18/O – De chauchas y evasiones: el transporte colectivo como detonante histórico de las revueltas populares
17.10.2022
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17.10.2022
En el tercer aniversario del 18-O, un historiador pone en perspectiva las asombrosas coincidencias entre el reciente estallido social y agitaciones colectivas previas en el Chile urbano, como la «revuelta de la chaucha», de 1949. Son sucesos que, tal como expone en esta columna para CIPER, «parecen estar así conectados en una espiral de distancias entre ciudadanía y representación que no debe ignorarse hoy, cuando los actores políticos parecen incapaces de consolidar un nuevo pacto que logre aminorar las tensiones latentes en la sociedad.»
La tarde del día 17 de octubre de 2019 comencé a escribir una columna sobre cómo el alza de las tarifas al metro de Santiago, que venía generando una creciente agitación entre los estudiantes secundarios desde la semana previa, había desencadenado, desde fines del siglo XIX y en más de una ocasión, grandes episodios de descontento social en la historia de Chile. Tras pedir algunas opiniones, poco antes de la medianoche dejé escrito su título: «De chauchas y evasiones: transporte público, tarifas y protestas en Chile», en parte apelando a la conocida «Revuelta de la chaucha» (16 y 17 de agosto de 1949), de la que poco antes se habían conmemorado setenta años e incluso discutido en un encuentro académico sobre esos días agitados en la Universidad Diego Portales.
Entusiasmado, envié mi texto a distintos medios para su publicación ante la contingencia que se abría, sin sospechar que el estallido a punto de ocurrir al día siguiente dejaría mis reflexiones temporalmente superadas por la contingencia. En medio de la agitación de aquellos días, reflexionar sobre la historia de unos sucesos ocurridos siete décadas antes parecía un riesgo, una invitación a seguir agitando las llamas en la hoguera donde el modelo político y económico construido desde 1973 parecía derrumbarse inexorablemente. Hoy, a tres años de distancia temporal, estimo que no sólo puede retomarse el análisis con mayor tranquilidad, sino también dar una ligazón de perspectiva histórica entre lo ocurrido en 1949 y el país actual, hitos unidos por la forma espontánea en que la población de Santiago levantó la acción directa como forma de protesta frente a la tensión económica, política y social.
El gobierno de Gabriel González Videla, la última de las administraciones del llamado ciclo radical, había consolidado el giro de la política chilena hacia posiciones conservadoras que, como ha observado Carlos Hunneus, fueron generando crecientes fisuras al sistema democrático chileno. En un contexto global marcado por la Guerra Fría y el aislamiento al Partido Comunista, cuyos votos habían resultado fundamentales para el triunfo del mandatario, abrieron la puerta reaccionaria. La promulgación de la llamada «ley maldita», que declaró ilegales a los comunistas, fue el epítome de este proceso, que, sin embargo, no puso freno a los problemas económicos (como la inflación derivados del temprano agotamiento del modelo desarrollista, ni tampoco sirvió para enfrentar una serie de problemas sociales ascendentes, como el de la crisis de la vivienda ante el acelerado crecimiento de los centros urbanos del país producto de la migración interna.
En este escenario, la dependencia del país en materias energéticas, particularmente de combustibles, fue generando un constante malestar ante el aumento de sus precios, que repercutía en todas las actividades económicas. Aunque se habían manifestado previamente algunos problemas puntuales ligados a estas dificultades u otras anexas —entre ellas, el desabastecimiento de productos básicos como el aceite de cocina o las protestas de los choferes de autobuses por reclamos salariales, estudiados alguna vez por Jorge Rojas Flores o Gabriel Salazar—, fue la subida en las tarifas de la locomoción colectiva lo que serviría de mecha para una explosión social que no era esperada por nadie. Ataques a buses, saqueos, apedreos a las fuerzas públicas y la respuesta a balazos de éstas que dejaron un número indeterminado de víctimas, fueron algunas de las consecuencias inmediatas de unas jornadas donde la debilidad del gobierno quedó en evidencia.
Así, aunque el «problema del tránsito» era un asunto recurrente desde la década del 30 en la discusión política, con el control tarifario como principal medida para controlar el descontento ante las abiertas deficiencias del servicio, en agosto del ‘49 se llegó a un punto de quiebre. ¿Fue el exclusivo descontento ante el alza del transporte lo que motivó la irrupción de múltiples actores a la acción directa en las calles? Estudiantes, obreros y grupos medios salieron a encarar el escenario político y social sin una organización mayor que lo promoviera, pese a los intentos del gobierno y la prensa tradicional de la época por conectar a los comunistas con los hechos. Aunque ciertos cuadros de dicho partido hayan podido alentar desde algunos espacios las posiciones radicales, su influencia en un momento de persecución política abierta no dejaba de ser marginal.
