de que le cortaran las piernas. Arriba de la foto, en negro, estampé la leyenda: «Dios existe». Yo no vivía en Argentina, sino en Chile, por lo cual portar esa prenda en la calle era, además de un tontería, un acto de valentía. Le gente me miraba en la calle y varios me gritaban palabras que no puedo repetir aquí. Con el tiempo me di cuenta de que esa polera era un detector de boludos: se podía considerar que esa leyenda era una estupidez total —como lo pienso yo ahora—, pero a mí me servía para saber perfectamente quién era quién en aquellas calles.
El posteo sobre Pelé está cumpliendo la misma función. A mí me da igual si Pelé es el mejor, el segundo mejor, o el noveno; sin embargo, la provocación me sirvió para darme cuenta de que existen y andan sueltos por ahí todos aquellos que intentan imponer sus verdades como indiscutibles.
A mí, la verdad es que Pelé me da bastante igual, y su muerte me afectó tanto como la de Lady Di. Nunca vi un partido suyo entero, como no vi uno de Cruyff ni de Beckenbauer. No tengo nada en su contra, pero tampoco nada relevante a su favor. Por los extensos testimonios que leí de Dante Panzeri, periodista argentino de los años 60 y 70, supongo que verlo jugar debe haber sido un auténtico deleite. Panzeri lo admiraba realmente, pero también amaba el fútbol que jugaban los brasileros en aquellos tiempos. No era solo Pelé. Era una época y un estilo. Cuenta el Dante en una crónica cómo fue la tarde en que presenció el mejor partido que vio en toda su vida: Brasil-Hungría en el Mundial de Inglaterra 66. Dice que nunca fue tan feliz, que nunca vio algo parecido. Que al final del partido los jugadores no podían salir de la cancha a causa de la cantidad de aplausos que recibían.
—¿Vos sos húngaro? —, le preguntó a un desconocido que aplaudía a su lado.
—No, uruguayo. Y vos, ¿sos brasilero?
—No, argentino.
Un estadio entero de pie, aplaudiendo durante quince minutos debe haber sido una locura. Una hermosa locura. Edson Arantes y el resto de brasileros que lo acompañaban hacían acto de presencia en un mundo donde el fútbol era aún predominantemente europeo, demostrando que se podía jugar bien dándole prioridad a la técnica y la imaginación, por sobre la táctica y la estrategia.
No dudo de la inmensa calidad de Pelé, pero sí de las certezas de sus amantes. Dudo de la autoridad de las certezas. Y de la necesidad de unos cuantos de que el resto las tengamos que acatar. Tanto absolutismo es innecesario. En este mundo, lo que menos hacen falta son reyes, dioses y demás grandilocuencias y metáforas monárquico-religiosas.
Para mí que Pelé es el mejor como lo son los Beatles; es decir, por el hecho de ser los primeros. Tienen el valor de ser los precursores, los inventores de algo. Pero de ahí a que sean intocables para siempre hay mucha distancia. Maradona miraba la selección de Pelé para ver a Rivelinho, como tantos otros veíamos al Barça de Messi para ver a Iniesta. Y si a alguien le parece que el mejor grupo de la historia son los Guns N´ Roses, problema suyo. Para el resto, agua y ajo.
Pelé pudo haber sido el mejor, cosa que da exactamente igual. Lo que está claro es que hay una excesiva inercia en la repetición de la idea. Estoy seguro de que la mitad de los repetidores de esa certeza, esos que están seguros que tienen la verdad y que me putearon en redes, no vieron un solo partido entero de Do Nascimento. Vieron los resúmenes y poco más, resúmenes que yo también he visto y que son muy buenos, pero que a mí no me dan elementos suficientes para obligar a nadie a que piense lo mismo que yo. Es más: la jugada que más me ha gustado de Pelé, no fue gol. La dejó pasar, la volvió a buscar, la cruzó y la tiró pa’ fuera.
Muchos jugadores tienen sus seguidores permanentes, sus creyentes, esos que mantienen vivo su legado. Son aquellos que aparecen siempre con las muertes, y que de repente llegan al cementerio a hacer acto de presencia para ser vistos. Creo que a Pelé nadie lo quería demasiado en vida porque, por más bueno que fuera jugando a la pelota, fuera de la cancha era un señor anodino como pocos, acomodaticio como muchos; que trasmitía menos energía que una lamparita de 25 watts (y eso que se llamaba Edson por Thomas Alva Edison, y que permitió que llegara la luz a su barrio cuando recién había nacido.
Pelé es y será el paradigma del futbolista apolítico. Ese que siempre se mantuvo calladito, sin meterse en problemas. Ese que durante más de veinte años, después de cada triunfo brasilero, se abrazó con Emilio Garrastazu Medici, el mismísimo dictador de la nación. Entiendo que los futbolistas son futbolistas, y que no se les puede pedir que sean activistas para darles valor. No es necesario que cada futbolista sea Sócrates para tenerle admiración. Pero también es cierto que algunos tienen sangre y otros no, y que algunos tienen unos principios que a otros les faltan. Pelé era «un hombre común que no sabía nada de política», como decía él. Tan común que se volvió sumiso. El que calla, otorga.
Durante los últimos treinta años de mi vida, o desde que tengo uso de razón (cosa que no sé cuándo comenzó), cada vez que lo vi en televisión estaba al lado de algún dirigente poderoso. Siempre mandando algún mensajes de paz sin contenido, cual Miss Universo; o hablando de Dios (aunque no el de mi polera) y lanzando bendiciones con ventilador. Siempre del lado de la FIFA y sus secuaces. Siempre políticamente correcto. Siempre transmisor del mensaje vacío. «Pelé, callado, es un poema», dijo Romario. Muy joven se fue a los Estados Unidos a llenarse de plata, para después firmar un pacto de sangre de por vida con los misericordiosos de Mastercard. En la vida hay cosas que no se pueden comprar, salvo que seas Edson Arantes do Nascimento.
Finalmente en 2021, en un gesto de muy elevada elocuencia y como colofón de una historia, le regaló una camiseta de la selección firmada a un tal Jair.
Y así, tras años de silencio, ahora aparecen sus fans, imponiendo por decreto y sin amor su ránking universal por haber visto un par de resúmenes en youtube. Dicho sea de paso, a mí me gustan más los resúmenes de jugadas de Ronaldinho que los de Pelé, con diferencia. Ah, sí, y también los de Zidane y los de Iniesta, y los de Maradona, y los de Messi y, por supuesto, los del mejor jugador de la historia de la humanidad: Juan Román Riquelme. Ahora sí, díganme pendejo.