Libros: El peso de la noche frente a la imaginación popular
28.09.2022
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
28.09.2022
Comentario sobre El fantasma portaliano. Arte de gobierno y república de los cuerpos (2022, Editorial UFRO; disponible para descarga), nuevo libro del académico Rodrigo Karmy Bolton. Este ensayo histórico-filosófico, que en parte revisa los paradigmas políticos instaurados en el siglo XIX por Diego Portales, se presentará en Santiago el viernes 30 de septiembre (La Cafebreria, Ñuñoa; 19 horas).
Aunque El fantasma portaliano fue escrito a partir de las conferencias de un ciclo titulado «Nueva Constitución. Discutir el presente, imaginar el futuro» (2021, Universidad de La Frontera), se trata de un libro, en cierto sentido, sobre el pasado: avanza sobre la configuración de los discursos del pasado y sobre cómo su sombra se cierne sobre el presente, a partir de lo que podemos identificar como el fantasma de la figura política más relevante del siglo XIX en Chile.
De Diego Portales conocemos sobre todo la expresión «el peso de la noche», con la que suele designarse la necesidad de mantener la inercia del pueblo como garante precaria del orden. Pero este texto de Rodrigo Karmy [ver textos del autor en CIPER-Opinión] puede ser leído como un revés del libro previo de Alfredo Jocelyn-Holt (El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica, 1997), donde se habla de un orden que, en palabras del historiador, «deberíamos tener, pero no hemos tenido». En ese ensayo, Portales se presenta como alguien extremadamente pragmático, que entiende el orden como materia prima de la dinámica social y gestión de gobierno, tanto para la elite, como para el pueblo no virtuoso. Es alguien atrapado entre dos imposibles: el orden legal racional al que aspira la república liberal, y el orden señorial tradicional.
Este ensayo es el revés de aquel texto, pues al deseo de orden contrapone la imaginación. Contrapone al orden legal racional no el peso de la noche sino que la democracia. El gobierno de los muchos pobres (del demos) se enfrenta así a la república del orden, como se la denomina en un pasaje.
República del orden versus democracia; orden versus imaginación. ¿Cómo se sitúa ahí el fantasma portaliano que sigue acechándonos?
La república del orden —orden que, para Portales, es en verdad pura facticidad— se construyó, escribe Karmy, a partir del fantasma de la monarquía. Cambió así el poder político de manos, aunque en una suerte de continuidad del orden económico y social. Lo que el peso de la noche garantiza es que, bajo ese aparente cambio de la fuente de legitimación del poder, se mantenga el mismo orden económico y social, pues las elites deben mantener como sea el control económico y social, y usarán el poder político como un medio para ello. En una serie de cartas que Karmy cita, Portales asegura haberse inmolado al involucrarse en política para poder garantizar dicho orden. Aunque deteste a la elite, sobre todo a la santiaguina, es parte o al menos comparte intereses claves con ella. Se reparten el poder la elite tradicional, que hacia el fin de la Colonia se convertirá en la elite gobernante, y los militares; y ese reparto incontestable se alza como garante del orden después de la anarquía.
«El peso de la noche», la enigmática expresión portaliana, pareciera aludir entonces a la inercia de las clases populares, y será lo que permita mantener el poder de las elites. Aun cuando el mismo Portales duda de su virtud, es una metáfora acuñada por el mismo Portales, y de cuyo uso no tenemos noticia previa, nos advierte Jocelyn-Holt. El diagnóstico de Portales nos advierte que la chilena es una república sin virtud; acaso un simulacro de república, si nos ceñimos a Aristóteles en La política (para quien la república, en cuanto forma virtuosa de gobierno, supone que la virtud está diseminada entre todo el pueblo, y la democracia es una forma de gobierno viciosa en tanto no apunta al bien común y parece más bien una reacción —aunque quizá inevitable— ante el devenir tiránico de la monarquía).
Una república sin virtud, habría que decir, no es más que una oligarquía vestida con los ropajes formales de la dispersión del poder, y esto no podría ser de otra forma si se parte de la constatación de la falta de virtud del pueblo. Esta distancia, que impide cerrar el orden de la república liberal, es analizado agudamente en este ensayo a partir de un fragmento del himno nacional, según el cual Chile sería «la copia feliz del edén».
Pero Chile no puede ser el Edén, su falta de virtud hace imposible que lo sea, nos recuerda Karmy. Solo puede erigirse como réplica, acercándose a ese Edén que sería la completitud del orden. El término «feliz» pareciera suturar la falta, que no es otra que la falta de las virtudes propias de un ciudadano. El pragmatismo de Portales —su desprecio del orden legal y de quienes lo defienden, su consideración meramente instrumental de la política— hace que nos preguntemos cuáles serían esas virtudes que podrían eventualmente producir un orden. Probablemente a Portales no le interesaba otro orden que el económico, y acumular suficiente poder para producirlo. Con vistas a ese fin, las virtudes serían meramente las de la laboriosidad y la frugalidad, por nombrar algunas; aquellas que ni los «jodidos» ni las «putas» de Santiago poseen.
También hay en Chile otras virtudes amables, que hacen que el orden legal sea superfluo. En una de las cartas citadas, Diego Portales escribe:
«De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. ¡Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas por su perfecta inutilidad! […]. A Egaña, que se vaya al carajo con sus citas y demostraciones legales. Que la Ley la hace uno procediendo con honradez y sin espíritu de favor. A los tontos les caerá bien la defensa del delincuente; a mí me parece mal el que se les pueda amparar en nombre de esa Constitución».
