El riesgo de insistir en la plurinacionalidad
23.09.2022
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23.09.2022
«Como la plurinacionalidad sigue fresca, y la coyuntura obliga, es prudente meterla al congelador y evitar que se pudra», propone en columna para CIPER un abogado mapuche, doctor en Derecho, en un diagnóstico sobre todo estratégico ante los resultados del plebiscito: «Perseverar en el ideario plurinacional conlleva el riesgo de diluir una reivindicación esencialmente política —y nacionalitaria—, transformándola en una cultural —y meramente identitaria—, saciando únicamente el fetiche político que conlleva un reconocimiento constitucional, pero renunciando a que existan avances jurídicos concretos».
Ni la ley puede forzar el amor. La situación tras el plebiscito del 4-S es penosa para los pueblos indígenas: por muy amoroso que fuese el Rechazo, ese amor no alcanzó para nosotros. El control de daños de estas semanas, ante la perspectiva de un nuevo proceso, ha incluido morigerar las reivindicaciones icónicas, a fin de ofrecerlas de una manera políticamente correcta. En tal panorama, la plurinacionalidad figura a la deriva.
Todo indica que la apuesta inicial terminará por conformarse con un parsimonioso catálogo de derechos indígenas en clave multicultural y (neo) liberal. Yo, que aún la reivindico, no creo prudente perseverar en la plurinacionalidad ni incluirla en la negociación constitucional en ciernes, toda vez que los filtros que deberá sortear para resultar amigable con el modelo desnaturalizará sus componentes más básicos; esto es, derechos políticos radicados en un pueblo-nación.
Para el caso chileno, el paradigma plurinacional cobija una serie de reivindicaciones políticas, orientadas hacia la autonomía territorial. Si en una nueva propuesta constitucional se la reemplaza por autonomía funcional —con escaños reservados y un Ministerio de Pueblos indígenas— se vaciaría su concepto inicial. Se puede cambiar el giro y hablar de «multinacionalidad» o «pluriculturalidad», mas si se conserva la discusión sobre autogobierno y territorio indígena, todo bien.
Se dice que la plurinacionalidad fue un invento de la Convención, desconociendo que venía ya incluida en la propuesta de la Comisión de Descentralización (2014), y que además, fue ampliamente abordada durante el proceso constituyente impulsado por Michelle Bachelet (2016). A ello hay que sumarle el informe de la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato (2003), el pacto de Nueva Imperial (1989), los parlamentos, y toda la batería de argumentos usados desde el retorno de la democracia para demostrar que el Estado chileno sigue al debe respecto a los derechos de los pueblos indígenas. Es decir, nadie debiese evadir tales hitos y acusar sorpresa o improvisación; mucho menos el mundo mapuche, lugar donde el tema viene siendo abordado hace bastante.
Y, sí, probablemente faltó maduración para el concepto de plurinacionalidad; y por eso el riesgo de la apuesta. Pero incluso así el escenario de la Convención se ofrecía como una oportunidad política viable a la hora de avanzar hacia un Estado plurinacional. Hoy, tras el fracaso, la autocrítica debiera asumir que muchos de los riesgos que implicaba esa apuesta fueron subestimados, o derechamente soslayados, por quienes representaron posiciones políticas mapuche al interior de la Convención.
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Desde el inicio del trabajo constitucional, el pueblo mapuche comenzó a pagar los costos de la aventura plurinacional. En efecto, al adscribir a un proyecto indígena común, necesariamente la agenda propia debió recortarse para poder ser homologada con el resto de los pueblos indígenas que habitan Chile, no obstante tratarse de proyectos sumamente diferentes en cuanto a la autodeterminación pretendida. Por ejemplo, sabido es que la desposesión territorial —realizada o avalada por el Estado— aún no tiene solución para el pueblo mapuche precisamente porque pone en jaque la soberanía chilena, cuestión que no ocurre con otros pueblos, como el Rapa Nui, cuya actual demanda ante la Corte Interamericana reivindica propiedad territorial, pero sin cuestionar la soberanía chilena.
Otro de los riesgos fue la cuestionada representatividad de los escaños indígenas, aspecto insoslayable y que admite varias lecturas. Una de ellas es el abusado argumento del Rechazo en torno a la sobrerrepresentación de los pueblos originarios que, si bien tiene cierto asidero, se utiliza con un sesgo racista que impide cualquier discusión seria. Hasta el presidente del SERVEL fustigó los escaños, señalando que violaban el principio de igualdad y que hacían gozar a los indígenas de «privilegios».