De hecho, los comunistas habían formado parte del sistema político que había logrado elegir una década antes de estos hechos el Frente Popular y con ello la apertura hacia nuevos grupos de representación como los partidos obreros y las fuerzas de centro del radicalismo. El triunfo de Pedro Aguirre Cerda en 1938 impulsó un nuevo proyecto modernizador, en el que el Estado debía convertirse en un actor central para el proceso de desarrollo; sin embargo, las coyunturas externas (como la Segunda Guerra Mundial), así como la incapacidad del capitalismo criollo para consolidar una economía fabril sin el apoyo de los recursos fiscales, mostraron los tempranos límites del desarrollismo. Mucho se ha escrito sobre este proceso, pero aún está pendiente una lectura sobre cómo ellos aterrizan en el cotidiano de la sociedad hasta llegar a momentos explosivos como los que conmemoramos estos días.
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A la luz de lo ocurrido estos últimos años en el país, cabe detenerse en la lectura de estos hechos. No tanto en una lógica pedagógica respecto a qué nos pueden enseñar a futuro, sino más bien en cómo el cierre de los canales políticos y la distancia entre representación y ciudadanía dejan flancos abiertos para las acciones directas, en especial cuando hay inestabilidad ya sea económica, política o social. La conciencia respecto a los alcances que ciertas decisiones pueden tener en un contexto de este tipo nos obliga a replantearnos el rol de la política frente a eventos cuyos alcances sociales pueden catalizar reacciones explosivas. Los sucesos ocurridos ya más de siete décadas atrás, al igual que aquellos de hace tres años, parecen estar así conectados en una espiral de distancias entre ciudadanía y representación que no debe ignorarse hoy, cuando los actores políticos parecen incapaces de consolidar un nuevo pacto que logre aminorar las tensiones latentes en la sociedad.
Las lecturas de estos hechos han generado una serie de nuevas interpretaciones debido a sus alcances tanto históricos como también contemporáneos. Recientemente, la publicación del libro Huelgas marchas y revueltas. Historias de la protesta popular en Chile, 1870 – 2019, editado por Viviana Bravo y Claudio Pérez, incluye varios capítulos en los que asoman análisis a estos momentos (entre ellos, un texto de la editora sobre la «revuelta de la chaucha» y otro sobre el estallido social), lo que demuestra la vigencia de tales temáticas para la historiografía social y política actual. Resulta imprescindible hoy, cuando tenemos mayor perspectiva para abordar los hechos, reflexionar sobre su origen y naturaleza. Por ejemplo, no podemos olvidar que los sucesos de 1949 y 2019 tampoco fueron únicos: las jornadas de comienzos de abril de 1957 —estudiadas profundamente por Pedro Milos, y también de manera reciente retomadas por Luis Thielemann en sus análisis sobre las protestas urbanas— nos dejan en evidencia que estas fracturas sociales están latentes y esperan por el fuego que encienda la mecha.
Situaciones quizás de menor intensidad, pero igualmente explosivas, se han sucedido en realidad desde fines del siglo XIX. ¿Cuánta influencia tiene en sí misma la cuestión del transporte público en medio de estos procesos? Aunque sea un ejercicio algo ingenuo, debemos recordar que la movilidad urbana en el contexto de ciudades metropolitanas como Santiago responde a la lógica del consumo colectivo, término acuñado por el sociólogo Manuel Castells para reflexionar sobre las dinámicas de las demandas por parte de los movimientos sociales en sus luchas por ámbitos como la vivienda y también la movilidad. La escala de nuestras grandes ciudades y la concentración demográfica en las mismas hace de estos aspectos una cuestión de alta contingencia para la población y autoridades, como lo demuestran las continuas inversiones en la materia, lo que incluye la extensión de infraestructuras como el metro o la incorporación de nuevos vehículos para los servicios de superficie. Sin embargo, debemos entender que tanto su funcionamiento como la relación de los habitantes de la ciudad con los mismos no dependen exclusivamente de la oferta en términos de mercado, sino también de aspectos económicos como el costo de los servicios o la idoneidad de los mismos. Así, es necesario leer a la vida urbana y sus tensiones bajo un prisma amplificador, no limitado a las lecturas tecnocráticas sino también a los alcances sociales de la misma, al igual que a su inserción en contextos políticos determinados. Para ello, solo cabe continuar reflexionando sobre unos hechos que hoy parecen más cercanos que nunca en el tiempo.