Arte: “Ander” (MNBA), cuando la creación era solo sobrevivir
29.10.2022
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29.10.2022
Comentario de la exhibición sobre propuestas de arte independiente y experimental en los años 80 en Chile. Teatro, videoarte, pintura, cómic, música y fotografía por décadas considerados «marginales», y hoy en el principal museo del país.
En los años 60 del siglo pasado, los artistas que integraban el movimiento Fluxus se preguntaban sobre el por qué no convertir la vida cotidiana en arte: que cada gesto, cada espacio, cada pequeña acción, por banal que fuera, tuviera la trascendencia suficiente para que en última instancia reflejara la experiencia de estar vivos. Puede sonar ingenuo hoy, cuando las fronteras del arte están definitivamente borroneadas, que la política de Fluxus aún siga vigente en su gesto seminal. Y sirve para poner en perspectiva cómo su espíritu vital sobrevoló la escena artística chilena más marginal (o underground) de los años 80, la que hoy se exhibe (hasta el 24 de diciembre) en el Museo Nacional de Bellas Artes bajo el título «Ander, Resistencia cultural en El Trolley y Matucana 19».
Porque visto en perspectiva, este heterogéneo movimiento artístico que despercudió los grises años de dictadura era justamente eso: un crudo (a veces desafinado), pero potente grito de sobrevivencia que se tomó todos los medios disponibles para hacer sentir su necesidad telúrica: música, pintura, cómic, fotografía, teatro, diseño gráfico, performance, cine y video. La muestra que se exhibe en la Sala Matta del MNBA recupera parte de los materiales y los registros de las obras que se exhibieron en ambos espacios de Santiago poniente: la sala El Trolley de San Martín con San Pablo, lugar donde el director teatral Ramón Griffero estrenó sus primeras obras (entre ellas Cinema Utoppia); y el galpón de Matucana 19, epicentro de conciertos, performances y fiestas.
«Ander» tiene la virtud de recoger sintéticamente todas las disciplinas artísticas que se organizaron en torno a estos lugares en esos años. Su propuesta curatorial (a cargo de Juan José Santos) se enfoca en el registro de lo que fue más que en la calidad, y en la posibilidad de recuperar patrimonialmente piezas difíciles de ver en otras circunstancias: fanzines, afiches de teatro y conciertos, cómics hechos artesanalmente, chaquetas rockeras, y el mítico bajo-metralleta del grupo punk Índice de desempleo. Esta cualidad multiexpositiva (acompañada además de material complementario como charlas, materiales online y una página web con más información) releva adecuadamente la dimensión política del movimiento, ligado no a un discurso explícito, sino que a una expresión de deseo, de estetizar la vida y los cuerpos con inscripciones políticamente subversivas para la época, y donde las referencias pop eran necesarias, vitales. De ahí la incomprensión inicial a su carácter como arte político y sus posibilidades de transgresión —y su enfrentamiento a otras manifestaciones de protesta, como el Canto Nuevo— desde la música rock o el cómic underground, lo que les valió ser «acusados» de cosmopolitas, o de privilegiar raíces foráneas para construir un discurso artístico que no era una lucha discursivamente explícita contra el régimen de Pinochet.
Es interesante reconocer hoy, y retomando la idea de arte-vida de Fluxus, que este movimiento no buscó trascender ni instalarse en ningún sitio de oficialidad cultural. Lo crudo y lo efímero convivían armoniosamente en la propia autoconciencia que tenían de sus limitaciones de circulación, tanto de las obras como de los propios artistas, de ahí que las fiestas en El Trolley o en Matucana 19 eran, más que expresiones de libertad en dictadura, reafirmaciones de identidad que solo tenían significado en esas circunstancias, adversas desde la práctica del arte como de la propia sobrevivencia cotidiana. Creo que eso explica también la disparidad de calidades de las obras convocadas, desde registros «poco pulcros» de performances y obras teatrales, a objetos que se podrían encontrar en una tienda de antigüedades: el gesto está en recuperar el valor de rebeldía y transgresión con todos los materiales que estuvieran a mano. Que hoy lleguen al principal centro artístico del país, da cuenta de las operaciones de legitimidad y puesta en valor patrimonial que ciertos procesos artísticos van adquiriendo con los años, a contrapelo de las ideas preconcebidas sobre lo canónico en el arte.
De manera similar, entendiendo lo político como resistencia pero a la vez identidad, la práctica del videoarte en los años 80 se entiende como un gesto de sobrevivencia en un entorno casi sin actividad audiovisual, y los festivales franco-chilenos de videoarte entonces fueron un instancia irrepetible de creatividad y subversión, a contrapelo de la cultura oficial. No es casualidad que hace pocos meses, una gran muestra se exhibió en el Centro Nacional de Arte Contemporáneo de Cerrillos (CNAC) con el título de «Festival Franco Chileno de Videoarte. 40 años», recuperando el valor patrimonial de esa otra práctica underground realizada en dictadura, íntimamente hermanada con esta exhibición.
Las políticas de la nostalgia emergen, dirán algunos. Pero quizás estas operaciones de rescate patrimonial tienen la virtud de rescatar momentos claves que por su vocación anti establishment, fueron dejadas en apenas un pie de página por la oficialidad artística. Lo under, finalmente, sale a flote.