La Constitución de los expertos: imperfecta, jamás vulgar
13.12.2022
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13.12.2022
La inclusión de especialistas en la nueva deliberación constitucional («Comisión Experta», según el acuerdo dado a conocer ayer lunes) esconde un atávico recelo a principios democráticos como la soberanía popular y la participación ciudadana, estima el autor de esta columna de opinión para CIPER: «Se trata de una estrategia artera, una fake news que astutamente apela al temor reverencial que la población chilena manifiesta en torno a la figura de los expertos, únicos capaces de guiarnos hacia la luz en momentos de zozobras.» [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
Hasta el 4-S, majaderamente se repitió que la Propuesta constitucional sometida a plebiscito era imperfecta, y que por ende debía ser rechazada. Tres meses después, la amplificación de voces que se victimizaban de exclusión y hablaban de «la experiencia traumática de la primera Convención Constituyente» han conseguido que el nuevo proceso constituyente acordado y anunciado la noche del lunes incorpore la participación vinculante de 24 expertos designados este mes por el Congreso y que comenzará con su trabajo en enero. La así llamada Comisión Experta presentará un anteproyecto que, según el acuerdo dado ayer a conocer, «servirá de base para la discusión y redacción del nuevo texto constitucional, al estilo de una idea matriz del mismo».
Así, y en tiempo real, este diciembre hemos visto cómo en nuestro país se legitima una torcida interpretación de los clásicos postulados que sustentan el poder político en una democracia representativa: la soberanía podrá recaer en el pueblo, como teorizaron los modernos, pero nunca en el vulgo. Ello justifica que vengan los sabios de la tribu a rescatarnos del naufragio político-social en que nos encontramos.
En la discusión constitucional actual, lo vulgar se erige como el chivo expiatorio para desandar lo ganado en estos años en cuanto a participación popular. Voceros y medios abiertamente descalifican a quien reivindique intereses políticos considerados marginales. Días atrás, por ejemplo, el locutor radial Pablo Aguilera comentaba al aire los resultados de la encuesta Cadem y aplaudía que los encuestados exigieran un comité de expertos; dándose de paso el gusto de reprochar la irrupción popular en el proceso constituyente, pontificando que jamás debió haberse permitido que la «señora Juanita o don Pedrito» se involucraran en tan magnánimos quehaceres. Y aunque Pablito no se atrevió a nombrarla, evidentemente se refería al caso de la «tía Pikachú» —menos conocida como Giovanna Grandón—, devenida en rostro y encarnación de lo que nunca más debe ocurrir en Chile; esto es, que personas ajenas a la política partidista y que sean/representen lo marginal, extremo o vulgar, se involucren en la generación y sanción de normas jurídicas (como si acaso las y los actuales parlamentarios provinieran todos de un ágora de sabiduría y jamás pagaran a asesores legislativos).
Todo esto no debiese sorprendernos si asumimos que el Derecho es política —o, cuando menos, cristalización de la política—, fenómeno históricamente elitista y excluyente, mismo paradigma impuesto por quienes hoy están negociando el acuerdo constitucional chileno. Tradicionalmente se ha sostenido que no todas las personas deben participar en política (no cualquiera debe entrar a «la cocina»). Baste recordar que el voto universal es apenas reciente en la Historia, o que la esclavitud se proscribió formalmente hace pocas décadas. Por otra parte, la pureza y cientificidad del Derecho se han custodiado milenariamente, evitando que este se contamine de barbarie… que se vulgarice. Sin ir más lejos, en los círculos académicos chilenos la tolerancia a la vulgarización es mínima, pues existe un consenso ecuménico en torno al respeto y conservación de los dogmas jurídicos. Fuera de esto, de lo sacralizado, recién puede tener lugar la discusión sobre modificar el Derecho, y acaso reconocer intereses extraños o vulgares, cuestión que se generó durante la Convención Constitucional y que lamentablemente decantó en favor de posiciones reaccionarias, voces que —a mi juicio— alarmaron injustificadamente sobre la destrucción del sistema jurídico chileno y, por ejemplo, ante la irrupción desmedida de políticas identitarias. Desde su perspectiva, la ausencia de juristas-custodios de los dogmas hizo ganar terreno a la vulgarización.
