Entre el fútbol y la patria, me quedo con el fútbol
19.12.2022
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19.12.2022
A la distancia, un chileno-argentino revisa para CIPER la campaña que dejó ayer a la selección argentina con su tercera Copa Mundial. Pero también los entresijos de la psiquis nacional que explican a su fanaticada en las circunstancias actuales: «El triunfo en el fútbol se tornaba necesario para mejorar el ánimo de una sociedad en crisis, pero el fútbol no tiene nada que ver con eso. Al fútbol no se le puede pedir más de lo que el fútbol puede dar.»
EL FERNET
Escribo esto tomándome un fernet, pues creo que me lo merezco. Quiero decir: nos lo merecemos un poco todos los que casi nos morimos de la angustia cada vez que el niño colonialista llamado Mbappé empataba el partido. Creo que el dolor que causó cada empate de Francia cuando Argentina jugaba mejor, nos da derecho a unos meses de alegría ininterrumpida. Sin embargo, antes de entrar en el terreno de la ebriedad y los sentimientos, voy a decir lo que pienso; que viene de muy larga data y no cambia por el hecho de conseguir un campeonato. Estoy convencido de que sobre un partido debe escribirse antes y no después del juego, porque en la cancha lo que importa es la propuesta de los equipos, no el resultado. El resultado está mediado por causas y azares; la forma de pararse en la cancha, por principios. Como decía el gran Dante: «Lo que ocurre en la cancha lo organizan las circunstancias y lo decide el imprevisto».
LA SOBERBIA
Desde aquel día de 2006 en que renunció Pékerman, Argentina dejó de jugar al fútbol y comenzó a hacer patria. Una mezcla de cuestiones sociales, históricas, idiosincráticas y dirigenciales generó una sucesión casi eterna de tristes selecciones. Argentina había ganado su último campeonato en la Copa América de 1993. La sequía duró hasta la Copa América de 2021; es decir, veintiocho años (toda la vida futbolística de Riquelme y casi la de Messi). Casi treinta años en los que la falta de fútbol se mezcló con la angustia y la desesperación; ambas dos, malas consejeras que dieron pasó a la peor versión de los argentinos en el terreno futbolero. Y en otros, también.
Tenía 18 años cuando Katy, la mamá de un amigo, me dijo: «Yo soy una mujer de procesos, no de productos». La frase dio vueltas en mi cabeza hasta que se convirtió en un principio para moverme en cualquier terreno de la vida. Bielsa, más adelante lo dijo en otras palabras: «Lo importante es la nobleza de los recursos utilizados». En Argentina, a Katy no la conocía nadie; y Bielsa se había convertido en un paria —casi en paradigma del derrotado— tras el Mundial de 2002. El equipo de Bielsa jugaba a la pelota como pocos, y perdió. El de Pékerman también, y perdió. El valor de juego desapareció debajo de la tristeza, y la nobleza de los recursos dejó de importar. Ya no había que jugar al fútbol porque eso servía para nada; ahora simplemente había que ganar a como diera lugar, con las herramientas que fuesen. El estilo argentino se hizo mañoso, estático, defensivo, especulativo y se instaló algo del antiguo bilardismo, ese estilo de fútbol tan horrendo pero con cierto grado de eficacia. Ya no había que jugar, ahora había que ganar. Las selecciones de 2010, 2014 y 2018 (las de Maradona, Sabella y Sampaoli) tenían la angustia como mecanismo y el exitismo como bandera.
2010 fue el principio del fin. Jugábamos mal pero no importaba, porque teníamos a Messi de diez y al Diego de DT. Previamente, Maradona había sido entrenador de un equipo llamado Mandiyú y de Racing. No había hecho nada bueno en su vida como entrenador y llegó a la selección; una de las últimas malas decisiones de Grondona, unos de los mafiosos más grandes de la historia del país. El discurso futbolero argentino abandonó la cancha y se situó en la tribuna. Maradona iba a ser un buen entrenador por una cuestión motivacional, decían por doquier. Aseguraban que podía motivar a Messi en el vestuario; sin pensar en que quizás —solo quizás— podía hacerle pedazos la psiquis. Y así fue. Messi, el mejor jugador del mundo en ese momento; una pulga mágica, veloz, feliz e imaginativa con la camiseta del Barcelona, se ponía la albiceleste y le pesaba un millón de kilos: era el peso de Maradona.
