¿Quieres consolidar el statu quo? ¿Qué tal elegir un gobierno de izquierda?
21.10.2022
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
21.10.2022
«En el Chile neoliberal hay pocas ‘incertidumbres incómodas’, que son precisamente aquello que caracteriza a la creatividad», advierte el doctor en Economía José Gabriel Palma, en columna de Opinión para CIPER: «Ese país lleno de certezas absolutas recuerda la frase de un político latinoamericano: Soy un hombre de pocas ideas, pero fijas. Estas rigideces han probado ser un obstáculo significativo para el progreso, porque, como nos enseña la visión del mundo de Darwin, las especies que sobreviven son las que mejor responden a un entorno cambiante.»
Pregunta: ¿cuál era la forma más efectiva para primero cerrar la puerta que nos abrió el estallido social (y que nos daba la oportunidad para una transformación política y económica), y luego crear un escenario que pudiese facilitar el rechazo del proyecto de nueva Constitución y la aprobación del TPP11?
Respuesta: elegir a un gobierno «de izquierda», y luego quitarle el piso para que le dé vértigo.
Eso puso en movimiento una dinámica ya conocida durante el ciclo ideológico de la Concertación después del plebiscito del ‘88: la de los tres momentos del cambio ideológico. Las «necesidades urgentes» de lo inmediato llevan a una dinámica en la que lo necesario de la coyuntura (en este caso, la táctica de usar el TPP como moneda de cambio), pronto lo eleva al estatus de estrategia, y luego lo transforma en ideología de gobierno.
Pero, como tantos otros escenarios que se repiten en la historia, la primera vez parece tragedia, pero la segunda tiene algo de farsa.
Parece que a mucho/as del FA les pasó lo típico de quienes llegan al poder: no consiguieron compatibilizar el pensar por sí mismo/as con el ser ello/as al mismo tiempo. Las creencias se definen, así, como adherencia a nuevos dogmas y necesidades, y no a convicciones internas. La acción no está impulsada por estas convicciones, sino por la subordinación a los requerimientos del poder. Ya nos decía Theodor Adorno en su obra magistral Minima Moralia: «La forma más efectiva de dominación es aquella que delega en los dominados el ejercicio de la violencia en la cual descansa». Y eso es el TPP: los veinticinco de los treinta capítulos que no tienen nada que ver con lo comercial son una forma de violencia de las multinacionales, conglomerados chilenos «internacionalizados» y nuestra derecha política, en contra de nuestra democracia. Lo que no pudieron imponer durante un gobierno de derecha, lo pueden hacer en este «de izquierda».
***
Si algo nos enseña la historia política y económica de los países en desarrollo es que el éxito de cualquier estrategia de desarrollo transformativa necesita que los que la llevan adelante deben ser capaces de movilizar un alto grado de apoyo popular (ciertamente, más allá de una simple mayoría). Eso se requiere pues es la única forma de enfrentar la oposición ciega que van a desarrollar los «usual suspects»; aquellas fuerzas internas y externas opuestas al cambio, pues viven de las ventajas que les dan el statu-quo y su abundancia de rentas fáciles.
En este sentido, algo notable del TPP, e ignorado en prácticamente toda su discusión, es que los que más se van a beneficiar con su aprobación son los conglomerados chilenos «internacionalizados» (para clasificar de tal basta una oficina en Lima con tres empleados). Básicamente, con el TPP empresas chilenas van a poder llevar al Estado chileno, por asuntos chilenos, a dichas cortes internacionales de fantasía (el mero hecho de llamarlas «cortes» ya es como una exageración). En castizo, dichos conglomerados se van a transformar en una especie de nuevo «Tribunal Constitucional»: a menos que el gobierno negocie con ellos todo cambio en su política económica o de regulación, si bien no podrán impedir dicho cambio, sí van a tener el derecho arbitrario de demandar todo tipo de compensaciones en cortes sesgadas a su favor.
Si bien dicho apoyo masivo se logró en el Brasil de la llegada de Lula y en el Chile del inicio de la Concertación —también, en la Sudáfrica de Mandela—, lo que falló fue que ninguna de dichas experiencias tenía una estrategia de desarrollo transformativa (o la voluntad de generarlas). Agendas sociales tímidas eran bienvenidas, pero nuevas agendas productivas no lo eran. En pequeños círculos político-académicos se hablaba de ellas, pero jamás hubo la intención política real de implementarlas. Como ideología, el neoliberalismo resultó ser una tecnología de poder tan efectiva que paralizó la imaginación crítica en casi todos los que se le oponían. Usando el lenguaje de Žižek, en la esfera de lo económico es donde tuvo lugar la peor derrota ideológica posible de la centroizquierda: cuando se termina contando historias de otros como si fuesen propias.
