Legitimidad y proporcionalidad: el vacío de la fuerza
19.10.2022
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19.10.2022
«Es meridianamente claro que vivimos en un país en el que la fuerza es vista como un bien individual; como una gestión que no le pertenece a la colectividad sino a cada quien. Por eso, la actual discusión sobre uso legítimo de la fuerza por parte de Carabineros parece lejana a la vida en común.»
Los golpes se tomaron la escena muy rápidamente. La sensación terminal del puño en su cara, el calor que se irradiaba desde la superficie de contacto del palo con el resto de su cuerpo, el olor de la sangre que bajaba por su nariz y la humedad que la empezó a rodear…
Tenía no más de 12 años y vivía en la periferia. Veníamos escuchando hace días que algo había hecho él que les había molestado a ellos. ‘Él’ era un compañero común y corriente de un curso paralelo de Séptimo Básico. ‘Ellos’, la protopandilla que empezaba a probar el alcohol (y otras cosas) y dibujaba grafitis en los muros del barrio. No vivían cerca entre sí ni compartían el mismo colegio, pero algo hizo él que ellos iban a cobrarle por su cuenta.
Esa semana hacía el calor de una primavera ya entrada. Empezábamos a salir de noche y a preguntarnos si acaso les gustábamos a ellas (estábamos muy inseguros al respecto). No recuerdo bien, pero el problema de él con ellos tenía que ver con eso, porque, en parte, la cofradía de la protopandilla se articulaba en torno a su miedo al rechazo. Cuando él acudió a la cita de ellos, todos sabíamos a qué iba. «Le van a pegar», pronosticaban los comentaristas informales del asunto camino a la plaza de maicillo, en esa villa de calles sin nombre ni árboles capaces de sombra.
El líder de ellos era del barrio. Lo conocíamos desde que éramos niños, pero ahora parecía un desconocido. Sacó de su mochila azul un palo que debió haber sido el de una silla rota (el palo tenía un tornillo). Cuando se puso a conversar con él, recuerdo un ir y venir de argumentos, dichos sin ningún compromiso. Una especie de música sin sentido que no tardó en darles la entrada a los golpes.
El palo pegó primero y le partió la ceja a él, que luego se defendió bien. Pero la sangre estaba por todos lados y entonces recibió un par de palos más; uno de ellos, en la nariz. Nadie en esa multicancha habló esa tarde sobre el control de la fuerza ni de llamar a la policía para controlar la situación. Que yo recuerde, nadie insinuó darle cuenta a algún adulto sobre las heridas y el dolor. Quizás nos parecía que la violencia callejera no es más que un palo que choca en la cara de alguien. Y que, ante ella, defenderse es todo. Sin parar, sin etiqueta ninguna.
Éramos niños que estábamos solos, porque nadie nos dijo entonces que lo que nos sucedía, por violento que fuese, pudiera someterse a algún tipo de orden. Entre nosotros, solos de nada, testigos mudos: el Estado y su normativa nos parecían algo muy lejano.
***
Probablemente, en Chile los debates sobre uso de la fuerza estén mediados por el dolor de un abandono similar. Es meridianamente claro que vivimos en un país en el que la fuerza es vista como un bien individual; como una gestión que no le pertenece a la colectividad sino a cada quien. Por eso, la actual discusión sobre uso legítimo de la fuerza por parte de la policía parece lejana a la vida en común. Se nos dice, como si fuera un descubrimiento y no algo obvio, que Carabineros encarna la fuerza y la coacción legítimas. De algún modo, la institución se ha convertido en una figura para rellenar símbolos de todo tipo, pese al enorme abandono a su alrededor.
Existe un punto muy cómodo en el debate en el que pareciera que lo que se espera es la relativización del uso de la fuerza por parte del Estado. Quien se ampara en la idea (fácil) de que toda represión es inaceptable provee una visión caricaturesca del individualismo —que reúne a personas de derecha y de izquierda—, negándole al Estado un supuesto evidente: la necesidad de velar por el orden es propia de la institucionalidad y, por tanto, ineludible en la vida en sociedad.
Del mismo modo, sostener, como se está haciendo en estos días en entrevistas y columnas de opinión, que la policía necesita de nuevas leyes que le permitan repeler el crimen y las amenazas —y que, por tanto, acaso el «auge de la delincuencia» deba hacernos renunciar a la proporcionalidad— da por correcto el mismo error. Hace como si esas leyes no existieran.
A veces, no se puede rellenar con leyes una plaza de maicillo en la periferia de Santiago.
Parece que hoy en Chile vivimos tiempos muy agitados como para pensar en el Estado como el mínimo común, o sea como un escenario de producción de condiciones de realización de nuestra convivencia. La vida colectiva como un conjunto de relaciones que debiera tender hacia conseguir la mejor versión de cada uno es una aspiración que parte de otro supuesto obvio: la principal propiedad de esa vida es su organización.
Cuando, como sucede desde hace unos años en Chile, una profunda crisis social nos hace sentir que el Estado no nos representa, surgen quienes asumen que puede haber rebeldía jurídicamente protegida en la violencia en contra del orden y de las policías, así como quienes aluden a la necesidad de dotar de normatividad a las facultades policiales para repeler por la fuerza a la violencia.
Ambas posturas representan extremos inconducentes. ¿En qué punto comenzamos a confiar de este modo en las exageraciones? Porque así como es exagerado pretender que toda protesta es buena pues porta siempre los ideales inmaculados de la justicia social (y que, por lo tanto, no puede tratarse como un crimen aquella violencia ejercida en nombre del Bien), lo es también olvidar —de algún modo deliberado— que el uso estatal de la fuerza debe limitarse por definición y estar sujeto a una legítima fiscalización ciudadana, pues representa la fuerza colectiva, en la que el Estado reúne a todas las identidades individuales para su mejor realización.
Es un error pretender que Carabineros no sea sino una representación de nuestra voluntad de rechazar la violencia. Allí donde las policías son vistas como un enemigo, las normas con las que indicamos lo que nos parece aceptable o censurable se diluyen en la irrelevancia. Vivir bajo reglas que nos permitan discutir razonadamente sobre la violencia, mediante un rechazo fenoménico y justificado, no admite la estridencia de la batalla.
El debate actual parece habernos devuelto a esa periferia de fines de los 90. Ya no son él ni ellos, sino algo mucho más borroso. La discusión en curso me recuerda mucho a esa coreografía que apareció como un simulacro de conversación previa a los golpes ese día de primavera. Las palabras importan cada vez menos, y los golpes cada vez más.