Al Diego le habían dado un Ferrari y lo había chocado a las dos cuadras. El equipo jugaba horrible y nadie decía nada. Silencio de hospital. A menor idea futbolística, mayor discurso. La historia se hacía presente. Reclamaban: cómo es posible que Maradona se haya puesto el equipo al hombro y Messi, no. Pero a Messi, que había crecido jugando en la Masía, donde el fútbol era colectivo o no era, le pesaba la historia; lo paralizaba. En Cataluña era una pieza del engranaje perfecto, y en Argentina estaba obligado a ser caudillo. La mentalidad caudillista argentina, esa de los grandes héroes, se sumaba al pensamiento religioso. Una sociedad aparentemente aconfesional se tornaba la más religiosa del mundo. Pensamiento mágico, pensamiento mítico. Pensamiento entre comillas.
A Messi, la camiseta le pasaba cada día más. Estaba paralizado, y aun así siguió salvando las papas durante los dos siguientes mundiales. Un día, tras un partido desastroso del equipo de Maradona, un periodista le cuestionó el desempeño de su equipo. Y Maradona, agrandado y prepotente, le respondió graciosamente: «La tenés adentro». El periodista era un nefasto, facho y amarillista, es cierto; pero el equipo era horrendo. De fútbol nadie habló, pero todos le festejaron con carcajadas sus dichos a Maradona. Así estaba la cosa. El aire era casi irrespirable, pero las carcajadas disimulaban la situación.
En 2014 llegó Sabella, uno de los entrenadores con el fútbol más triste que se recuerde. Buen tipo, pero triste a la distancia. Generó un fútbol mediocre y defensivo, especulativo y cobarde. Yo le veía la cara y me daban ganas de llorar. Recuerdo que un día en conferencia de prensa asumió de manera explícita la «messidependencia» que padecía su equipo. Había decretado la soledad de su héroe. Nadie le prestaba un equipo a Messi para jugar, nadie le prestaba amigos para divertirse, todo era un trámite angustioso en busca de la victoria. Ese año llegaron a la final, y aun así la sensación que generaba la selección era insoportable.
Cuando faltan el fútbol, el toque, el pressing y todo lo que se requiere para jugar, y toman su lugar los discursos, aparece esa cosa llamada patriotismo. En medio de la desesperación siempre está la patria. Y la unión de todos los argentinos, que allende el fútbol se odiaban, un día instaló la pasión, ese sentimiento tan parecido a la estupidez. Pasiones por aquí, pasiones por allá. Aparecieron por montones las publicidades de gente apasionada que miraba al horizonte, llena de esperanza. Afloraron los periodistas deportivos como mercenarios a sueldo; seres sangrientos, machistas y patrioteros. Todo esto alimentado, obviamente, por el contexto económico y social, y por los discursos políticos: malinchistas por la derecha y populistas por la izquierda. Todo esto generó un universo que se autofagocitaba de manera ininterrumpida. Los argentinos se amaban pero se odiaban. Se sabían los mejores del mundo pero se angustiaban hasta la desesperanza por tanta incapacidad de ganar. El patriotismo más nefasto dio origen a los discursos de la unión, del todos juntos, de la bandera, del himno, del ser argentino, de los héroes y los caudillos. Discursos de unión que, no tan paradójicamente, daban paso al más feroz individualismo. El fútbol no se pensaba desde el grupo, desde el trabajo, desde el sujeto colectivo ni desde el sistema, sino desde el hombre a hombre. Fue una década en la que, sin cesar, se analizaba el fútbol desde el valor de cada estrella por separado, y que llegó al punto tal de destrozar a Messi (obviamente, hubo quienes lo defendieron siempre y cada vez, pero, de cualquier manera, cada vez que el equipo perdía era el pechofrío de turno). Se llegó a cuestionar a todos y cada uno de los jugadores, incluidos al Kun e Higuaín, los dos mejores delanteros del mundo en ese momento. Y, claro, era evidente que un equipo malo no podía ser bueno por arte de las individualidades, porque el todo es más que la suma de las partes. El fútbol argentino era, entonces, un callejón sin salida.
EL CLIMA SOCIAL
En Argentina existe una cosa llamada clima social. Ningún otro país del mundo es capaz de generar una sensación que habite con tanta presencia el ámbito común. Normalmente viene de la televisión, pero no es únicamente el discurso del miedo que crean los medios de comunicación. Tiene que ver también con una capacidad de entendimiento y una habilidad discursiva que inundan cada centímetro cuadrado de la ciudad y cada instante de las vidas de quienes la habitan.