En este sentido, el estallido social fue una de esas oportunidades que se dan, cuando mucho, una vez por generación. El 80 por ciento votó por un cambio constitucional. Era la oportunidad histórica para un cambio de verdad en nuestra añeja estructura política y arcaicas formas de acumulación. Además de la ineficiencia de la política pequeña y los autogoles de la Convención Constitucional, lo que se necesitaba para cerrar esas dos oportunidades históricas era elegir un gobierno de izquierda que se paralizara frente a la magnitud de los desafíos por delante.
Y así, a tres años del estallido social, la oportunidad de un cambio constitucional verdadero y de estrategia productiva pasan a la historia. El «más de lo mismo» ―pero ojalá mejor― se consolidó como nuestro horizonte. En esa perspectiva, menos mal que Mario Marcel es ministro de Hacienda, pues al menos con él se hace más factible un «ojalá mejor» en cuanto a balances fiscales y efectividad del sector público. La empresa nacional del litio de la ministra de Minería es otro buen ejemplo de intentar avanzar dentro de esas coordenadas. Pero los grandes desafíos políticos y económicos para salir del subdesarrollo tendrán que esperar otro remezón que abra nuevamente la imaginación social.
***
Mientras tanto, estamos clavados con un gobierno a la deriva, sin horizonte ni brújula ideológica (más allá de su tan ansiado programa transformador de juventud de clase media en cuanto a reforzar nuestros importantes «derechos personales»). Frente a los escollos por delante, hacen lo único que parecen saber hacer: la ambigüedad estratégica. Los argumentos que se han usado para justificar su voltereta en el aire respecto del TPP11 son paradigmáticos:
(1)
¡Qué el TPP ‘11’ no es el TPP ‘12’!, dice uno de los economistas más cercanos a Boric. Algo que ahora repite el Presidente. El «11» ya no tiene lo malo del «12», aseguran. Se olvidan que los diputados Boric, Vallejo y Jackson lideraron la oposición en la Cámara al TPP11 en abril de 2019 (el «12» ya era historia, pues Estados Unidos se había salido del TPP dos años antes, en enero de 2017). Además, olvidan que lo único que hizo el «11» es que, cuando EE. UU. se salió del TPP, solo se «suspendieron» ―no sacaron― unas veinte disposiciones que había incluido EE. UU. en el «12». Éstas siguen siendo parte del tratado. Si Chile firma el TPP11, acepta la posibilidad de que estas disposiciones suspendidas pasen a ser activas en cualquier momento.
(2)
¡Qué el TPP11 no es distinto a los demás tratados comerciales que ya ha firmado Chile!, repite un senador que antaño tenía el respeto de tantos. Se olvida que el TPP11 sólo tiene cinco capítulos de tipo tratado comercial tradicional, y que hay otros veinticinco que no sólo no tienen nada que ver con lo comercial, sino que además son precisamente los que nos atan las manos para el cambio. Son la camisa de fuerza que nos rigidiza en el statu quo. Son lo más parecido hasta ahora a las leyes de amarre de Pinochet, pues si bien no imposibilitan el cambio, nos obligan a pagar compensación por cualquier cambio de política económica o regulatoria que afecte la rentabilidad de lo viejo, lo contaminante, lo que ya perdió toda legitimidad. Son los que también emasculan a las empresas públicas. Son los que nos imponen en forma más estricta un concepto distorsionador de propiedad intelectual, que en el hecho retarda la creación de conocimiento. Y tanto más.
(3)
¡Qué se van a sumar más países al TPP! Sí, seguro, pero como igual tenemos tratados bilaterales con medio mundo, eso no va a cambiar mucho las cosas en lo comercial; y multinacionales de más países nos van a poder demandar en cortes de fantasía, sesgadas hacia ellas, si es que hacemos cualquier cosa innovativa que afecte sus rentabilidades. Mientras menos países en el TPP y más tratados comerciales bilaterales bien hechos (y con litigios en cortes nacionales), mejor.
