Ni «pueblo» ni «élites»: otro diagnóstico del estallido social al Rechazo
30.09.2022
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30.09.2022
El análisis detenido de los resultados del plebiscito y las dinámicas del debate constitucional dan luces no consideradas hasta ahora, recuerda esta columna para CIPER de un cientista político. Cambios en los ejes históricos de derecha/izquierda y la contumacia de un electorado persistente en «estar en contra» son dos pistas llamativas: «El pueblo de las barricadas para la dignidad no es el mismo pueblo que el grueso del voto para el Rechazo. Es lindo decirse pueblo, pero la realidad es más compleja». [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
Se ha escrito mucho, no siempre con luz, sobre los resultados del plebiscito del pasado 4 de septiembre, momento-hito en la historia chilena reciente. Presento en esta columna tres hipótesis de explicación para lo sucedido, originales y fundamentadas. Antes de exponerlas, veo necesario desmontar ciertos «cuadros cognitivos» y léxicos hoy muy enraizados en el debate chileno.
Primero, y como sabemos desde mucho antes de Laclau, tenemos que abandonar analíticamente (pero no políticamente) la categoría objetiva de «pueblo». Imaginar un pueblo que, en conjunto y con una sola voz, habla fuerte es pobreza sociológica. Se asume hoy la existencia de un pueblo chileno contradictorio: en marcha, pidiendo grandes cambios, radicalizado a partir del estallido, harto del modelo neoliberal y hasta de los últimos treinta años, pero a la vez indoctrinado por el neoliberalismo, obsesionado por su propiedad privada, que vota en contra del producto del estallido y de la Convención. Tal concepción unitaria no tiene demasiado sentido ni da lugar a mucha coherencia.
Segundo, más problemático aún es hablar siempre de las élites (de las que el pueblo estaría harto, aburrido, desconfiado y descontento). ¿Pero quiénes conforman esas élites? ¿Son Boric y el Frente Amplio parte de una élite política? ¿Lo fueron los convencionales electos, pese a que las voces allí más estridentes fueron las de la Lista del Pueblo y escaños reservados? ¿Dónde empieza y termina «la institucionalidad» cuando hablamos de Elisa Loncón, del profesor Bassa, de la Tía Pikachu? ¿Hubo demasiados planteos maximalistas o, como escribió Rodrigo Ruiz, no suficiente radicalización para «romper los marcos referenciales hegemónicos»? Son preguntas, repetidas, que a mi juicio no plantean bien el debate.
Culpar la derrota del Apruebo por 24 puntos a la campaña feroz de desinformación de la derecha/elites/sectores poderosos no nos lleva muy lejos. Presumiendo que cuando la apuesta es alta siempre existe tal campaña, se nos hace imposible explicar variaciones espectaculares entre una elección reciente y otra, como el voto a constituyentes (mayo 2021) (efecto nulo), la victoria de Boric sobre la derecha (diciembre 2021), y luego la derrota reciente de la Propuesta de la Convención Constitucional, apoyada por el propio Boric. Del mismo modo, no se puede argumentar que «el pueblo» sabe y luego no sabe lo que quiere.
Lo que expongo a continuación se nutre de tres perspectivas diferentes: (1) la sociología política básica; (2) la lógica equivalencial y diferencial, del estallido a la Convención; y (3) la observación de la cultura política chilena reciente.
(1)
Compleja es la relación entre el indispensable espectro izquierda/derecha, las clases sociales, y, como he expuesto más arriba, la cuestión del «pueblo» y las «elites». La política chilena ha operado exclusivamente, desde quizá un siglo ya, a lo largo de una lógica unidimensional izquierda/derecha. El clivaje democracia-autoritarismo de la postransición era nada más que una variante del mismo. Chile es un país extremadamente rico en ofrecer en su tienda política todos los grises posibles, desde el blanco total al negro más absoluto en dicha escala de muy izquierda a muy derecha, con todos los matices intermedios posibles (los hay rojos, rosados, anaranjados y amarillos a la izquierda del centro). Es algo que no ocurre en muchos países, y esa unidimensionalidad contrasta, por ejemplo, con el espacio político argentino bidimensional, así como el quebequense.