Por un lado, Argentina es un país en crisis permanente. A la vez, es una sociedad que se permite hablar y conjeturar lo que le pasa. Mi psicoanalista (Adolfo, lacaniano) me decía: «Sebastian, tu vida es lo que te cuentas». O sea, mi vida no solo es lo que me sucede, sino también cómo me la voy contando a mí mismo, y la dimensión que les doy a los hechos. Del mismo modo, a la sociedad argentina no solo le suceden cosas, sino que es capaz de, permanentemente, darle vida y más vida a cómo se relata esos sucesos. Los argentinos suelen ser lúcidos, pero también son graves. La gravedad forma parte de su ser. Nada más opuesto a un argentino que un mexicano. Escribo estás palabras desde la Ciudad de México, por lo que no estoy cantinfleando. Si un argentino es un tango, un mexicano es un bolero. Cuando un argentino se revuelca en su drama y lo hace más grande, un mexicano se tomó toda la botella de tequila y se olvidó la causa de la tristeza.
El «clima social» es esa densidad que todos y cada uno de los habitantes de Argentina saben que tendrán que atravesar cuando salgan a la calle, entren al banco, se suban al metro; y ni hablar de cuando aborden un taxi, pues cada taxista porteño es el narrador de un drama en carne viva (en Buenos Aires hay que estar de muy buen humor para subirse a un taxi y no salir destrozado). En México, en cambio, aunque se vive una guerra no declarada, el clima social no existe de la misma manera. O existe sin que nos lo hagamos saber. Existe en silencio. La vida es eso que no nos contamos.
La razón principal para la existencia de aquel clima social argentino es la existencia de una gran clase media. Más allá de que a partir del menemismo ésta haya comenzado un proceso de incesante disminución, aunque la pobreza aumenta y las crisis económicas son cada vez más graves y frecuentes, la clase media existe; y su razón de ser ya no es económica, sino que histórica. La argentina ha sido una sociedad históricamente educada, en la que durante todo el siglo XX los hijos superaban el nivel educacional de los padres. El único país del continente —comparado, quizás, con Uruguay— donde existe algo parecido a un sistema de seguridad social, por precario que sea. Una sociedad crítica y sindicalizada, donde ser un trabajador era un orgullo y no una indignidad. A tal estructura social el neoliberalismo la está destrozando, pero subsiste que el camarero y el cliente mantengan una relación de igual a igual, el taxista le hable sin miedo a quien se sube a su auto, y el plomero puede mandar a la mierda al dueño de casa.
La existencia de esa clase media relativamente transversal, con capacidades expresivas, discursivas y comunicativas, es la que permite que el mensaje que circula a través del clima social sea efectivo. Todos y todas entienden y comparten el mensaje, aunque se reciba desde lados ideológicamente opuestos. Es algo que tiene de bueno y tiene de malo. De bueno, que hay comunicación. De malo, que los está llevando a la locura.
Entre la dictadura, el menemismo, las revueltas del 2001, la inflación permanente, el fanatismo kirchnerista, la criminalidad del macrismo, la pandemia y, ahora, el mejunje sin pies ni cabeza del presidente en curso que ya todos ignoran, la psiquis del argentino está bastante comprometida. Y, claro: el «clima social» hace mella en cualquiera. Además, Argentina agrega la característica particular de su clima real: cuando hace calor, hace calor; y el frío es frío. En los países normales, la temperatura de verano disminuye en las noches, pero en Argentina lo produce una humedad que no da tregua (por eso, a un argentino no le preocupan los grados Celsius, si no el porcentaje de humedad, pues es ésta la que produce una nube de vapor que trae a la ciudad la sensación de calor de una selva africana, e impide avanzar libremente). En verano, no existe la caída libre, y por eso las crisis se producen en diciembre, cuando el calor es peor que nunca, el año cierra mal, el estrés aumenta y a nadie le alcanza para comprar regalos de Navidad.
En los últimos años, el fútbol ha sido depositario de todo esto.
LA SENSATEZ
Los argentinos deben ser el pueblo más fanático del fútbol en la faz de la tierra. Nadie más se les compara. Y el fanatismo tiene su parte linda, folclórica, pero también su contracara. El deseo de triunfo estaba dejando al país sin humor ni capacidad de autocrítica. La reflexividad parecía anulada por completo. Desde el triunfo a los ingleses en el ‘86 (con la mano de Dios) todo se comenzó a tornar ridículo. La venganza de las Malvinas a través de un partido de fútbol y los deslices religiosos y adoraciones desmedidas por Diego Armando Maradona comenzaban a convertir el fanatismo en un absurdo permanente.
El triunfo en el fútbol se tornaba necesario para mejorar el ánimo de una sociedad en crisis, pero el fútbol no tiene nada que ver con eso. Al fútbol no se le puede pedir más de lo que el fútbol puede dar.