(4)
¡Qué las side letters! Como si no se supiese a dónde vamos con eso: Nueva Zelanda lleva cuatro años tratando de hacer algo similar y apenas ha conseguido cuatro (pues con Australia ya tenían un acuerdo de esta naturaleza). Si Nueva Zelanda —con una Primera Ministra que todos toman en serio— solo ha logrado cambiar las cosas en este sentido con cuatro países (y no muy relevantes), es bien poco probable que nuestro país llegue más lejos. Sin duda intentar eso es mucho mejor que no hacer nada, pero esperar que eso vaya a cambiar las cosas en forma significativa es pura quimera. Y, en todo caso, la existencia de dichas cortes de fantasía, sesgadas a las multinacionales, es solo uno de los muchos problemas del TPP (en especial, en los otros veinticinco capítulos).
(5)
Y que «después de todo» no es tan malo, insisten. «Después de todo» esto y esto otro. Si hay algo patético en esta vida es la vulgaridad de un raciocinio. Una cosa es perder democráticamente frente a quienes piensan realmente distinto; pero cuesta tragarse los nuevos argumentos de ahora, del tipo que Jean-Paul Sartre llamaba de mauvaise foi (de mala fe). Aquellos que son un ejercicio destinado tanto a engañar a otros como a engañarse a sí mismos de que la transformación de la sociedad se ha convertido en el último riesgo inaceptable.
***
Por su parte, muchos de mis colegas economistas, aquellos que idealizan el statu quo, ni siquiera respetan: i) su propia teoría neoclásica y sus condiciones para que los mercados asignen recursos en forma eficiente; ni ii) su teorema del second best para el diseño de políticas económicas.
Para lo primero, se necesita que las empresas sean «price takers» y «rules takers» ―Chile no puede ser más lo opuesto a eso, pero a pocos les importa―, que no existan externalidades (o que el gobierno las haya abordado perfectamente a través de la regulación y la tributación) y que los contratos sean «completos» (cualquier semejanza con la realidad chilena es mera coincidencia). Para lo segundo, se requiere que el pragmatismo sea la norma en la elaboración de políticas económicas, y que lo más sagrado que haya que defender sea el espacio de maniobra para las políticas públicas y regulación.
Cuesta inventar algo que nos pueda restringir más en todo lo anterior que el TPP.
Para dichos economistas, es como si su nueva labor en la vida fuese crear narrativas que idealicen a los rentistas, los mercados desregulados y las finanzas especulativas; junto a demonizar al rol del Estado y a los trabajadores.
Mientras tanto, este gobierno y los usual suspects transan una nueva Constitución (con bordes tipo soga al cuello) por una «modernización» económica tipo TPP (como la de Ricardo Lagos en Ferrocarriles, comprando trenes españoles de segunda mano). No es exageración decir que desde el retorno a la democracia es difícil encontrar un gobierno tan conservador como el actual, en el sentido de cómo ha ayudado a consolidar el statu quo en lo económico. Parte de eso es que en pocos meses ha sido factor esencial para hacer realidad el sueño de Sebastián Piñera: que se reordene el espectro político del más-menos 50/50 tradicional, hacia uno que puede incluso terminar en dos tercios versus un tercio; con una gran centroderecha que incluya sectores importantes de la ex Concertación, y, de yapa, con un TPP que antagoniza a distintos sectores dentro de la izquierda. ¡Y todo eso en menos de un año!
***
Chile es un país en el que tanto el proceso de relegitimación del capital como el desvanecimiento de su imaginación crítica han sido particularmente pronunciados. El neoliberalismo —con sus sofisticadas tecnologías de poder y sus poco sofisticadas políticas económicas— así lo ha conquistado, incluyendo a la mayoría de su intelectualidad «progresista», de un modo tan completo (y feroz) como la Inquisición conquistó a España.
Este escenario es propicio para que muchos sean presa fácil de ideologías narcisistas, llenas de «certezas absolutas»; subjetivamente propensos a la neofobia (intrínsecamente reacia a romper la rutina). Esta pasividad propia de la arrogancia es la antítesis de lo que se necesita para facilitar el paso de un país en un estatus de ingreso medio-alto a uno de ingreso alto; esto es, para romper el «techo de vidrio» que caracteriza a la trampa del ingreso medio. Para dicho tránsito lo que más se necesita son las upgrade flexibilities (flexibilidades reactualizadoras), tanto en el empresariado como en las estrategias productivas; así como un Estado fuerte, capaz de «disciplinar» a dicho empresariado a diversificarse hacia actividades más intensivas en conocimiento, caracterizadas por poseer potenciales más altos para un crecimiento sostenible de productividad. Eso es, precisamente, lo que más nos va a dificultar el TPP11. Como dice la canción “Hotel California”, seremos «prisioneros de nuestras propias cadenas».
