Adentro-Afuera (algo más sobre el 18/O)
21.10.2022
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21.10.2022
«Hemos visto así esta semana dos posiciones monumentales, si se quiere: la primera, glorificando la institucionalidad; la segunda ‘conmemorando’ la revuelta. La tarea política clave ahora es la de desmonumentalizar la revuelta: tanto de aquellos que la atacan erigiéndola como ‘el Mal’, como aquellos que la defienden, concibiéndola como ‘el Bien’». Columna de opinión para CIPER sobre el tercer aniversario del 18/O.
A Nelly Richard, por su lucidez
Una de las cesuras que se debatieron en el transcurso del proceso constituyente fue la relación que la revuelta popular de octubre podía tener con la nueva institucionalidad de la Convención Constitucional. El progresismo vio una completa continuidad entre ambos lugares (tal como lo testimonia el documental de Patricio Guzmán Mi país imaginario), y otro sector de izquierda concibió una total discontinuidad, al punto de que la revuelta veía en la Convención nada más que su «traición». En particular, mi posición fue estratégica, y tuvo que ver con pensar que la relación que existía entre ambos lugares debía ser pensada desde la noción de «disyunción». Este tipo de relación abre una complejidad que la dicotomía antedicha no está en condiciones de asumir, tal como ha quedado en evidencia en el vivo debate de esta semana en torno al tercer aniversario de aquel 18/O.
Se trataba de que la relación entre un «afuera» y un «adentro» pudiera yuxtaponerse, para que el «adentro» de la férrea institucionalidad portaliana urdida desde el Acuerdo del 15 de noviembre pudiera permearse con el «afuera» de la revuelta popular de octubre, tal como hasta cierto punto ocurrió. La disyunción exigía que la Convención promoviera una suerte de cohabitación entre un afuera que devenía interior y un adentro que salía hacia el exterior. Pero en vez de posibilitar la complejidad de dicha cohabitación, progresivamente se escindieron los dos lugares de su yuxtaposición —el «punto de intersección», indicado por Jesi—, dejando al afuera de la revuelta de octubre en el exterior (calle) y el adentro del progresismo constituyente en el interior (institución). Había que abrir el «adentro» y habitar el «afuera»; incluso, estar «adentro» pero habitar el «afuera».
Si se quiere, todo consistía en jugar con las topologías. Sin embargo, el devenir político del proceso constituyente lo impidió. Su consumación habría sido el borramiento de la referencia al estallido social en el preámbulo del nuevo texto constitucional.
La cuestión de la disyunción marca un problema clave que es preciso deslindar: una revuelta porta consigo una decidida potencia destituyente, pero no toda potencia destituyente se expresa exclusivamente como revuelta. La potencia destituyente puede sobrevivir a la revuelta, tal como sucedió en la elección de los constituyentes los días 14 y 15 de mayo de 2020. Quizás, fue ese momento en que la yuxtaposición o intersección estratégica del afuera-adentro operó de la manera más intensa: los partidos tradicionales (salvo excepciones) fueron arrasados por nuevas voces, múltiples grupos y movimientos que representaban la/os nueva/os convencionales. Esta situación muestra que la potencia destituyente (afuera) —lo que, en su momento, llamé provisoriamente el «partido octubrista», que no era nada más que una intensidad— podía incidir decisivamente en la misma institucionalidad (adentro), abriendo a esta misma su posible democratización, superando así el carácter tradicionalmente autoritario de las instituciones urdido por el portalianismo.
No es necesaria una revuelta para abrir dicha potencia. De hecho, ésta tiene lugar cotidianamente, cada vez que nos reímos por un chiste, nos apasionamos por alguna experiencia artística, urdimos una inventiva para salir de un atolladero, o que un niño que teme a la oscuridad enciende la luz de la habitación y ríe por no encontrarse con ningún monstruo. Esa luz es la potencia destituyente que nos hace dejar los miedos atrás y habitar al mundo de otra forma. Todas estas escenas portan consigo la destitución de un cierto estado de cosas que había sido naturalizado, que pasaba por obvio; o, si se quiere, asumía una investidura sagrada que le hacía aparecer a los ojos de los seres humanos, como una forma a-histórica e invariante.
Interrumpir las formas prevalentes y abrirlas a otros ritmos —a decir del increíble lingüista Henri Meschonnic— o a otra experiencia del tiempo, en los términos de Furio Jesi, constituye el momento más decisivo de la (des)operación destituyente. Todas estas consideraciones significan que la teoría de una potencia destituyente, tal como la ha esbozado Giorgio Agamben, no se reduce al marco de una «revuelta», sino que también puede cohabitar intempestivamente (y no podría hacerlo de otra forma) con la cotidianeidad de la vida social; por cuanto dicha potencia nos permite atravesar miedos (fantasmas), es capaz de des-operativizar el funcionamiento de la institucionalidad y posibilitar nuevos usos de la misma.