Hace unos cinco años hubo un recambio en la selección argentina. No me pregunten cómo sucedió ni quién de los poderosos lo permitió, pero llegaron Scaloni y su equipo, un grupo de jóvenes un poco más criteriosos y menos afectados por la locura futbolera. Venía además Pablo Aimar como su mano derecha, y Aimar es un tipo sabio y sensato; tranquilo, pensante y comedido. Se daba, así, un recambio generacional que no depositaba las frustraciones nacionales en sus jugadores. Algo del clima social se quedaba fuera de la cancha y el equipo comenzó a jugar.
De a poco, muy de a poco. Empezó siendo un equipo mañoso y sin demasiadas luces, pero ordenado. Un poco especulativo y no muy ofensivo, aunque intentando jugar a la pelota. Messi comenzó a tener un equipo que al fin lo acompañaba y que no dependía de él. Salvaba las papas, es verdad (como lo hizo aun contra México y contra Australia cuando las cosas no terminaban de salir), pero pasó a formar parte de un colectivo, no de una unión de individualidades. El equipo estático de la década previa dio paso a uno que presiona y anticipa, y que cuando recupera se desmarca y toca. Movimiento sin balón: eso es lo que hacen los equipos de fútbol, no las estrellas. Las estrellas se hacen estatua y esperan; los jugadores se muestran. Así, cada jugador que tiene la pelota cuenta con cuatro compañeros para dársela. Este equipo hoy no es campeón por ser argentino. Es campeón porque juega la pelota.
Cuando, en cuartos de final, a Scaloni le preguntaban si creía que iban a ser campeones, sinceramente se avergonzaba de la pregunta. Respondía que le parecía una falta de respeto que, faltando tanto ya le preguntaran algo así. La sensatez cumplió su papel. Ni dios ni patria: sólo fútbol.
***
No me pregunten cómo ni por qué el equipo argentino que hasta el partido con Australia jugaba bien pero no tanto, se convirtió luego en esa maquinita infernal que dominó a Holanda, Croacia y Francia. No me lo pregunten porque no lo sé. Lo que sí sé es que en Qatar 2022 sucedió algo muy lindo, y es que Messi desplegó un coraje desconocido y fue a decirle a ese ser despreciable llamado Van Gaal que era un bocón y que se dejara de joder. Creo que ahí empezó la historia. Tantos años criticado por su falta de personalidad —esa carencia que lo distanciaba de Maradona y lo hacía pequeño—, un día se revirtió, apareció y nos hizo felices (más aún, le hizo el Topo Gigio y nos alegró el año a los riquelmistas).
Gestos de cierta integridad. Gestos de dignidad frente a los bravucones que por suerte no lo sacan de la actitud humilde con la que se ha manejado toda su vida.
Y de la final, qué se puede decir. Entre otras cosas, que hasta el minuto 78 del partido Francia no había hecho un solo tiro al arco, y que el que vino fue de penal. Que los franchutes, ese equipo que el mundo daba por campeón antes del partido, no la vieron ni cuadrada.
Dicen que el penal a Di María no fue tal, y creo que es verdad. Que fue una gran ayuda: sí, claro que sí. Pero también es verdad que había un solo equipo en la cancha y jugaba realmente bien. Los franceses fueron anulados por un equipo que no dejaba jugar, y que además jugaba. Al fin, la sensatez del equipo argentino derrotó a la soberbia de Mbappé y todas sus declaraciones denigrantes contra el fútbol sudamericano. Un poquito de humildad le vendría bien a ese niñato, millonario prematuro, que nunca se ha atrevido a salir de su nido de jeques llamado PSG. Jugar unos meses en Argentina le borraría la sonrisa burlona de niño consentido.
Finalmente, y como dato de color, cabe destacar aquel momento en que el jeque le pone esa casaca horrenda el pobre Messi. Una cosa espantosa que arruinó la foto final, pero que no es más que un gesto que nos recuerda la mafia espantosa que fue esta Copa Mundial en un país carente de derechos básicos y que ganó la sede gracias a sobornos.
Si Francia ganaba el partido de ayer el mundo sería un poco más injusto de lo que ya es, y por eso creo que fue un lindo final de historia. Eso sí, y antes de servirme otro fernet, he de decir que si yo estuviese en Argentina no hubiera salido a festejar a las calles, como no fui al Ángel de la Independencia en la Ciudad de México. No me hubiese acercado ni un metro al Obelisco a compartir un triunfo con miles de personas con las que no compartiría un café en otras circunstancias. De todos modos, la verdad es que me alegro mucho. Queda demostrado que al fútbol se juega jugando, no haciendo patria. Si se gana, bien. Y, si no, también.