En el Chile neoliberal hay pocas «incertidumbres incómodas», que son precisamente aquello que caracteriza a la creatividad. Ese Chile lleno de «certezas absolutas», en cambio, recuerda la frase de un político latinoamericano: «Soy un hombre de pocas ideas, pero fijas». Estas rigideces han probado ser un obstáculo significativo para el progreso porque, como nos enseña la visión del mundo de Darwin, las especies que sobreviven son las que mejor responden a un entorno cambiante. Sin embargo, debido a que la evolución inevitablemente genera grandes incertidumbres para los agentes dominantes, las rigideces predarwinianas construidas en la base del modelo neoliberal ―no hay mejor ejemplo de ello que el TPP11― apuntan precisamente a evitar aquello, intentando crear un congelamiento regulatorio y de políticas económicas para rigidizar el cambio; o, al menos, para distorsionarlo.
Continuando con este punto de vista, argumentaría que los analfabetos del siglo XXI no son quienes no saben leer ni escribir ni aquellos que no pueden aprender a hacerlo, sino que quienes no pueden «desaprender» y «reaprender» para poder enfrentar mejor al cambio.
***
Como señaló Walter Benjamin, detrás de cada surgimiento del fascismo yace el fracaso de un proyecto político importante. En Chile, parece que ya vamos en el segundo: uno fue el de la denominada «tercera vía», cuya insipidez parece haber causado tal letargo en la imaginación social que opciones antes inconcebibles se han vuelto posibles (casi terminamos con un pinochetista en La Moneda, a lo Brasil de Bolsonaro); el otro es el proyecto político de aquella generación que llegó al gobierno con Boric, y que a pocos meses ya se desvanece.
La novedad no es que haya oligarquías que prefieren una existencia rentista fácil, como la del nutrirse de «la fruta al alcance de la mano» («low-hanging fruit»), gracias a Estados emasculados, burocracias anónimas y mercados manipulados. Lo novedoso es la facilidad con la que siguen siendo capaces de salirse con la suya en el Chile de hoy. Como he mencionado antes, en Chile es tal la fuerza del statu quo que nuestra élite capitalista ha logrado consolidar su escenario rentista preferido de tal forma que se ha transformado en algo que se aproxima a lo que en estadística llamamos un «proceso estacionario»; en el sentido de que impactos desequilibrantes (como el colapso económico de 1982, el retorno a la democracia en 1990, e incluso el estallido social del 2019) solo logran tener efectos temporales.
Esa es la gran característica de nuestra oligarquía: a pesar de ser una institución altamente disfuncional, tiene gran capacidad para «persistir» y reacomodarse.
Desde esta perspectiva, la denominada «maldición de los recursos naturales» equivoca la causa del problema: ésta no está en la abundancia de recursos naturales per se, sino en un tipo particular de ideología rentista que encuentra un campo fértil en dicha abundancia.
Y ahora en Chile, con la facilidad del empresariado para diversificarse horizontalmente en el extranjero y la nueva abundancia de mano de obra barata, el contraste con el Asia emergente va a poder seguir inalterado por mucho tiempo. Mientras en Corea uno encuentra entre el uno por ciento superior a empresarios que producen algunos de los mejores autos en el mundo, en Chile algunos pueden llegar a dicho uno por ciento simplemente llenando los estanques de bencina de esos autos (lo cual les significa ganar una proporción del ingreso nacional de prácticamente el doble que su homólogo en Corea).
Sería injusto culpar a la «mano invisible» de esto: es pura y simple capacidad para manipular mercados, apropiarse indebidamente de las rentas de los recursos naturales (equivalentes el año pasado a alrededor de un 20% del PIB, según el Banco Mundial), tener gobiernos eunucos y burocracias anónimas dispuestas a seguir la ideología de moda. Paradójicamente, lo que parece caracterizar más al paradigma neoliberal es justamente su incapacidad para entender de qué se trata realmente el capitalismo, la marca registrada del TPP.
