Sobre lo «meramente cultural»: una respuesta
27.09.2022
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27.09.2022
«Comparto con Manfred Svensson la crítica a las ‘políticas de la identidad’ y a los estudios culturales (especialmente, su adopción de la teoría de la hegemonía), mas no las premisas de las que parte su análisis, las que me parece no son hoy asociables a un pensamiento puramente conservador ni de derecha, sino que se observa cautivan también a viejas y nuevas izquierdas desconfiadas de la movilización social y ciegas ante las pulsiones vitales de una real autonomía democrática.» [más de CIPER-Opinión, en #NuevaConstitución]
La siguiente columna responde a «Cómo la política identitaria corrompió el proceso constituyente», texto de Manfred Svensson publicado en CIPER-Opinión el 06.09.2022
La crítica al protagonismo adquirido en el reciente debate constitucional chileno por las llamadas «políticas de la identidad» apunta a las agendas étnicas y de género; es decir, a algunos de los pilares de un proceso que por primera vez consideró principios de paridad, plurinacionalidad y escaños reservados. La opinión que en esa dirección expone Manfred Svensson conlleva también un juicio a los nuevos movimientos sociales que, desde sus diversas identidades, apuntalaron la Propuesta de nueva Constitución. En un pasaje de su texto, el doctor en Filosofía plantea, además, una llamativa invitación a volver a centrar el debate en las «carencias materiales», y específicamente en «la pobreza».
Quisiera detenerme en este último aspecto de la citada columna, pues a mi juicio compromete una escisión entre la vida material y cultural de las sociedades, corriendo el riesgo de convertir nuevamente la cultura en un epifenómeno. Este dilema fue abordado por Judith Butler en su conferencia «El marxismo y lo meramente cultural», en la que examina dos objeciones a las políticas culturales provenientes del marxismo: haber reducido la política de izquierda al campo de los estudios culturales, y acusar a los nuevos movimientos sociales, por estar relegados al ámbito de la cultura, de promover una política fragmentadora y particularista.
En el fondo, se trata de un cuestionamiento al posestructuralismo, corriente de pensamiento que, según sus detractores, al poner el énfasis en las políticas culturales habría conducido desde los años 60 al marxismo a abandonar su proyecto materialista, descuidando las inequidades sociales y la redistribución económica. Esta deriva de las viejas ideas marxistas habría desviado el antiguo debate sobre el modo de producción capitalista, reduciendo la política de izquierda a identitarismos sectarios de carácter trivial y autorreferencial (limitados a hechos, prácticas y objetos efímeros), al costo de perder ideales y metas comunes; es decir, la dimensión de un proyecto compartido, «incluso, un modo objetivo y universal de racionalidad», en palabras de Butler.
Los argumentos de Svensson no se alejan de estos tópicos. Pero, antes de rebatirlos, quisiera introducir un contrapunto que problematice la idea misma de «políticas de la identidad» desde la noción de poshegemonía, clave de lectura presentada hace ya más de una década por Jon Beasley-Murray (2010), pues me parece decisiva para abordar la relación entre los fenómenos culturales y económicos desde un enfoque biopolítico. Comparto con Svensson la crítica a las «políticas de la identidad» y a los estudios culturales (especialmente, su adopción de la teoría de la hegemonía), mas no las premisas de las que parte su análisis, las que me parece no son hoy asociables a un pensamiento puramente conservador ni de derecha, sino que se observa cautivan también a viejas y nuevas izquierdas desconfiadas de la movilización social y ciegas ante las pulsiones vitales de una real autonomía democrática.
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Quienes hemos prestado atención al tránsito que en las últimas décadas va del marxismo al posmarxismo, sabemos que algo no funciona cuando se escinde de manera estable —no solo analítica o metodológica— la esfera material de los conflictos culturales, y especialmente cuando se identifica en «la pobreza» el asunto económico prioritario, sabiendo que la focalización del gasto público ha sido el instrumento para enfrentarla y no los derechos sociales que proponía el texto constitucional, lo cual hace injustificado el argumento de Svensson. Hablar de «pobreza» es abandonar la categoría de clase, que debe repensarse ya no en la concepción marxista de un sujeto esencial y monolítico, sino como una identidad cultural que dota de pertenencia a quienes hoy son interpelados como población que consume a crédito.