Sobre esto hay que reconocer que en la elaboración de la propuesta sí hubo desprolijidad, aunque jamás para poner en riesgo el sistema jurídico ni algo parecido. Respecto a la ausencia de especialistas, se trata de un argumento falaz, pues la cantidad de «expertos» que participaron durante el proceso fue inconmensurable. Más bien se trata de una estrategia artera, una fake news que astutamente apela al temor reverencial que la población chilena manifiesta en torno a la figura de los expertos, únicos capaces de guiarnos hacia la luz en momentos de zozobras.
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Previo a la elección de convencionales, el perfil de experto/a ya venía siendo demandado entre la población; de ahí la relevancia mediática que adquirieran Atria, Bassa o Amaya Álvez, todos abogados, profesores universitarios de Derecho y con perfil constitucionalista. Hoy se comenta que los expertos no se agotarían en dicho perfil, cuestión que está generando más confusión que certidumbre, toda vez que estarían habilitados para integrar dicho comité personas de renombre en las distintas áreas del conocimiento, con pericia agregada en cuestiones técnico-jurídicas (lo cual parece imposible en épocas de hiperespecialización). Es por esto que la referencia a los «expertos» debe entenderse como hecha a la doctrina, la dogmática jurídica, una de las clásicas fuentes del Derecho [1]. Ahora bien, huelga reiterar que juristas eruditos y eruditas participaron por cientos en la última Convención Constitucional: chileno/as y extranjero/as, independientes, de partidos de derecha a izquierda, de manera presencial y remota; incluyendo el aporte crítico de todos aquellos que emitían sus opiniones a través de medios masivos, entrevistas, informes o en sus actividades académicas. Por ello resulta incomprensible que las élites y grupos de poder pretendan hacer creer, a Chile y el mundo, que la Propuesta falló por la ausencia de juristas eruditos o expertos.
No cabe duda que durante el trabajo de la Convención aparecieron propuestas destempladas, pero las mismas rápidamente fueron rechazadas en el Pleno. También es cierto que la ausencia de conocimiento técnico generó, en un par de ocasiones, discusiones bizantinas (recuerdo la vez en que, a propósito de los derechos de agua, se dijo que la palabra ‘aprovechamiento’ era un invento del capitalismo). Aun así, se trató de casos excepcionales y propios de todo proceso normativo. Por eso, pretender que una Constitución deba ser redactada y supervigilada por un grupo de expertos subvierte el poder constituyente originario, resultando simplemente una propuesta autoritaria, antidemocrática y construida sobre la base de un argumento falaz. A la luz del acuerdo por el nuevo proceso constituyente, dejo a continuación sólo algunos puntos que evidencian mis legítimas aprensiones al respecto.
(i) No cualquiera puede conseguir membresía para acceder a ese selecto grupo. En los hechos, vemos que esa membresía es más bien un privilegio de nobleza, y así lo demostraba, por ejemplo, la investigación «Desiguales» (PNUD, 2017), que elaboró una tabla con los «50 apellidos con mayor porcentaje de profesionales de prestigio [2]» (todos vinosos, lustrosos) y otra con «50 apellidos entre los cuales NO hay un solo profesional de prestigio». Estos últimos eran casi todos mapuche, liderados por Aillapán y Marimán (en mi caso, estaría entonces justificado no aparecer entre los top [3]). Pero José Marimán, por ejemplo, ¿acaso no tiene méritos y prestigio suficiente para ser parte de la comisión que velará el próximo proceso constituyente? Como es sabido, y se consigna en el citado estudio, «la desigualdad socioeconómica en Chile ha tenido una connotación étnica y racial. Las clases altas se configuraron como predominantemente blancas, mientras que mestizos e indígenas ocuparon un grado más bajo en la jerarquía social» (p. 34). Bajo este eterno y lapidario diagnóstico, Aillapán, Marimán y demás personas con apellidos similares alcanzan para expertos…, pero del club Sodimac o algo similar; nunca para involucrarse en discusiones constitucionales.