Sin perjuicio de esto, la lectura que conviene relevar ahora apunta a esa gran parte del mundo mapuche que no fue invitada a discutir ni decidir si acaso convenía involucrarse en el proceso constituyente chileno (en rigor, la Propuesta arrastró a sectores que nunca prestaron su consentimiento). Como era de esperarse, reconocidos liderazgos se desligaron expresamente, lo cual aportó tensión y contradicción durante todo el proceso. Así se explica que, de cara al plebiscito de salida, la administración de Boric pusiera en marcha una operación por encapsular y proscribir cualquier discurso autodeterminista mapuche que pudiera complotar contra la Propuesta —sobre todo, si tenía tufillo a independencia o secesión—-, únicamente para satisfacer al nacionalismo chileno preocupado de que patria, bandera o territorio chileno pudiera estar en riesgo. Garantizado aquello —incluyendo la prisión de Llaitul—, se pretendió dar la señal de un camino despejado, indirectamente, minimizando el riesgo del capital político mapuche apostado en la Convención.
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Pero, claro, no cabe duda de que el error más grave fue exigir derechos subestimando al racismo chileno. Y es que el afán individualista por participar del proceso constituyente, sumado al apoyo de ciertos sectores progresistas, generó la falsa ilusión de que, ahora sí, sería posible un nuevo trato. Craso error. Lo traigo a colación pues yo advertí previamente de aquello. Y si mi opinión no pesa, considérese entonces la advertencia que hizo la experta maorí Marama Muru-Lanning, quien tras sufrir un episodio racista en un restorán chileno sentenciara: «Hasta que no se supere la discriminación racial en Chile será difícil avanzar [en un nuevo trato]».
Ojo con que, al interior de la Convención, el recelo a lo plurinacional aunque minoritario fue siempre transversal, y no solo desde la derecha. El plebiscito se encargó de ratificar esto, forzando un punto de inflexión en la agenda autodeterminista mapuche con la idea instalada de que no fue solo la élite quien rechazó la idea de un Estado plurinacional, sino la ciudadanía (la misma que había enarbolado la wenufoye como símbolo común de lucha y esperanza). Y puedo ser aun más autoflagelante: en las comunas con mayor población mapuche el rechazo alcanzó el 70 por ciento, lo cual resulta casi inverosímil. Parece apocalíptico tener que asumir que ni en aquellas comunas con alta densidad poblacional mapuche existen los votos para ratificar la creación de autonomías territoriales. Será, por eso, una dura tarea, máxime si la determinación de la ciudadanía mapuche sigue siendo tabú, a propósito del incremento de la autoidentificación, la validación de un padrón electoral indígena y el rol del mapuche urbano.
Ante este escenario, perseverar en la plurinacionalidad es prácticamente un suicidio para las aspiraciones colectivas del pueblo mapuche. Al condicionarse la participación indígena, resulta evidente que los representantes mapuche deberán pasar sendos filtros para ser considerados interlocutores válidos. Lo más desolador, sin embargo, será ver cómo se vacía de contenido a la plurinacionalidad y se la reestructura para satisfacer a una sociedad racista y neoliberal. En el borrador, la plurinacionalidad daba cuenta de una reivindicación que, en términos jurídicos-constitucionales, pretendía avanzar desde un «grupo intermedio» a un «pueblo» indígena. Entonces, de reconsiderarse la plurinacionalidad, obviamente lo será condicionada al gusto de quienes rechazaron, sector que —a lo sumo— acepta el reconocimiento de derechos culturales, más nunca la desposesión y el deber estatal de restitución territorial, el derecho a la autodeterminación y el autogobierno, ni las autonomías territoriales indígenas (reafirmando lo sentenciado en el año 2000 por el Tribunal Constitucional).
Como la plurinacionalidad sigue fresca, y la coyuntura obliga, es prudente meterla al congelador y evitar que se pudra. Efectivamente, era posible haber avanzado en el cumplimiento y satisfacción de la deuda del Estado chileno con el pueblo mapuche. Hoy, sin embargo, perseverar en el ideario plurinacional conlleva el riesgo de diluir una reivindicación esencialmente política —y nacionalitaria—, transformándola en una cultural —y meramente identitaria—, saciando únicamente el fetiche político que conlleva un reconocimiento constitucional, pero renunciando a que existan avances jurídicos concretos. Ciertamente no es prolijo extraer como conclusión inmediata que el 62 por ciento de la población votó contra la plurinacionalidad. Pero, y a la inversa, tampoco es posible afirmar lo contrario. Seguramente próximas investigaciones nos darán luces y entregarán datos concretos, mas esos datos no estarán disponibles sobre la mesa de negociación constitucional que apremia al gobierno. Es por ello que la plurinacionalidad —y, específicamente, la agenda autodeterminista mapuche— está hoy a merced de quienes hicieron campaña en contra de aquella, sector que no está dispuesto a reconoce a otras naciones y, por el contrario, pretende seguir reclamando posesivamente a «sus» pueblos indígenas.
Amor forzado no es amor. En este sentido, adecuar los derechos políticos a gusto del Rechazo conlleva el serio riesgo de clausurar jurídica y políticamente las demandas históricas, incluyendo la posibilidad de recurrir a instancias internacionales. Siendo así, es mejor aceptar el resultado y replegarse. Cuidar, defender y conservar el capital político mapuche que nos queda, siempre en aras de una autodeterminación real y no un mero saludo a la bandera.