Del mismo modo, en nuestro país históricamente existe además una correlación real, especialmente a nivel urbano, entre nivel socioeconómico y las preferencias izquierda/derecha.
Sin embargo, en la mayoría de los países desarrollados rige, hace por lo menos tres décadas, un espacio político en forma de X, con dos variantes muy distintas de izquierda/derecha que compiten entre sí. La primera es aquella —muy conocida en Chile, y la única tematizada aquí en el discurso público— sobre redistribución socioeconómica, derechos de propiedad, neoliberalismo, estado de bienestar, etc. La otra, cada vez más presente en los países desarrollados —y que por primera vez mostró políticamente aquí su nariz en el reciente debate constitucional— es, como muchos la llaman, la variante valórica, y suele tener que ver con aspectos socioculturales relacionados con la identidad y el sentido de comunidad (nacional u otra). Están allí los derechos de la diversidad sexual, de la Naturaleza, el derecho a la interrupción del embarazo y, por lo general, una actitud crítica frente a las relaciones verticales de poder y lo tradicional; así como, por otro lado, el apego a las tradiciones, el nacionalismo identitario (apego a la bandera, al himno y la llamada «chilenidad»), el rechazo a la inmigración latinoamericana, la admiración frente a las fuerzas del orden, el «respeto a la autoridad», etc.
Creo que es ese segundo eje el que hizo irrupción, de manera bastante masiva e inesperada, en la política chilena y motorizó a gran parte del Rechazo. Aun cuando puede haber algún solapamiento entre ambos, el pueblo de las barricadas para la dignidad no es el mismo pueblo que el grueso del voto para el Rechazo. Es lindo decirse pueblo, pero la realidad es más compleja.
Sería un error decir que la Propuesta constitucional se centraba en el segundo eje. Es cierto que tenía mucho para decir sobre derechos sociales, pero fue aquella parte asociada a derechos identitarios (o sea, de izquierda en términos del segundo eje) la que motivó muchos rechazos. Quizá abarcar el siglo XXI cuando ni siquiera los problemas básicos del siglo XX han sido solucionados fue demasiado que tragarse de un solo bocado.
Ver empíricamente los datos de sociología electoral dice mucho. Es falso, como lo afirma el estudio de Fernandez y Guzmán, de la UDD, que el factor clase no entró en juego en el plebiscito de salida. El voto para el Apruebo llegó apenas a 14% en Vitacura y a 17% en Lo Barnechea (6% en el local Colegio Everest; 7% en el local Monte Tabor y Nazaret) o a un 10% en el Colegio Redland, de Las Condes. En agudo contraste, el voto para el Apruebo fue del 51% en Puente Alto, de 55% en Pedro Aguirre Cerda, 54% en San Joaquín y 51% en Maipú. Es consistente y un contraste fuerte. Tal conocido patrón no se limita a la RM. En la Región de Valparaíso, el voto para el Apruebo fue de 21% en Reñaca, en contraste con el 50% en Valparaíso. Viña del Mar, como Santiago, es de las pocas ciudades que permiten ver barrios enteros muy diferenciados socioeconómicamente entre sí y que corresponden a unidades electorales. Si en Reñaca-Bajo el Apruebo consiguió 21%, en Forestal sacó más del doble, con 48%.
En breve, a nivel urbano las diferencias de siempre en el (primer) eje que vincula izquierda/derecha al nivel-socioeconómico persistieron muy claramente en el plebiscito de salida.
Sin embargo, la votación del 4-S mostró también, y por primera vez, otro eje muy visible. Aquella comuna en la que el porcentaje de voto Apruebo fue el más bajo de toda la República de Chile fue la de Colchane, con un notorio y magro 5%. Colchane es el lugar de entrada de la mayor parte de la inmigración latinoamericana ilegal a Chile (ahí fue que Kast quiso construir su zanja a-la-Trump.) Y es, sin duda, una comuna pobre, rural y mayoritariamente aymara (es una de las tres comunas en Chile con mayor porcentaje de población indígena). Por otro lado, también llamó la atención que Ñuñoa —comuna urbana y de clase media, la del Pedagógico, de los progres, de las protestas estudiantiles del 2011— fuese una de las pocas en las que sí ganó el Apruebo, con 51% en Plaza Ñuñoa. (o también en la escuela cercana a la Comunidad Ecológica, con casi 50%).
