Cine: El exilio de los padres, el destierro de los hijos
26.09.2022
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26.09.2022
El largometraje documental VILLA OLÍMPICA (2022) obtuvo el premio a Mejor Película en la reciente edición del festival SANFIC. Su director y guionista (argentino de madre chilena) comenta en esta columna para CIPER la motivación de un trabajo centrado en la experiencia de hijos de exiliados sudamericanos en México durante la ola de dictaduras en el Cono Sur. El filme tendrá una próxima exhibición este martes 27 de septiembre en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (Santiago).
La película Villa Olímpica nace un poco por casualidad. De ese tipo de casualidades en la vida que luego van tomando forma hasta que te das cuenta de que en ella no había nada casual. Hace seis años, cuando vivía en Buenos Aires, viajé a México y pasé en auto por la Villa Olímpica, un complejo de 30 edificios y más de 900 departamentos, en la Delegación Tlalpan, al sur de la Ciudad de México. Es el lugar en el que yo pasé casi todos los días de mi infancia, pues viví en México desde el año hasta los 12 años. La Villa Olímpica era el lugar en el que me reunía con mis amigos, todos ellos también hijos de exiliados. Y entonces ése era como el escenario de nuestras vidas, además del escenario de las escuelas alternativas en las que nos educábamos, fundadas por ciertos grupos de las izquierdas mexicanas junto a exiliados sudamericanos.
Por eso, cuando digo «Villa Olímpica» me refiero a una comunidad; la de exiliados latinoamericanos en México, y las dinámicas que se crearon entre nosotros.
Cuando volví a pasar por ahí, ya adulto, pensé que en ese lugar había una gran historia. No sabía bien cuál, pero se me hacía un lugar tan potente que incluso pensaba que ya debía haber documentales que registraran esas historias. Luego vi que ese documental no existía. En internet había información sobre los orígenes de la villa, que fue construida para acoger a los deportistas que llegaron a las Olimpíadas de México ’68. Fue todo un símbolo de la doble cara con la que se intentaba vender a México al mundo al mismo tiempo que ocurría una matanza como la de Tlatelolco. Para afuera, progre; para adentro, criminal.
El tema estaba y había que saber de qué manera abordarlo. Mi perspectiva no es personal, sino generacional. Es la visión de los hijos del exilio. Yo quería contar: aquí, en este lugar, hubo una pequeña comunidad. Hubo una América Latina que sirvió de espacio de contención para vivir y subsistir. Cuando volvieron las democracias a Argentina, a Chile, a Uruguay, a Perú, a Brasil… esa comunidad de a poco fue desapareciendo. Se destruyó como tal pues la gran mayoría de sus miembros decidieron volver al Cono Sur. Yo mismo me enteré un día de que me volvía de México a Chile, ese país que para nosotros aparecía como la tierra prometida, donde mi madre había intentando, a través de la Unidad Popular, transformar el mundo. Pese a haber vivido por tanto tiempo en México nos sentíamos sudamericanos, no mexicanos. Había una tierra que sentíamos como nuestra, aunque yo aún no la conociera.
Cuando un día nos toca volver, era como algo predestinado. Pero al dar de verdad el paso, toda la proyección mental dejó de ser tan bonita. Y nos dimos cuenta de eso apenas bajamos del avión, conocimos al resto de nuestra familia y entramos a este mundo nuevo.
Mi intención con esta película era, primero, narrar cómo se había roto la comunidad en la que crecí de niño. La serie de historias de amor quebradas en el retorno: parejas, amigos, niños con su perro, etc. El primer fondo de financiamiento conseguido, de Corfo, nos permitía hacer la investigación. Y en el inicio del trabajo, uno de los entrevistados, padre de una de las chicas que aparece en la película, me dice: «Lo que pasa es que el retorno de los padres fue el exilio de los hijos». En ese momento me di cuenta de que ahí estaba la premisa: no sólo se habían roto comunidades, sino que nosotros, los integrantes de esa comunidad, habíamos emprendido un nuevo viaje.
A ese viaje nunca he querido nombrarlo ‘exilio’, más que nada porque es una palabra que se usa en contextos de persecución política, y aunque lo nuestro sí tuvo, evidentemente, ese contexto, pensé que tenía derecho a ser contado a través de otras palabras.