Así, el conflicto que desata la destitución no es, de ningún modo, entre el «afuera» y el «adentro», entre la «calle» y la «institución», sino entre los diversos usos a los que abre dicha potencia que, justamente, posibilita la disputa del «adentro» institucional por el «afuera» de la calle, donde esta última se arrima al campo institucional abriéndolo a su democratización. En otros términos, la «calle» y la «institución» son solo dos momentos de un mismo devenir de la potencia destituyente al interior de un conjunto heteróclito de otras instancias que, articuladas en red, pueden servir de lugar en el que se cristalice dicha potencia.
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Haber concebido el problema político en virtud de la existencia de un «afuera» irreductible respecto de un «adentro» donde la potencia destituyente solo podría sobrevivir en la calle (porque lo demás era «traición») y jamás al interior de las mismas instituciones en función de su transformación (por eso sucumbía a la «normalización») fue un reduccionismo propio de la falta de horizonte estratégico. Porque no se trataba de defender ni la «calle», por un lado —como si ésta fuera «pura»—, ni tampoco la institucionalidad, por otro. Ni la calle ni la institucionalidad —el «gnosticismo» es propio del pensamiento oligárquico— están cerradas sobre sí mismas, sino atravesadas una y otra en su propio acontecer.
Si bien el fantasma portaliano que nos asedia para inocular miedos nos insta siempre a pensarnos desde la posición angélica —es decir, desde la gestión y los cargos administrativos que prometen perfección e incontaminación con los «vicios» siempre atribuidos al pueblo [ver, del mismo autor, «El fantasma portaliano: desprecio y violación a la República», en CIPER-Opinión 15.04.2022]— es menester entender que la dicotomía del «afuera» y el «adentro» podría sostenerse desde la teología (el Bien versus el Mal), pero sería difícil, y absolutamente inane, hacerlo desde la crítica.
Más bien, sólo la crítica —en cuanto intensidad destituyente— puede abrir campos estratégicos y una contingente reubicación de posiciones. Porque la crítica nos permite entender que el «afuera» y el «adentro» no existen nunca como dos polos «puros» y absolutamente dicotómicos.
Esta fue mi opción: por un lado, reivindicar la revuelta de octubre en su singularidad; por otro, no dejar que la potencia destituyente que ella había puesto en acción sucumbiera a la institucionalidad que debía trastornar. Pensar que era lo uno o lo otro era asumir un sentido dogmático antes que estratégico, y mi postura siempre fue llamar la atención sobre la compleja relación de disyunción y eventual intersección de ambas fuerzas. En efecto, la dicotomía, que abre un conflicto entre instancias sin posibilidad de trastorno, hace sistema con la conciliación entre contrarios desde la cual se abastece: el conflicto irreductible terminó en el acuerdo irreductible, una dialéctica muy provinciana, pero no menos eficaz. La disyunción, en cambio, no ontologiza las dicotomías y, por tanto, tampoco las reconcilia. Más bien, juega con el diferencial de ambos para situar estratégicamente la cuestión política.
Intelectuales del orden destacan que solo la vía institucional es la que sirve, obliterando que el problema no es «institución-versus calle», sino cómo esa misma institucionalidad ha estado capturada por una fuerza de clase —el fantasma portaliano— que le arroja hacia la inercia propia del «peso de la noche». Otros, encandilados con la simple revuelta —desencantados al extremo porque esta última no perduró lo que debía perdurar—, intentan «conmemorarla», pero completamente privados de su acontecimiento.
Si se advierte bien, se trata de dos formas de parálisis, de dos expresiones del fantasma portaliano que ha restituido su Reyno; dos derivas tanáticas de la revuelta que ha transformado las potencias en una energética inercial (portaliana). Sea como negación o simple conmemoración. Ambas posiciones funcionan como clausura de todo horizonte estratégico y, por tanto, de toda puesta en común de la imaginación.
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Hemos visto así esta semana dos posiciones monumentales, si se quiere: la primera, glorificando la institucionalidad; la segunda «conmemorando» la revuelta. La tarea política clave ahora es la de desmonumentalizar la revuelta: tanto de aquellos que la atacan erigiéndola como «el Mal», como aquellos que la defienden, concibiéndola como «el Bien». La revuelta está más allá del bien y el mal porque ella marca el momento cómico de los pueblos en que se suspende el hilo del tiempo, y las sustancias (todo aquello que parecía invariante, natural y obvio) deviene simples máscaras. El pueblo enmascarado es, precisamente, el de la revuelta.
A esta luz, la revuelta no fue más que un gesto de desmonumentalización del país, la irrupción de un baño de lo Real en medio del pretendido paraíso (neoliberal). Por esto, ser hoy fiel a su acontecimiento significa desmonumentalizarla también a ella sin perder de vista, por cierto, la magnitud histórica de su interrupción, su carácter «cómico».
Podríamos decir que las fuerzas involucradas en el proceso constituyente no supieron habitar la topología del «afuera-adentro». Ello fue precisamente lo que fracasó; sobre todo, porque en dicha disyunción se jugaba la tácita alianza de clases que progresivamente se escindió, dejando al «afuera» en el exterior y al «adentro» en el interior. El triunfo del progresismo no fue más que el del fantasma portaliano. En él se terminó por destruir la frágil alianza de clases abierta en octubre de 2019, y con ello se fraguó el abandono del mundo popular al progresismo triunfante en el plebiscito del 4 de septiembre.