Esta escisión se traduce, para Butler, en el resurgimiento de un anacronismo teórico; y, en el caso de Chile, en la revitalización de una ortodoxia tecnocrática que pasa por alto que las «minorías sexuales y étnicas» simbolizan las luchas por la dignidad porque padecen los abusos de una sociedad desigual, racista y homofóbica. Aquí el problema es la carencia de interseccionalidad en la práctica de la identificación, que yo atribuiría al sesgo liberal de la nueva izquierda. Por ejemplo, el feminismo hegemónico blanco (el de Apruebo Dignidad) encuentra en el neoliberalismo un sistema que favorece a las mujeres de ingresos medios y/o altos, cuyas condiciones de vida son radicalmente distintas a las mujeres pauperizadas de la periferia (pasa lo mismo con la elite homosexual), gozando las primeras de un reconocimiento mayor por su posición socioeconómica.
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Hecha la división jerárquica entre lo cultural y lo material (un gesto propio del neoconservadurismo), Svensson propone la confluencia entre la tradición universalista y una pluralidad no identitaria, pero desde una perspectiva ciudadana y personalista. Omite que el universalismo —como el personalismo— es un particular universalizado y, en definitiva, también una política de la identidad, pues toda identidad se define a partir de una forma de exclusión. Esta infravaloración de lo cultural asume de forma apriorística que la redistribución económica es determinante para los procesos de cambio, olvidando que el neoliberalismo actúa simultáneamente sobre la economía y sobre la subjetividad, porque la desigualdad social es una construcción histórica (y contingente) que solo puede ser objeto de crítica, y transformación, en términos culturales.
Cuando esas exclusiones y subordinaciones se politizan, toda nuestra comprensión de la democracia y de la diferencia se alteran radicalmente. Es efectivo que Chile siempre ha sido un país plural, pero lo distintivo de la diversidad emergente es su carácter subalterno y potencialmente antagónico. «Reconocer» por ejemplo una disidencia no significa «hacerla visible» (como cree Svensson) y arrogarse el descubrimiento de algo que siempre ha existido, sino que supone resignificar el modo en que ésta era visible hasta ahora. Por eso el texto rechazado en el plebiscito contemplaba reconocimiento de identidades, pero también derechos sociales que favorecían a los grupos más discriminados por los mismos agentes comunicacionales que, paradojalmente, contribuyeron a que la Propuesta se descartara.
En efecto, es apresurado atribuir el resultado del plebiscito al énfasis en la cultura puesto por la deriva posestructuralista. Hacerlo sería de un reduccionismo (y oportunismo) inaceptable, sobre todo cuando se omiten los antecedentes históricos y teóricos que produjeron este viraje en la izquierda. Sexo (más allá del género) y raza (más allá de la identidad étnica) son las categorías centrales, y también las experiencias políticas, que nos han permitido formular una crítica actualizada al neoliberalismo, ya que las principales innovaciones teóricas provienen desde allí. Por eso, abandonarlas sería renunciar a la posibilidad de construir un programa de transformaciones que desmantele los cimientos de esta racionalidad de gobierno excluyente y desigual.
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Si la condición de posibilidad para la existencia de una identidad es su relación con una diferencia («exterioridad constitutiva»), es altamente probable que las luchas por el reconocimiento logren confluir y, a la vez, antagonizar con otras visiones políticas y culturales. Es que la ilusión de un diálogo sin conflicto en esta materia es el resultado de reducir la cultura a un epifenómeno; o, dicho de otro modo, de no vincular la desigualdad social a los fenómenos propios de la cultura. Esto me lleva a pensar que el problema de Svensson con las «políticas de la identidad» es el antagonismo, porque ha politizado la pluralidad desde los cuestionamientos al sustrato patriarcal (con sus estrictas normas sexuales) y al racismo de los símbolos patrios que dotan de cohesión y/o unidad al país.