Creo que nosotros, los hijos de exiliados, somos de alguna manera desterrados, desarraigados y, de alguna manera, inmigrantes. Y creo que nuestra historia tiene que ser contada a través de términos que nos correspondan más exactamente, y no por la inercia de aquellas palabras empleadas para contar la historia de nuestros padres.
La historia de mi generación ha sido poco contada estimo que por dos razones: primero, porque nuestros padres habían tomado el regreso a su país con una felicidad enorme; eufórica no sólo por poder retornar sino porque los militares ya no estaban a cargo, ya no mandaban en sus países. Fui a Chile por primera vez para el plebiscito del 88, y las celebraciones en la calle por el triunfo del NO a mí me mostraron una felicidad que jamás pensé fuera posible. Después la democracia fue otra cosa, pero el valor de recuperarla era indiscutible. En ese proceso de jolgorio y fanfarria, lo que nos pasara a los hijos de esos adultos no era prioritario de ser contado. Ni siquiera nosotros mismos nos dábamos cuenta de que nuestras impresiones merecieran ser escuchadas. Estábamos en un proceso de adaptación a otras escuelas, de sufrir bullying porque hablábamos como en «El chavo del 8», en fin; pero nadie pensaba que eso fuera también parte de un proceso histórico. Nuestros padres tampoco podían darse cuenta de aquello; no podían tomar decisiones demasiado diferentes a las que tomaron.
Por otro lado, como segunda razón, sucedió que cuando mi generación intentaba contar su historia, lo hacía a través de unos códigos que no eran realmente suyos, sino que los de nuestros padres. Era un lenguaje político y una visión de la vida que habíamos heredado. Muchos de nosotros seguimos teniendo sin duda una visión política de la vida, de pertenencia a una izquierda, pero también es cierto que a veces los procesos o instancias ideológicas terminan por hacer que importe más la política que las personas. Hemos vivido procesos en que primero quedan las banderas, los gobiernos, los progresismos… y después estamos nosotros. Hoy, que se están produciendo nuevas grietas en Latinoamérica, nosotros dónde quedamos.
Esta película no es un reproche a nuestros padres ni mucho menos. Simplemente es la decisión de contar una historia que no había sido contada. Me importa que ese lugar esté bien definido, porque lo veo como un modo de sensatez y de distancia de la hipocresía. Tener ideologías y principios, sí, pero también responder a cuestiones palpables.
Aunque la película tenga un origen en el exilio de nuestros padres en los 70, habla de otra cosa; quizás, entre líneas. Tiene que ver con el desarraigo. Somos personas que crecimos en un lugar para luego salir y volver a otro, que al creer que íbamos nos estábamos yendo. Que crecimos escuchando que éramos extranjeros para después llegar a Chile y que nos dijeran mexicanos. Ahí nos dimos cuenta que íbamos a ser extranjeros toda la vida, sea dónde sea que estuviésemos. La película lo cuenta a partir de las historias concretas bajo dictaduras y democracias latinoamericanas, pero ese proceso de desarraigo lo viven todos y cada uno de los hijos de migrantes en la faz de la tierra. Si ya la historia de mi generación fue poco abordada, la del desarraigo y de lo que sienten niños y niñas que viven un proceso migratorio decidido por sus padres es exactamente el mismo. Un haitiano en Chile, un peruano en Ecuador, un mexicano en Estados Unidos, un argentino en España: todos son migrantes que al momento de retornar a su lugar de origen van a darse cuenta de que el retorno no existe. Que uno nunca puede volver al lugar del que se fue.
Uno no retorna porque uno cambia durante el tiempo en el que estuvo fuera. Además, la propia tierra cambia. Por último, vivimos en un sistema en el que la identidad se construye de manera dominante a través del Estado-nación, y no en el desarraigo. Quien vuelve a la tierra de la que se fue va a haber dejado cariños y gente querida en el lugar del cual partió. Y en el lugar de origen se dará cuenta de que el lugar de destino era un lugar de origen. Entonces los hijos de inmigrantes hoy sufren una situación que la sociedad no les ayuda a pensar. En sociedades violentas e ignorantes, los niños sienten la obligación de mimetizarse.
Villa Olímpica de algún modo intenta plantear el valor de ser extranjero, el valor del desarraigo. Si el arraigo es sólo una cuestión normativa, entonces nosotros podemos buscar el arraigo estemos donde estemos.