(ii) Los expertos no son neutrales ni independientes. El romanticismo provocado por el respeto y sumisión que la población muestra hacia los expertos permite que estos se vean inmaculados, irreprochables y asépticos; cuestión absolutamente falsa. Como indican Jestaz y Jamin en La doctrine, su labor nunca es neutra o independiente, sino que está estrechamente vinculada al ejercicio del poder. De ahí que resulte una quimera que sus consejos y recomendaciones estén desvinculados de algún tipo de interés, sea político, económico, religioso, etc. Para nuestra realidad, es cuestión de revisar la pasada campaña del Rechazo, en la que desde académicos hasta centros de estudio maquillaban como análisis especializados lo que no era más que la defensa de parciales preferencias ideológicas.
(iii) Los intermediarios o expertos «en algo». Pese a todo, existe la posibilidad de que los derechos considerados conflictivos —género, pueblos indígenas, derechos de los animales y la Naturaleza, diversidad sexual, etc.— sí sean incluidos en el nuevo texto constitucional, aunque claramente con un contenido muy diferente al antes propuesto, y ad-hoc a los intereses de quienes ahora tengan el sartén por el mango. También debemos estar alerta frente a las personas que aparecerán representando dichos intereses en el debate, pues no es recomendable que quienes intermedien y defiendan determinadas posiciones solo ostenten de expertos sin compartir ascendencia o membresía con aquellos grupos, colectivos, pueblos o naciones a nombre de los que hablan. La virtud de la Convención Constitucional fue precisamente su apertura democrática hacia personas provenientes desde los márgenes políticos. Pero ahora que lo marginal y vulgar debe estar proscrito, vendrán los y las expertas «en algo» a ocupar el lugar de mujeres, indígenas, pobres, lesbianas, ecologistas, niños, etc., cuestión que no debiera tolerarse. En el mejor de los casos su mirada de la realidad se verá afectada por el «colour-blindess» [4], y terminarán siendo simples vicarios que nos impedirán acceder a genuinas reivindicaciones, recordándonos que el infierno está tapizado de buenas intenciones.
En pocos meses, el presidente Gabriel Boric ha reescrito su programa de gobierno. La connivencia con las élites ha ido mermando la soberanía chilena tanto en el plano externo (TPP-11), como en el ámbito doméstico [ver «¿Quieres consolidar el statu quo? ¿Qué tal elegir un gobierno de izquierda?», en CIPER-Opinión, 21.10.2022]. Resulta trágico constatar que quien se autodenomina de centroizquierda, pueda llegar a consentir en todas y cada una de las exigencias de quienes no tienen intención alguna de disminuir las brechas de desigualdad, en el marco de un nuevo pacto social. Aún estamos a tiempo de prevenir que la validación de una estructura oligárquica de la sociedad profundice aquellas brechas, legitimando una participación política elitista y un simulacro político de nueva Constitución. Sería un retroceso para una democracia participativa: un orden en el que la belleza de pensar es privilegio de los sabios de la tribu, y en donde la soberanía recae en el pueblo… pero en el Pueblito de Los Dominicos. Una democracia «imperfecta» y en la medida de lo posible, pues —y parafraseando al Presidente— peor es nada.
[1] Cómo indican las voces más autorizadas en nuestro medio, «[e]l Derecho se nos aparece como un fenómeno que no es ni totalmente formulado ex ante por el legislador, ni totalmente formulado ex post por el juez; es un fenómeno de varias dimensiones, constantemente renovado -en un flujo y reflujo, desde y hacia: los hechos, las reglas, los principios-, en que el prisma de la Doctrina de los juristas eruditos es esencial», en Vergara Blanco, Alejandro (2018): «Teoría del Derecho. Reglas y principios, jurisprudencia y doctrina», Santiago, LegalPublishing, p. 189.
[2] Se consideró en tal concepto a abogados, médicos e ingenieros.
[3] La lista solo contiene «apellidos y posición social en cohortes nacidas entre 1940 y 1970» (pp. 34 y 95).
[4] Concepto tomado de la critical race theory. Véase, Crenshaw, Kimberlé et al (1995): Critical Race Theory: The Key Writings That Formed the Movement (New York, New Press).