Escribe, en tenor taxativo, que «el identitarismo genera dificultades». Y, ¿cómo no? Es que si realmente esa es nuestra preocupación, habría que añadir que «la política genera dificultades», considerando que la política concierne a las divisiones más que a los consensos, en cuanto el enfrentamiento por el poder es su fondo ineludible. La pretensión de dialectizar los conflictos sociales en aras de un horizonte común como sociedad también incurre en el error de reducir lo común a un bien y, en consecuencia, al subjetivismo [ESPOSITO 2009]. Así es cómo ante las identidades particulares, Svensson responde con las identidades universales, a mi juicio llegando a las conclusiones correctas, pero por razones equivocadas.
La actualidad del racismo y la violencia contra la mujer nos advierten que, de acuerdo con Stuart Hall y Paul Gilroy (siguiendo a Butler), la raza y el sexo son modalidades en que se experimenta la posición de clase. Esto confirma que la preocupación por la justicia social es inescindible de los procesos de identificación. Convengamos en que Hall (2003) distingue entre «identidad» e «identificación», en cuanto la primera tiene pretensiones universales, mientras que la segunda es un proceso articulatorio abierto y contingente (posfundacional).
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Observo con preocupación que una parte de la izquierda simpatiza con la columna de Svensson; esa izquierda que desde hace mucho tiempo ha visto en los nuevos movimientos sociales una amenaza a su propia capacidad de conducción política. Entonces, más que cancelar las «políticas de la identidad» y más que dar de baja a los estudios culturales, la izquierda debe hacer una revisión crítica de las causas de su propia derrota a fines de los años ochenta, que es precisamente su economicismo y reduccionismo clasista, que la condujeron a abandonar lo «meramente cultural» por obstruir sus aspiraciones de alcanzar un universalismo abstracto, homogéneo y antidemocrático.
No abogamos por un simple reconocimiento cultural de las identidades emergentes, sobre todo cuando su falta de reconocimiento, ahora que el texto constitucional fue rechazado, puede consolidar la desigualdad social que padecen los grupos más discriminados. Pero si la Convención Constitucional no logró sintonizar con los «temas prioritarios» para la sociedad chilena (muy regulados por la industria cultural-mediática) y fue percibida como un símil de la «clase política», si lo que fue rechazado es el intento por imponer un nuevo marco de referencia desde lo jurídico, es que la cohesión social simplemente se ha vuelto imposible, al menos bajo las formas tradicionales del universalismo y la democracia que Svensson defiende, quedando al descubierto otro fenómeno: la desafección con una política convencional y su correspondiente gestión institucional, que ya no puede procesar los conflictos contemporáneos.
Porque ¿qué es lo que aplasta esa política, sea de izquierda o derecha, que se pone como tarea primordial la construcción de un orden? La insurrección democrática, la autonomía, los afectos, las revueltas, la fiesta de los pueblos, la imaginación, la invención de un mundo, en favor de una deliberación o «intercambio racional» que reduce la participación política a la lógica de la sociedad civil, el más capilar de los mecanismos biopolíticos para afianzar las reformas neoliberales por debajo de las ideologías, garantizando la ausencia de controversias desde una pragmática del consenso. Tal ha sido el derrotero estratégico de la tecnocracia neoliberal, la transición que dijo apostar por la superación de todo enclave autoritario mientras profundizaba la arquitectura institucional pinochetista, cuando en realidad lo que buscaba era clausurar la posibilidad misma de una transformación social, borrando la memoria del socialismo.
