Elección de Fiscal Nacional: un proceso cuestionable
15.11.2022
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15.11.2022
«Es claro que, a lo menos respecto de la justicia penal, nuestras autoridades han optado por no innovar. Usarán el viejo método de la negociación soterrada, que probablemente producirá un fiscal débil y con poca legitimidad social, que difícilmente pueda encarar con eficacia los enormes desafíos que el Estado de Chile enfrenta en relación con su capacidad para combatir el delito.»
Hace siete años, el proceso de designación del más reciente fiscal nacional, Jorge Abbot, condicionó negativamente lo que luego fue todo su mandato (2015-2022). Se dio en medio del escándalo por el financiamiento ilegal de la política, y aunque la decisión fue fraguándose por medio de reuniones privadas, la prensa reveló conversaciones entre los entonces candidatos y varios miembros del Senado, en las que estos últimos pedían seguridades y compromisos para evitar o alivianar la persecución de las y los políticos involucrados en los casos cuestionados. Las consecuencias fueron horribles y de larga duración. El Ministerio Público alcanzó niveles bajísimos de apoyo ciudadano y, ya en su cargo, el fiscal Abbot debió enfrentar rebeliones internas, expresivas de un mal clima al interior de la institución.
Con este episodio, la población sumó otro motivo para desconfiar del sistema judicial y, en particular, del Ministerio Público. La intuición de que las personas con poder pueden zafar de cualquier problema judicial por medio de influencias oscuras se confirmó ampliamente, y ese reclamo pasó a constituirse como uno de los más escuchados como parte del malestar que estuvo detrás del estallido social.
Cualquiera pensaría que en medio de una crisis de confianza pública en las instituciones como la que hemos vivido nuestras autoridades asumirían la necesidad de usar un procedimiento idóneo para buscar un nuevo liderazgo para el cargo de fiscal nacional, a fin de que la persona que llegue a ser elegido/a tenga las cualidades ideales y, sobre todo, independencia a los ojos de la población. Esto no implica modificar las reglas que definen la participación de los tres poderes del Estado —lo que sería un esfuerzo de más largo aliento—, sino sólo implementarlas de mejor manera. Por ejemplo, podríamos haber esperado que los métodos de recolección de información sobre las y los candidatos fueran estandarizados y públicos; que se evitaran las reuniones privadas, a fin de concentrar el conocimiento de las candidaturas y propuestas en audiencias públicas; o que se evitase el involucramiento temprano de los diversos organismos en los procesos de los otros, permitiendo a cada uno, en el momento que le correspondiese, tomar una decisión transparente y, sobre todo, fundada.
Medidas como estas hubieran permitido que el público conociera a las y los candidatos, reconociera la idoneidad de la persona que resultase designada y, sobre todo, quedara en claro su independencia, derivada de su trayectoria y de su presentación pública. Asimismo, habría sido posible socializar, por medio del debate público, expectativas acerca del desempeño de su mandato (las que pudieran serle luego exigidas, y que también el mismo fiscal podría invocar frente a su personal y a las autoridades que deben colaborar con su trabajo).
Desgraciadamente, no ha sido así.
Por el contrario, en lo que va transcurrido del proceso de selección, se ha evidenciado que el método a utilizar será una vez más el de las influencias personales, las conversaciones privadas y las recomendaciones de lobistas; y que, en definitiva, muy probablemente ganará quien sea capaz de generar más confianza en diversos grupos influyentes con presencia en los poderes públicos o algún tipo de acceso a ellos.
El costo de esta situación será alto: la opacidad del proceso de designación, sumada a la innumerable cantidad de rumores e informaciones en off que dan cuenta de las relaciones y los apoyos de los candidatos, hacen esperar que la desconfianza de los ciudadanos no sea sino reafirmada. Los temas que interesan a las autoridades nunca se mencionarán en público ni serán objeto de preguntas, debates ni de la posibilidad de ser aclarados o precisados. Tampoco los que interesan a la población, puesto que no habrá ningún tipo de participación y muy poca información.
Pareciera que en las crisis quienes están en posiciones de poder enfrentan el dilema de hacer cambios para intentar superarlas —lo que puede suponer riesgos— o bien aferrarse a las viejas mañas confiando en que las cosas volverán a su cauce tradicional. Es claro que, a lo menos respecto de la justicia penal, nuestras autoridades han optado por no innovar. Usarán el viejo método de la negociación soterrada, que probablemente producirá un fiscal débil y con poca legitimidad social, que difícilmente pueda encarar con eficacia los enormes desafíos que el Estado de Chile enfrenta en relación con su capacidad para combatir el delito.
¿Por qué han actuado de ese modo? ¿Han temido arriesgarse a un fiscal que con mayor legitimidad social pudiera meterse en cuestiones desagradables que los afecten? ¿Ha sido solo la costumbre de entender que el aparato del estado es un botín que deben repartirse? ¿O es que no entienden que la crisis demanda de ellos nuevas actitudes?
Es difícil saberlo.