Horror al vacío
28.09.2022
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28.09.2022
Desde la perspectiva de nuestros rasgos culturales, el país luego del plebiscito se muestra fiel a una tradición histórica de desconfianzas y descuido hacia las necesidades más básicas, observa esta columna para CIPER. Comenta su autor: «No hemos sabido encontrar un relato que equilibre y dé sentido a nuestras recientes oscilaciones políticas entre el orden y el desorden institucional.» [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
Después del Rechazo al proyecto de nueva Constitución, el país ha vuelto a expresar una ascendente pasión por el orden. No hay matinal, programa de radio o portada de diario que no se entregue a los dulces sinsabores de la agenda de seguridad. Aquellos mismos medios que en 2019 enaltecían el heroísmo de los secundarios que saltaban los torniquetes del metro capitalino hoy se quejan del infantilismo de la protesta estudiantil. Si el año pasado la gala presidencial en el Teatro Municipal de Santiago fue reemplazada por una «Gala Constituyente» en la que sonó la obra Tierra sagrada cantada en mapudungun, este mes se repuso la celebración al Ejecutivo [foto superior] con La Traviata, de Verdi; El lago de los cisnes, de Tchaikovsky, y un arreglo de “La rosa y el clavel”.
La política, los medios y la cultura se han volcado a una sed restauradora. El gabinete en pleno se muestra en Fiestas Patrias bailando cueca; y no un tinku andino, una pericona chilota ni un purrún araucano, acaso clausurando con zapateo y pañuelos aquel derrotado deseo de multiplicar las formas de ser chilenos que quiso llamarse plurinacionalidad.
Frente a la promesa constitucional, todo intento de recuperar el orden por parte del Estado y los partidos políticos se ve tímido. Pero, a la vez, ante el trauma del estallido, todo intento de protesta amenaza imaginariamente con reponer el caos total.
No hemos sabido encontrar un relato que equilibre y dé sentido a nuestras recientes oscilaciones políticas entre el orden y el desorden institucional.
Pensar el estallido social como un problema religioso, propuso, lúcidamente, Manfred Svensson, para quien la protesta general de octubre de 2019 fue una revolución gnóstica, una vieja creencia que influyó y disputó un espacio con el cristianismo. El profesor de Filosofía explica que los gnósticos entendían el mal «como existente en sí mismo», y que «nuestro mundo era el escenario de lucha entre esos dos poderes». La rebelión fue por eso un intento de adaptar el mundo a las formas soñadas por el alma de los manifestantes. Contra esa idea, Svensson sugiere que «en lugar de adaptar el mundo a nuestros deseos, nuestra tarea es adaptar el alma al orden de la realidad». Y aunque su intuición es en extremo importante, sus conclusiones me parecen equivocadas. Estimo que nuestro problema de legitimidad política es uno de profundas convicciones religiosas, más antiguas que nuestro convulso presente.
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Chile no es solo un país sísmico, azotado frecuentemente por bruscos movimientos de tierra, sino que también cismático, golpeado con regularidad por violentos quiebres en la fe. Se podría decir que el país fue parido por desconfiados. La semejanza ideológica entre sus habitantes ha sido más bien una razón para el conflicto. Tras la Independencia, el bando triunfante cultivó la paranoia en lugar de la buena fe, denunciándose y matándose entre ellos durante esa larga enemistad entre o’higginistas y carrerinos. No sería demasiado suspicaz adjudicar el fusilamiento de Manuel Rodríguez a un exceso de recelo.
En una tierra de escépticos y precavidos, la crisis de fe es acaso la forma más fértil de la creatividad. Es posible que el más virtuoso de estos descreídos fuera el sacerdote jesuita Manuel Lacunza. Su linaje de criollo acomodado no hizo del joven cura un servidor obediente del Vaticano: a los 16 años, en contra de los deseos de su madre, ingresó en la Compañía de Jesús, lejos la más controvertida organización católica en las colonias españolas. La orden había sido acusada de laxitud doctrinal, elitismo e, incluso, de intriga en contra de la Corona española.
Entre rumores y murmullos se formó Manuel Lacunza (1731-1801), quien apenas una década después de ser ordenado sacerdote, se vio forzado al exilio cuando los jesuitas fueron expulsados del continente. Su inteligencia insumisa, sin embargo, se alimentó de la polémica.
Lacunza dedicó todos sus medios a pensar el fin del mundo. Lejos de la tierra natal escribió los tres volúmenes de su controvertida obra Venida del Mesías en gloria y majestad. Allí defiende una interpretación única del Apocalipsis. Para el jesuita resultaba absolutamente ilógico que la llegada del Mesías coincidiera con el fin del mundo. Estaba convencido que «debe haber un espacio de tiempo bien considerable entre la venida del Señor que esperamos, y el juicio de los muertos, o resurrección universal» (Tomo I, Cap. IV, cap.59.). El exiliado se unía así a la tradición de los milenaristas, que afirmaban que el Mesías volvería a gobernar el mundo terrenal por mil años antes del fin de los días.