A menudo se reconoce que la única legitimidad histórica del capitalismo ─a saber, la legitimidad de pequeñas élites para apropiarse de una proporción tan grande del producto social― descansa en la capacidad de estas élites de usar esa apropiación productivamente y desarrollar las fuerzas productivas al hacerlo. Esto solo se puede hacer reinvirtiendo la mayor parte de dicho ingreso. Keynes, por ejemplo, en su famoso libro The Economic Consequences of the Peace (1919) explicaba el contraste entre los países «emergentes» de la época (Alemania y EE. UU.) versus Gran Bretaña:
Los nuevos ricos […] preferían el poder que les daba la inversión por sobre los placeres del consumo inmediato. […] Aquí yace, de hecho, la principal justificación del sistema capitalista. Si los ricos hubiesen gastado su nueva riqueza en su propio goce, un régimen así se hubiese hecho hace mucho intolerable.
¡Ciertamente intolerable! Desde esta perspectiva, quienes creen que para ellos la victoria del TPP es estratégica, recuerden que las tensiones solo se pueden resolver «avanzando». En Chile, en cambio, como se pierde tanta energía tratando de «detener el tiempo» ―la razón de ser del TPP― queda muy poca para empujar el progreso. La falta de imaginación social no solo corrompe nuestra economía, sino también nuestra democracia.
No cabe duda de que éste fue el mensaje principal de los disturbios sociales de Chile en 2019. Y el problema no es sólo chileno, ya que hay poca probabilidad de encontrar los atributos ilustrados que mencionaba Keynes en los nuevos ricos de ahora del mundo occidental, pues el discreto encanto de la burguesía al estilo chileno se ha difundido a lo largo del mundo (excepto que aquel proceso no ha sido muy «discreto» ni ha tenido mucho «encanto»; ni tampoco oligarquías como la chilena tienen mucho de «burguesía»).
A veces me pregunto si la versión singular del neoliberalismo adoptada por Chile, y tan bien expresada en el TPP, se puede resumir en «no queda nada más por decidir». En el caso de la izquierda ahora en el gobierno, sería un «no queda nada más por pensar en forma crítica». De hecho, en Occidente (norte y sur) la actitud hoy en día hacia el diseño de políticas económicas se asemeja a la del gran físico Lord Kelvin al comienzo del siglo XX, quien decía (cuando Einstein ya casi entraba en escena): «En la Física ya no queda nada nuevo por descubrir […]. Todo lo que queda por hacer son mediciones más precisas».
Eso en economía tipo-TPP se traduce en que en cuanto a estrategia productiva ya no queda nada por descubrir más allá del extractivismo y rentismo fáciles; y que el único desafío por delante es intentar afinar su implementación. Hoy en día las élites económicas en Latinoamérica no se conforman con nada menos que una clase política estilo Stepford Wives en la novela de Ira Levin: que los ayude en todo lo posible para poder hacer las cosas a su gusto. Como tantos y tantas saben en Chile, la vida no es tan fácil como sugeriría nuestro estatus de ingreso medio-alto, ya que uno no solo tiene una familia, sino también una oligarquía que mantener.
Desde el punto de vista de su potencial de desarrollo (y usando términos prestados del psicoanálisis), tal vez lo que mejor caracteriza al Chile de hoy ―y a América Latina en general, especialmente a sus principales actores privados y públicos― es su adicción a una vida empobrecida. Quizás esto sea realmente aquello contra lo cual se rebeló la gente en Chile en octubre del ‘19, en especial los jóvenes, las mujeres y los pueblos originarios.
En Chile, es como si las brujas de Macbeth hubiesen profetizado: vivirás empantanado entre un modelo neoliberal que perdió toda fuerza y legitimidad y discursos progresistas que (después del desastre actual) no van a lograr generar suficiente credibilidad. He llamado a esta trampa un «momento gramsciano»; uno donde lo viejo se desvanece, pero lo nuevo no logra nacer. En este interregno, como nos advertía Gramsci, es casi inevitable que «aparecerá una gran variedad de síntomas nocivos»; como los Bolsonaro de nuestra región.
Como decía Theodore Roosevelt (¡un presidente republicano!): «De todas las formas de tiranía, la más vulgar es la tiranía de la mera riqueza, la tiranía de la plutocracia». También parece ser lo menos propicio para potenciar nuestra imaginación social, particularmente en política y economía.