Frente al déficit de alianzas que padecen las luchas de los nuevos movimientos sociales (consecuencia de la crisis de los macrorrelatos), y que a veces los conducen a encerrarse en demandas corporativas y prácticas legislativas que son aprovechadas para aislarlos socialmente, no son pocas las soluciones heterodoxas que provienen desde el poestructuralismo, siendo La razón populista, de Ernesto Laclau (y Chantal Mouffe), una de las referencias más sobresalientes, y también controversiales, en la teoría política contemporánea. Para ambos pensadores la clave está en recuperar la dimensión de la hegemonía y vincularla al proyecto de la democracia radical, y ante el agotamiento de los fundacionalismos totalitarios (y sus intentos de suturar el campo social) nos proponen una lógica de articulación contingente: la equivalencia (y el significante vacío), el punto de mediación entre diferencia e identidad.
A esa lógica social de articulación responde la poshegemonía, sobre la base de una lectura de la dominación cuyo énfasis está puesto en la eficacia de los hábitos y los afectos, dos conceptos provenientes de la sociología de Pierre Bourdieu y de la filosofía de Gilles Deleuze. En ese sentido, la crítica que Beasley-Murray realiza a los estudios culturales (y a la teoría posmarxista de la hegemonía) es que habrían «fetichizado la cultura», omitiendo la inmanencia de los mecanismos a través de los cuales el poder actúa directamente sobre los cuerpos, un analítica de las relaciones de fuerza que no solo está en filiación con la biopolítica de Michel Foucault, sino que también con la ética vitalista de Baruch Spinoza centrada en las pasiones.
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La nueva izquierda en Chile hoy no cuenta con una estrategia (ni un programa) que sea capaz de disputar las subjetivaciones al nivel de los estratos micropolíticos, y por lo tanto termina chocando con la poshegemonía neoliberal. El desafío es ensayar formas de autonomía democrática que nos permitan experimentar otros modos de vivir y relacionarnos cotidianamente. Y autonomía democrática no es otra cosa que volver a habitar las plazas y las calles de nuestros barrios —salir de las casas—, tomando en cuenta la potencialidad política de los afectos, para combatir las pasiones tristes del patriotismo xenófobo, racista y homofóbico con sus tradiciones atávicas que se alimentan del confinamiento de la vitalidad al plano de las necesidades y la reproducción de lo mismo, aplastándola sobre su fondo desnudo, allí donde la única alternativa que nos queda es responder a la inmediatez de las urgencias económicas, renunciando a la justicia.
Cultivar las pasiones alegres requiere la desnaturalización de los hábitos y los afectos neoliberales, y por ahí pasa la clave del cambio social democrático. Propiciar encuentros afirmativos, composiciones de fuerza que se resistan a todo aquello que nos petrifica y nos culpa, haciéndonos deudores de nuestro propio bienestar y sujetos de nuestra propia necesidad. El neoliberalismo no es una ideología, evade el nivel de las impugnaciones discursivas afianzándose en las conductas cotidianas (hábitos), un sentido común corporizado, pero, como nos lo demostró la revuelta de octubre, nadie sabe lo que puede un cuerpo.
La desmovilización de las fuerzas populares fue empujada por el gobierno de Gabriel Boric y respaldada por un órgano constituyente que gradualmente se olvidó de la revuelta de octubre y dio la espalda a los territorios, convencida la izquierda de que esto se resolvía con acuerdos legislativos entre cúpulas. El cuerpo memoriza los afectos que, cristalizados, devienen hábitos. Si el habitus es el sistema de hábitos y la estructura que los reproduce, las disputas por el habitar, mediante una micropolítica del afecto y unas tácticas inmanentes, son el único modo de salir de esta bancarrota estratégica y retomar la ofensiva transformadora.
El tedio, la apatía, la depresión, las deudas, los apremios económicos, el cansancio del trabajo y la inestabilidad laboral, la cobertura delirante de la violencia en el sur y la migración en el norte, los efectos de la política sanitaria y la inflación (un área sensible que los analistas no se atreven a abordar ante el riesgo de ser acusados de cuestionar a la ciencia, biomédica y económica) restauraron la desnudez del Chile cautivo, del Chile triste, de ese Chile donde siempre gana el orden (sea de derecha o de izquierda), y, como dice la canción, «tuvimos miedo, temblamos y en eso, se nos fue la vida». Por eso se impuso el Rechazo.