Justamente ese espacio de tiempo era lo que angustiaba a Lacunza. Si fueran realmente mil años, ¿sería una larguísima celebración universal o habría un vacío en las escrituras? Lacunza se vio enfrentado a la segunda hipótesis: un vacío en los libros sagrados es un vacío en el poder. Pero su desconfianza no destruyó su fe en las escrituras, sino que lo llevó a crear una construcción doctrinaria más compleja. Lacunza cubrió este vacío con una teoría tan atrevida que extendería su exilio hasta la muerte: los mil años del gobierno de Cristo estarían saturados de política. Si el Mesías volvía «en gloria y majestad», pensó el sacerdote, y el mundo aún no se acababa, sus enemigos ya no serían las otras religiones, sino la misma Iglesia católica contra la que tendría que enfrentarse.
La angustia de percibir un hueco en la realidad ponía en cuestión la soberanía de la Iglesia sobre las almas. El horror de mil años en suspenso obligaba a Lacunza a llenarlo con una teoría tan radical que destruía la propia institución que lo sostenía. Lo que no podemos olvidar es que el sacerdote intentó una interpretación estrictamente doctrinal. No pretendía crear una herejía. Buscó el orden en medio de la angustia del vacío.
La ansiedad de Lacunza cifra una posible lectura alternativa de nuestra crisis presente. El estallido no fue necesariamente, como escribe Svensson, una revolución gnóstica que intentó transformar la realidad afirmada por un sacrificial «deseo de ver arder todo» y la esperanza de que «algo mejor emerja de las cenizas». La rebelión y el orden estuvieron mezclados en el confuso humo de la insurrección. Algunos declaraban la necesidad de quemarlo todo. Otros pedían una nueva Constitución. A veces, esos dos reclamos coincidían en una misma persona. Muchos —acaso la mayoría— de quienes salieron a marchar para pedir la renuncia de Sebastián Piñera tenían en el horizonte la llegada de otro gobierno. Nuestra crisis es, en este sentido, una crisis milenarista; es decir, una demanda de otro orden a un poder que para ese entonces se había vaciado.
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Esta misma clave podría aplicarse a las protestas estudiantiles que hemos visto en los días posteriores al plebiscito. Desde la perspectiva de la prensa, en palabras de Rafael Cavada, «parecen destinadas más bien a mantener un ritmo de entrenamiento sobre este tipo de acciones que a exigir algo en particular». Al ser cuestionados, los estudiantes enumeran la precariedad de las infraestructuras de sus colegios, la falta de profesores y la mala calidad de la comida que les provee el Estado. Nunca aparece un programa racional, ni puede aparecer tampoco: las condiciones políticas han reducido la protesta solamente a apuntar hacia el vacío. Igual que Lacunza, los estudiantes señalan angustiosamente las faltas de un sistema que no provee los mínimos para sostener dignamente su existencia.
Hemos entrado en un ciclo milenarista. La sociedad civil arroja sus demandas de orden hacia la nada, e imagina organizaciones alternativas de nuestras normas colectivas que amenazan la legitimidad de las instituciones presentes. La fuente de este abandono no ha sido exclusivamente social. Los partidos políticos, incluidos los más nuevos, han desatendido las labores más básicas de su funcionamiento, por la disputa electoral. La formación política y el trabajo territorial ocupan un lugar secundario (en el mejor de los casos) en la mayoría de las estructuras de partido. Incluso cuando existen, son rápidamente trivializados por lógicas internas como los resabios del centralismo democrático en la izquierda tradicional y una dinámica de élites que operan por contacto —y no por proyecto— desde la izquierda más nueva. La derecha misma ha cometido el pecado de descuidar la base política que hizo que alguna vez la UDI se jactara de ser simultáneamente el partido más popular y el más conservador de Chile.
En este abandono está el mayor peligro. Porque el poder nunca queda vacío. Se escuchan quejas sobre la cooptación de los secundarios por parte de grupos violentistas. La violencia recíproca prolifera de maneras inesperadas y barrocas: entre huasos y bicicleteros, entre taxistas y comerciantes ambulantes, entre estudiantes, entre policías, entre activistas, entre personas de pueblos originarios. Si oímos el reclamo de Lacunza, bien podemos entender que ninguna de estas batallas tiene una orientación consecuentemente anárquica: son todas disputas por el orden.
Traer de regreso al viejo orden, entre reversiones de cuecas y patriotismos, poco hará por revertir la descomposición. Poco colabora también invocar, aunque sea indirectamente, el fantasma de la proscripción de los contendores políticos, dejando el descontento sin expresión institucional, como lo ha sugerido Pablo Ortúzar en unas torcidas décimas. Menos aún en desatender los reclamos —aunque disgregados y opacos— de las calles. Y es que en un país acostumbrado al eriazo, cualquiera puede traicionar las estructuras y soñar que un gobierno dure mil años.