El anterior es un contraste que sugiere con toda su fuerza el segundo eje izquierda/derecha, y que no es al que discursivamente está acostumbrado Chile. Un eje de Colchane a Ñuñoa.
Subiendo desde Iquique hacia la pobre y más periférica comuna de Alto Hospicio, el Rechazo aumenta a 72%. Y, desde ahí, ya en el pueblo rural de Huara, llega a 77%. Como es bien sabido en EE. UU. y en otros países desarrollados, el clivaje izquierda/derecha se asocia a la distancia urbano/rural (incluyendo a pequeños pueblos, lejos de los grandes centros), así como al nivel de educación. En otras palabras, como la derecha dura en Chile ha sido «cuica», no deja de ser llamativo que en la elección se pusiera también rural.
La comuna que siempre ha votado más a la izquierda en Chile (siempre con dos diputados de izquierda en tiempos del binominal) es la norteña-minera de Diego de Almagro. Sin embargo, esta vez el porcentaje de voto Apruebo en esa comuna emblemática ni llegó al porcentaje de Ñuñoa (47%), lo cual no tiene precedentes. En la primera vuelta de la presidencial, Franco Parisi, del no muy progre ni idealista PDG, había terminado allí primero con 32% de los votos, mientras que Boric consiguió en Diego de Almagro tres puntos menos que su media nacional. Compárese con Ñuñoa, donde el actual Presidente ganó de lejos en primera vuelta con casi el 40% de los votos (casi el doble de su media nacional), mientras que Parisi obtuvo ahí un escuálido 2.2%.
Algo no tan distinto pasó en Tierra Amarilla, que en 2021 eligió un alcalde comunista pero donde luego terminó primero Franco Parisi (el tema de las identidades probablemente no arrasa en Tierra Amarilla). En el barrio de Recreo, el «Ñuñoa» de Viña del Mar, el Apruebo sacó 45%, bastante más que en Tierra Amarilla o que en Calama (29%).
En breve, a partir del cuadro de sociología electoral aquí expuesto, analíticamente convendría no hablar más de «pueblo» como un grupo homogéneo e inalterado, sino reconocer correctamente bases sociológicas correspondientes a los cuatro polos mostrados en la gráfica del X.
(2)
No parecieron advertir los militantes del cambio transformador lo que implicaba pasar de una lógica equivalencial, como fue claramente el caso durante el estallido social y sus secuelas hasta la elección de constituyentes, a una diferencial, propia a la redacción de artículos (distintos, por definición) para una Constitución. Si existe un fenómeno mundial que encajó como un guante con el modelo de Ernesto Laclau sobre la lógica equivalencial (y el significante vacío) fue, respectivamente, el estallido social chileno y la consigna de «dignidad». Allí se suman equivalentemente cualquier reclamo no atendido por «los 30 años» y el «modelo neoliberal» de derecha. Lo más, lo mejor: más (en reclamos y personas) es mayor fuerza. El pueblo «despertó» y está «unido» en sus demandas en la calle. No importa demasiado la coherencia entre pedidos distintos (desde el feminismo al No+Tag), sino la «opresión», la «no atención» y el clamor popular. Unificando esa lógica equivalencial está el pedido de «dignidad», que lo abarca todo. Del otro lado, el bloque de poder queda, durante el gobierno de Piñera, muy visible. Hasta allí con Laclau.
El problema no es tanto, per se, la institucionalización del proceso (el llamado noviembrismo; o la Constituyente, que es su resultado), sino que la redacción de los artículos redentores en una Constitución no puede sino seguir, al menos en Chile, una lógica diferencial, en la que cada reclamo concreto encuentra su artículo ídem. Para los constituyentes transformadores, no hay nada ahí sorpresivo; pero para los medios y la población, cada artículo entronizado puede llamar, diferencialmente, la atención. Y basta que algunos de estos llamasen muy negativamente la atención para tener ahí motivo suficiente para un voto de Rechazo. Dicho de otro modo, cada artículo must stand on its own, y cada artículo puede ser motivo de rechazo global.
