Se acerca el «populismo 3.0»
07.10.2022
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07.10.2022
Los hay de derechas y de izquierdas; con líderes venidos de sectores dominantes o de clase popular; carismáticos o amenazantes: «Para decirlo simplemente, en las democracias modernas el populismo se está convirtiendo en una forma dominante de relacionarse con los ciudadanos, ya que éstas han perdido el sentido de la deliberación pública, de la consulta popular y de la búsqueda del bien común.» Columna de opinión para CIPER.
El buen resultado electoral del presidente-candidato Jair Bolsonaro en la primera vuelta de las presidenciales brasileñas lo conocimos solo una semana después del triunfo de un partido posfascista en Italia [y que analicé en mi columna “Lecciones desde Italia: el empuje del populismo autoritario”, en CIPER-Opinión 27.09.2022], lo cual indica con claridad que, en numerosos países, el cursor de la política se está desplazando. Hace diez años, en su excelente e inspirador «Qu’est-ce le populisme?», Christian Godin advertía del acecho del populismo sobre el mundo occidental, aunque en gestos desconocidos hasta entonces: Godin considera posible que el populismo llegue a ser en el siglo XXI el peligro democrático que fue el totalitarismo en el siglo XX, y no es un juicio de valor, sino una observación lógica: al ser el sistema preponderante en la mayoría de los gobiernos, una crisis de la democracia representativa —de la cual el populismo es síntoma manifiesto—, es, por deducción, una crisis de la democracia. Sin apellido.
Todo concepto político comparte esa impureza fundamental, pero que también es su riqueza, de ser a la vez prescriptivo y descriptivo; de transmitir valores y al mismo tiempo plantear observaciones. En ese sentido, podemos pensar que el populismo vincula algo («¡el verdadero pueblo al poder!») asimilable a lo que sucede con la democracia o la idea de república. El solo hecho de que existan populismos de derecha (casi siempre calificado de «extrema derecha»), de izquierda, de clases dominantes y de clases dominadas —para usar la distinción de Ernesto Laclau, muy en boga durante los años de estudios de los miembros del actual Ejecutivo en Chile— parece hacer inconsistente la noción. Pierre-André Taguieff indica que, al ser un estilo político ideológicamente no fijado, el populismo no es ni de izquierda ni de derecha (lo vemos en Sudamérica con el populismo que va de los extremos de Bukele a Maduro), pues su esencia es precisamente neutralizar la diferencia entre ambos márgenes.
La consigna «ni derecha ni izquierda» ilustra la dimensión antipartidista o antipolítica que reclaman para sí los nuevos movimientos populistas. Aunque entre ellos existen diferencias radicales y capitales, pisan un terreno de ideas en el que podemos encontrar una serie de características comunes.
Por ejemplo: el populismo de derecha es muchas veces xenófobo, y el populismo de izquierda no lo es. Pero el populismo de izquierda es económicamente proteccionista, al igual que el populismo de derecha; y ambos son nacionalistas, soberanistas (contrarios a los sistemas de integración) y antiglobalistas. Ambos atacan a la clase política y a las élites casi en los mismos términos y por razones análogas. Valores considerados como de derecha pueden ser defendidos por populismos de izquierda, y viceversa. Indica el mexicano Adriano Erriguel en Apuntes sobre la revolución que viene. Nacional-populismo versus liberalismo:
El futuro ya no estará en función de la izquierda y la derecha, sino de una apuesta por la transversalidad y la superación de ese binomio. Dicho de otra forma, el futuro dependerá de la construcción de un populismo integral —de un «populismo 3.0»— que trascienda los populismos de derecha e izquierda y asegure una expansión radical de la imaginación política.
Aquellos partidos que hoy en el mundo profesan el populismo —y no sólo los de extrema derecha— suscitan y activan las pasiones más negativas, incluso perversas, para ampliar su audiencia y mantener cohesionados a sus seguidores. Se cuentan entre éstas el levantamiento de chivos expiatorios (inmigrantes, élites, «políticos») y la identificación permanente de un enemigo al que atacar o destruir como vía directa de restablecimiento de la justicia, la prosperidad y la felicidad. Todo líder populista les señala a quienes lo/a escuchan o leen quiénes son sus verdaderos enemigos: personajes ubicados en la parte superior de la escala social (élites «ilegítimas», políticos profesionales, «apitutados» en el poder), en su propio entorno («el sistema», los lobbies), o provenientes de otros lugares (como sucede con los inmigrantes o la «agenda 2030» de la ONU).