En este pasaje, la ley no aparece como garante de imparcialidad, sino más bien todo lo contrario, pues solo las cualidades personales de la «honradez» y la ausencia de «espíritu de favor» pueden garantizarla genuinamente. La ley, para Portales, es un obstáculo para la auténtica virtud. No sirve a la república, sino a la sempiterna lucha del bien contra el mal que se libra en la tierra, donde la victoria temporal del frágil orden que garantiza el peso de la noche solo puede lograrse «violando la ley».
La concepción portaliana de la ley es analizada por Karmy a partir del significado que adopta la feminización de ésta en la carta antes citada. La Constitución es, primero, «una señora» que hay que «violar» cuando las circunstancias son extremas; el acto de la violación no funciona como una «violación correctiva» (que haría de la Constitución «una mujer» en toda regla, corrigiendo cualquier desviación del rol que una mujer respetable debería tener), sino más bien perpetra el acto de degradación de «señora» a parvulita. Esa «señora» que debe ser violada si las circunstancias lo ameritan es en realidad una parvulita por su propia inutilidad. Señora y parvulita no son dos extremos entre los que transita la Constitución producto de la violación, sino que se asemejan más a las serpientes en la cabeza de Medusa que Portales, convertido en héroe de la república de la copia, se dispone a cortar. Los jodidos, las putas, la señora/parvulita/los malos-delincuentes: son todas esas las serpientes en la cabeza de Medusa.
Para Portales las leyes son ese poder femenino que debe ser eliminado.
Es la restitución del orden oligárquico frente al desorden de los experimentos populares.
***
Como planteaba al inicio, es interesante leer este libro como un ensayo sobre la potencia de la imaginación y sobre el futuro. Las cartas portalianas, dice Alejandro Fielbaum, se han seguido enviando hasta nuestro presente. Necesitamos una práctica política que devuelva esas cartas al remitente.
Rodrigo Karmy expone que la democracia es el lugar de la imaginación, mientras que la república es el del orden. Sin embargo, me gustaría tensionar esta distinción con otra: las repúblicas plebeyas frente a las repúblicas oligárquicas. En un texto reciente, Luciana Cadahia y Valeria Coronel contraponen las «fantasías decoloniales» (a las que consideran exotizantes) a la «imaginación republicana», rescatando precisamente el archivo de esas experiencias y experimentaciones de las repúblicas latinoamericanas que ensayaron formas de gobierno antirracistas y antioligárquicas como un genuino universalismo, frente a los falsos universales que pregonó la Ilustración. Recuperar este archivo, nos dicen las autoras, nos permite reflexionar sobre «el vínculo entre la participación popular y las mediaciones institucionales».
Cadahia y Coronel abren un conjunto de preguntas imprescindibles: ¿cuál es el lugar de lo institucional? ¿Existe algún procesamiento posible por parte de la institucionalidad de esta imaginación política?
En las primeras páginas de su libro, Karmy escribe:
Lanzados a la intemperie de los tiempos, sea el presente escrito una advertencia: la redacción de una nueva Constitución puede que no comporte mucha dificultad si es que dicho proceso no modifica sustantivamente los ordenamientos del fantasma. Muy diferente y llena de peligros resulta la escritura de una nueva Constitución desprendida del fantasma portaliano, un texto que imagina un mundo sin el gobierno fuerte y centralizador y su específico —y complejo— arte de gobierno. Conjurar el fantasma significa abrir la imaginación popular, destituir al peso de la noche y no reproducir su misma lógica en la nueva constitución.
«Conjurar el fantasma significa abrir la imaginación popular». ¿Qué imagina la imaginación popular? ¿Cómo podemos pensarnos más allá del peso de la noche? ¿Acaso recurriendo al archivo de las experimentaciones republicanas del siglo XIX en América Latina? Quizá ahí haya algunas pistas; al menos, un registro de que ha sido posible pensar una república plebeya.
Vemos cómo el reciente proceso constituyente puso en circulación la imaginación política no solo a través de la representación de una Convención de miembros elegidos por voto, sino también a través de cabildos, audiencias públicas y comentarios en medios. Fue un proceso que sin embargo le dio mayor oportunidad a los grupos organizados que a los ejercicios más espontáneos de imaginación popular. Aquel proceso destituyente que hizo posible en Chile el proceso constituyente fue también un conjunto de ejercicios de imaginación política que convivían con jornadas en las que la violencia estatal de un lado y la resistencia, de otro, hicieron que a la alegría muchas veces se le sumara la angustia y la pena. «Los muertos siempre los pone el pueblo», me decía una compañera en una reunión en aquellos primeros días de la revuelta.
¿Cómo puede la imaginación popular conjurar el miedo impuesto por la violencia, por la precariedad, por el abandono? El cansancio cuando cae la noche para quienes deben extenuar sus fuerzas día a día, el impulso de sumergirse en los paraísos artificiales —que para la oligarquía siempre fueron signo del vicio que caracterizaba a las clases populares y justificaban su exclusión de la república—, la necesidad de sostener la inercia del abandono.
Quizá a la enigmática figura portaliana del «peso de la noche» haya que contraponerle «la noche de los proletarios» rancieriana, esa jornada que excede la jornada y que es el espacio donde se permite poner en juego la imaginación política popular. Chiara Botticci en su libro Anarcafeminismo, vuelve sobre la figura de la política prefigurativa como el ejercicio que consiste en vivir de acuerdo a la idea de democracia que imaginamos, producirla en nuestras prácticas cotidianas. Sin esta práctica, ningún texto podrá conjurar finalmente el fantasma portaliano.