Es por ello que lo que convenía era más bien un texto constitucional maximalista, quizás, pero breve. No viendo el problema, los constituyentes trataron de escribir uno de los textos más largos y con más artículos de la historia constitucional latinoamericana, frente al cual, entonces, se esfuma «el pueblo». Para que «el pueblo unido» jamás sea vencido, es a veces mejor no explicitar demasiado y quedarse en lo general.
En los procesos constituyentes boliviano o chavista la frontera quedó inalterable, permitiendo en la conflictividad social preservar la lógica equivalencial. No fue, claramente, la naturaleza del proceso en Chile. Al momento de validar lo propuesto, ni había «narrativa de país» acerca de si la nueva Constitución culminaba un proceso oposicional desatado con el estallido social o si era, ahistóricamente, un «techo para todos», escrito «con amor» y porque la Constitución vigente había quedado vieja.
(3)
Es de preguntarse si en Chile se puede votar masivamente «a favor» de algo o identificándose con alguien (a la manera de lo que sucede en Argentina con el kirchnerismo, por ejemplo). O si acaso nuestra cultura política contemporánea ha instalado para la mayoría la costumbre de votar «en contra»; de modo escéptico, destituyente y desindentificado. Este problema es aún más serio que el de la legitimidad de las instituciones, que tanto preocupa a la clase literata. Sería, para usar el termino de Collier y Munk, un legado histórico que le da un sello a una posible cultura política chilena.
No se facilita una discusión inteligente si nadie se identifica con nada. Si nadie está dispuesto a defender una fuerza política, una figura pública, a una persona que se eligió. Si reina un discurso del «no estoy ni ahí» o del «son todos corruptos», no se crea una res pública. Y no estoy seguro de que esto sea «culpa del neoliberalismo» ni de Pinochet. Por cierto, hay un cierto facilismo a no identificarse con nada, a estar de acuerdo con cualquier interlocutor (porque «son todos malos»).
La evolución de las tasas de aprobación de cada presidente reciente es llamativa: a su máximo cuando asumen, luego —sean Bachelet, Piñera, Boric o el que sea— éstas bajan constantemente con el ejercicio mismo de la gobernanza; hasta que, cerca del momento en que se dejará la presidencia, vuelve a subir (la única excepción ha sido el segundo mandato de Piñera) porque «la/o vamos a extrañar». No se trata de derecha ni izquierda, sino que les ocurre a todos.
Un poco como los norteamericanos con la moral sexual y sus presidentes en los años 50, se les pide a los políticos electos un nivel de pureza moral que la mayoría de los habitantes comunes probablemente no tienen. Y eso que la política requiere además transar más que si uno es empleado público u obrero de la construcción. Es incompatible querer identificarse con «alguien como uno» y pedir un nivel de pureza que existe solo en la imaginación o los deseos sobre el «deber ser». Por eso, la realidad solamente puede desilusionar. Segundo, el discurso de los intereses no siempre se concilia con el discurso moralista. Tercero, no tiene mucho sentido concebir una moralidad única, jacobina.
***
El resultado abrumador del Apruebo en el plebiscito de entrada fue un voto masivo en contra de la Constitución escrita durante el régimen de Pinochet. La elección arrolladora en mayo de 2021 de constituyentes antisistema, como lo fue el resultado sorpresivo para la (hasta ese momento, desconocida) Lista del Pueblo así como candidatos no asociados al establishment, fue también un voto en contra del statu quo chileno. Y el 4-S se votó, también, en contra de una Propuesta. El peligro en Chile es, entonces, que todo aquello que «haya» que apoyar termine recibiendo un voto en contra, lo que nos dejaría sin duda en una situación absurda.
La institucionalidad no gusta ni se valora, pero tampoco los loud mouths de la Lista del Pueblo. No gusta Piñera, pero el apoyo a Boric va en descenso. La Concertación está electoralmente endeble (le queda para ofrecer su «experiencia de gobierno»). Como la mitad de la gente no vota, hay que obligarla a hacerlo. Que el Estado solucione todo, pero sin tocar mis ahorros. Y así.
En definitiva, estamos «todos» de acuerdo sobre lo negativo, pero parece haber poco consenso sobre lo que en la práctica apoyamos. Por lo menos, quizás podemos gritar «chi, chi, chi, le, le, le», estando de acuerdo en estar en contra de todo, imaginándonos un colectivo nacional (lindo), que quizá no existe más allá de la imaginación.