Existen también, y más particularmente, enemigos ocultos dentro del cuerpo nacional, algo asimilable al concepto de «enemigo interno» hecho famoso durante la Guerra Fría, y que en el caso de Chile se ha usado para aludir a un Partido Comunista supuestamente omnipresente y multifunción (que está en la calle y en La Moneda, tras la quema del metro y en los hilos de la ex Convención, a la vez como protagonista de las artes y en la esfera financiera globalista, etc.).
En sí, el populismo no es una ideología política, como sí lo son el liberalismo, el fascismo o el socialismo. Remite más a un estilo que a un contenido. A diferencia de las ideologías que atravesaron las sociedades durante estos dos últimos siglos, nadie ha constituido, hasta ahora, una teoría conceptual detallada del populismo, y en parte es porque éste es menos una ideología que un recurso retórico.
Hay un camino populista, reconocible entre todos, y que trasciende las tradicionales divisiones políticas. Se le puede identificar por las formas de discurso que utiliza: directas, cercanas y alarmistas; así como las diferentes posturas que les son corolarias. Así, el líder populista no representa a los electores, sino que los encarna; toma al rebote la palabra de la gente. Frente a la elocuencia precisa de un tecnócrata (Emmanuel Macron, en Francia, por ejemplo; o Ignacio Briones, en Chile), el populista hablará con una voz clara y simplificadora (piénsese en Franco Parisi o José Antonio Kast), que inevitablemente lo acercará a la demagogia; es decir, a la promesa de tomar aquellas decisiones no que a sus convicciones les resulten necesarias, sino a las que el pueblo quiere escuchar.
«Aumentemos el poder adquisitvo»; «cerremos las fronteras»; «repongamos la pena de muerte contra abusadores de niños»; «mano dura contra la delincuencia»: todo radica en la indignación que la propuesta recoge y la forma en cómo luego ésta se articula (el tono, el sello), ojalá de forma directa y seca. De este modo, el problema con el populismo no radica tanto en el tipo de propuestas que hace circular sino en los medios que enarbola para aplicarlas; es decir sus soluciones a los problemas planteados.
Laurent Fabius, ex Primer Ministro francés, decía en 1985 del Frente Nacional: «Hace buenas preguntas pero da malas respuestas». Es legítimo preguntarse si acaso lo mismo no puede aplicárseles hoy a las formas actuales de populismo en el mundo.
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La idea de «pueblo» es procesada por el populismo desde un lugar de culto y devoción. Las ideas en torno a soberanía popular, cultura popular, etc. siempre estarán para el o la populista por encima de la mediación institucional y la dimensión programática, que entorpecen la inmediatez en la aplicación de soluciones. El estilo populista siempre busca ser directo y no verse sometido a ningún tipo de filtración por órganos representativos. Esto coincide con dos elementos muy importantes; primero, la era en la que hoy vivimos, de cibercultura y prescindencia de mediadores; segundo, la instalación de la democracia directa como ideal político.
Frente a élites distantes y opacas, el populismo cultiva la proximidad y la transparencia. El auge de las redes sociales ha contribuido a amplificar la desconfianza frente a las versiones «oficiales» y discursos jerárquicos instalados, redefiniendo así en menos de dos décadas el juego político, vía desinformación y reducciones simplistas repetidas hasta la viralidad (digital). Si hoy atestiguamos fenómenos populistas incluso en sociedades tradicionalmente democráticas y de buen nivel educativo entre su población es porque estamos asistiendo al deterioro de la democracia como tal, y no tan sólo de crisis en sectores, corrientes ni partidos específicos.
Para decirlo simplemente, en las democracias modernas el populismo se está convirtiendo en una forma dominante de relacionarse con los ciudadanos, ya que éstas han perdido el sentido de la deliberación pública, de la consulta popular y de la búsqueda del bien común.
Precisamente, por ese terreno fértil para el «populismo integral 3.0» es que debe tenerse cuidado con el empleo de los términos. Llamar a alguien «populista», hoy no es describir, sino descalificar. Es una palabra que desdibuja a ciertos personajes y colectivos, y a algunos les resulta conveniente que se crea que el rechazo al populismo es, en verdad, un descarte del pueblo como tal, que a la larga consolidará la irresponsabilidad y privilegios de las élites.
Alusiones como aquella de «no ir más rápido que su pueblo» son igualmente riesgosas. Hay que salir de la perezosa satanización de un fenómeno político emergente y abrir el camino a una discusión crítica matizada. Para combatir con eficacia, primero se requiere entender qué es eso contra lo cual se lucha (al menos, en sus ejes). La virulencia del antipopulismo que hoy observamos en parte del debate en Chile puede tener el efecto perverso de reforzar a este no sólo en sus certezas y en sus temores., sino, sobre todo, en su arraigo. Brasil e Italia nos han puesto en alerta.