Brasil: El reverso de las elecciones
29.09.2022
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29.09.2022
«La vida cotidiana es vivida como una guerra (‘Estoy en la lucha’, es un dicho popular brasileño). Esa guerra no se vota: gane quien gane, la guerra seguirá. Para las mayorías que viven esta guerra, la democracia parece ser un asunto de los de arriba. Y viceversa. Son dos mundos que se movilizan, pero se ignoran.»
La elección presidencial brasileña del próximo domingo importa. Como colectivo, estamos por la derrota de Bolsonaro y la reelección de Lula. Todo señala que no se trata de un pleito convencional, con consecuencias más allá de las que estamos acostumbrados en un proceso electoral. Tanto la eventual victoria como la derrota de Bolsonaro puede abrir las puertas a un Golpe de Estado. Nada está asegurado.
En defensa de la legalidad, un nuevo consenso se ha delineado en la sociedad civil, cuyo espectro político es más amplio aún que el alcanzado en la campaña por la redemocratización posdictadura (1988). Partidos, sindicatos, movimientos sociales, personalidades, gran parte de los medios de comunicación y de las asociaciones patronales, y, de forma indirecta, también el gobierno de los Estados Unidos, se han unido esta vez en defensa de la democracia y del Estado de Derecho. ¿Por qué tan tarde? Nuestra impresión es que este consenso, en defensa de instituciones que desde hace tiempo vienen siendo amenazadas, significa un acuerdo general para avalar la investidura de Lula.
Las aspiraciones de una parte significativa de la sociedad contra las actividades golpistas del bolsonarismo son comprensibles y legítimas. Traen, de hecho, cierto alivio ante la avalancha de la extrema derecha de los últimos tiempos. Cuanto más apoyo contra Bolsonaro, mejor. Sin embargo, fue sólo cuando las élites económicas tomaron posición, con el apoyo de los principales medios de comunicación y el respaldo de los Estados Unidos, que se lanzó una campaña nacional contra su golpe. La diferencia con la campaña de las «Directas Ya», a inicios de los años 1980, que defendían la redemocratización del país y las elecciones directas, es que la actual campaña no ha sido acompañada por el apoyo ni la sensibilización de las masas.
Parece ser como si este consenso democrático se teje en el piso superior de la sociedad brasileña; un acuerdo de cúpulas, líderes y élites para afianzar una victoria probable de Lula. ¿Pero por qué? Con el apoyo de las élites, Bolsonaro aceleró durante su presidencia tendencias destructivas e incontrolables que, no obstante, se volvieron contraproducentes para el buen funcionamiento del capitalismo brasileño. Como resumió un promotor de la «Carta por la Democracia», leída en público en agosto pasado en la plaza São Francisco, en São Paulo: «El caos del país está haciendo perder dinero al mundo de los negocios».
¿Será, entonces, que en nombre de la lucha contra las actividades golpistas se intenta suspender, al menos de modo provisorio, esta dinámica autodestructiva? Detrás del nuevo consenso, ¿no habría un nuevo intento de contener la crisis brasileña?
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Paradojalmente, la amplitud y aparente fuerza del nuevo consenso pueden ser síntomas de su debilidad. En efecto, Brasil enfrenta una degradación económica y social que reducirá el margen de maniobra para cualquier consenso. Frente a la devastación en curso, es posible que políticas sociales, aunque limitadas, tengan un efecto importante. Hay muchos elementos de incertidumbre en el corto plazo, e incluso la realización de las propias elecciones es aún incierta. Pero nada indica que volverán los buenos vientos internacionales que antes beneficiaron al lulismo. De ahí el malestar que provoca la sensación de estar ante un «pragmatismo irreal», que ignora lo que es necesario hacer ante la realidad de una crisis que no se resuelve en las urnas. ¿Y quién pagará la indiferencia ante esta crisis?
Desde el punto de vista de las élites, el nuevo consenso puede ser un reposicionamiento táctico de pacificación. Una señal a favor de una política conciliadora, que busque remediar el malestar más inmediato. Pero este acuerdo no significa un regreso a la Nueva República de la posdictadura. Es, más bien, un momento para reordenarse. Parece ser que algo se prepara. El retorno de la contención lulista puede significar el paso atrás de una clase dominante que busca una salida. En el fondo, sería una antesala de nuevas batallas. El nuevo consenso parece ser una tregua, para luego reanudar una guerra inevitable.
La dinámica de la guerra emana de las formas de reproducción de la vida en la sociedad brasileña. Hay una guerra de los de arriba contra los de abajo. Hay una guerra del Estado contra la población negra y pobre. Mas, por sobre todo, la guerra es cotidiana, porque la forma de vida es ferozmente competitiva: el desempleado compite contra el desempleado, pero también contra quien está empleado. Quien, a su vez, compite contra sus compañeros de trabajo. En televisión, el reality show “Big Brother” imita esta competición y exclusión, en las que sin el muro de eliminación de competidores, no hay espectáculo.
En resumen, la vida cotidiana es vivida como una guerra («Estoy en la lucha», según el dicho popular brasileño). Esa guerra no se vota: gane quien gane, la guerra seguirá.
Para las mayorías que viven esta guerra, la democracia parece ser un asunto de los de arriba. Y viceversa. Son dos mundos que se movilizan, pero se ignoran. En el mundo ignorado por los de arriba, el imaginario social es un campo de batalla político. Policías y pastores son vistos, y se ven a sí mismos, como defensores de la patria y del bien contra el mal, mientras que los cristianos se entregan a una guerra por la eternidad para redimir al mundo de la corrupción y de males que, algún día, desaparecerán. Estos deseos existen más allá de la necesidad de supervivencia material. Abrazar estos deseos, que movilizan el imaginario popular, parece ser una de las claves del éxito de la extrema derecha.
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Nos encontramos hoy, a días de las elecciones, frente a dos caminos: en un paisaje de baja densidad popular, se encuentra la campaña por la legalidad y la defensa de las instituciones, ancladas en la conciliación; en la otra vereda, un río caudaloso metaboliza las elecciones en una movilización política, llenando las calles con las «Marchas de Jesús» y otros eventos, en que se dice que el cambió vendrá por la Salvación, como resultado de la guerra. Al margen de liberales y progresistas que se han dado las manos por la democracia, ellos también se preparan para una guerra inevitable. Pero su guerra parece ser contra ambos bandos.
¿Qué produce un mundo de todos contra todos? ¿Sociedad, como tal, o una dinámica social violenta, que se percibe como ingobernable? Para muchos, lo ingobernable requiere orden, a cualquier precio; y provoca el deseo de una violencia que ordene. Bolsonaro puede ser visto como una improvisación de esta política. Es probable que otros más capaces vengan. El futuro de este presente será disputado por ellos.
Vivimos en un mundo que produce en abundancia, pero esa abundancia se vive como escasez. Tal hechizo tiene un nombre: mercancía. Es necesario reconocer que la escasez, que nos pone en competencia los unos contra los otros, es una construcción política. ¿No será urgente una política contra esta política? Es técnicamente factible liberar a las personas del trabajo alienante y compartir la riqueza social. Pero esto es políticamente imposible en el presente. Y, sin embargo, parece que solamente esa política imposible puede desarmar la guerra. Entonces, ¿esta política no tendría que tornarse posible?
No sabemos si la paz tiene un futuro. Pero está claro que sólo tendremos un futuro emancipado, a la altura de nuestra imaginación, si conseguimos escapar de la política de la mercancía. Las elecciones, en la etapa actual, sirven globalmente para encubrirla. En el reverso de las elecciones, podremos tal vez descubrir algún camino.