¿Dirige Rusia una guerra imperial?
23.09.2022
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23.09.2022
A siete meses del inicio de la invasión a Ucrania, la persistencia de los ataques indica no sólo objetivos tácticos sino también aspiraciones históricas que en parte corresponden a la nostalgia de una Rusia imperial, según se expone en esta columna para CIPER: «Sería un error no ver [en Putin] un plan mayor que busca desestabilizar el dominio de Occidente y, bajo el eslogan de un mundo multipolar, revitalizar el imperio ruso para convertirlo en un actor mundial neobizantino.»
«La mayoría de la gente […] no prestaba atención al curso general de las cosas, sino que se guiaba únicamente por los intereses personales del día. Y esas personas fueron las figuras más útiles de esa época», indicaba León Tolstói en Guerra y Paz sobre las circunstancias de la invasión francesa a Rusia, a inicios del siglo XIX. Por su parte, en su dedicatoria para El Príncipe, Maquiavalo compara la labor del político, aquel que puede llegar a ser un fundador, con la de un pintor que es capaz de tener una perspectiva respecto de la élite y del pueblo, para así, con su ingenio, dar forma a un dominio.
Una pregunta que ha sido recurrente desde el inicio de la Guerra es la naturaleza del liderazgo de Vladimir Putin [INGERFLOM 2022]. No han faltado adjetivos: un loco, un fascista, un líder sin visión —vale decir uno que no lo es—, un autócrata. Aproximarse a la respuesta, así como a un conocimiento no propagandístico de lo que hoy ocurre en el campo de batalla, no es fácil. Muchas veces el repudio y las pasiones impiden un análisis más preciso.
¿Cuál es una de las razones plausibles de la acción bélica ordenada por Putin desde el 24 de febrero pasado? La guerra que libra Rusia en Ucrania es una guerra imperial. Pero ¿Cuál es su objetivo?
Lo primero que se requiere para intentar responder es distinguir la forma política llamada «imperio» de la de «imperialismo», pues indican realidades distintas (aunque muchas veces se entrecruzan). La primera implica una relación entre distintos Estados y pueblos, en la cual en algún punto existe asimetría entre sus miembros al haber un centro de poder dominante; que puede ser fuertemente centralizado o no. En cambio, el «imperialismo», refiere al deseo de un Estado de influir más allá de sus fronteras: política, económica y militarmente; con independencia de su forma política interna (puede, de hecho, provenir de una república o de una forma de democracia radical, por ejemplo).
Un imperio es un sistema de interacción entre entidades políticas, una de las cuales es la dominante, y controla la política interior y exterior —la soberanía efectiva—de las otras, que finalmente son una periferia subordinada [DOYLE 1986]. Una característica decisiva es la existencia de una autoridad final, respecto de la cual la periferia debe subordinarse [SCHROEDER]. En su versión fuerte, esta dominación implica una hegemonía en la que un Estado es capaz de imponer su conjunto de reglas al resto de quienes forman esa relación interestatal, creando así temporalmente un nuevo orden político’, eso otorga al estado hegemónico ventajas que no son posibles de obtener vía libre intercambio comercial, sino solo por dominación y presión política [WALLERSTEIN 2002, pp. 357-361].
Si es así, la idea de que Rusia desea volver a ser un imperio, parece equivocada. Más bien, la cuestión sería si alguna vez no lo ha sido y si acaso su gobierno vigente busca recuperar áreas hegemónicas perdidas. El período de la URSS puede ser leído en este punto como uno fuertemente imperialista, el cual por razones ideológicas y geopolíticas buscó una influencia mucho más allá de la zona tradicional de dominio del imperio ruso zarista.
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¿Cómo pretendería Putin reconfigurar aquella antigua zona de influencia? La experta en Rusia Marlène Laruelle da algunas pistas al indicar la centralidad de la figura del zar Pedro el Grande [retrato superior] en los discursos recientes del gobernante ruso, así como del mismo Medvedev, por sobre cualquier otro zar o figura política rusa (este habría sido mencionado públicamente en 64 ocasiones, con un aumento notorio de las referencias desde 2011). No solo sería relevante el recurso de su figuración histórica, sino que también el significado con que es invocado. Pedro el Grande era mencionado hace casi dos décadas como un líder que «abrió la ventana a Europa», como cita la misma autora francesa de un discurso de Putin de 2003: «Pedro el Grande soñó con un país fuerte, dinámico y abierto al mundo. Y no solo soñó. Abrió Rusia al mundo y el mundo a Rusia».
Pero desde 2011, tal carácter aperturista desaparecerá, para cobrar centralidad su imagen de un «derzhavnik, alguien que cree en la grandeza». Cito a Laruelle respecto de este giro:
«Putin asocia su nombre con ideas de defensa, una robusta flota del norte, escuelas y procedimientos militares, leyes y procuradores y, más recientemente, referencias a la reconquista (por parte) del Emperador de territorios perdidos y la política de retorno y consolidación.»
En una entrevista de este año, el seudofilósofo ruso Aleksandr Dugin indicó que Rusia «no es un Estado-nación. Hoy es el resto de un imperio, una suerte de imperio abreviado». Dugin, de quien se ha exagerado enormemente su influencia en el Kremlin, define en esa entrevista a Putin como «un hombre de circunstancias», maleable a la realidad, y muy lejos de ser algo así como un «ideólogo». En esto último, acierta: «En economía, Putin es liberal en el sentido mercantil del término», define.
Entonces, ¿es Putin solo un oportunista que se refiere tácticamente a personajes de la historia de Rusia y usa la tradición de la Iglesia ortodoxa como un arma ideológica? Lo cierto es que verlo, sin más, como alguien que decide o inspira sus acciones como un ajedrecista calculador, un lector del señor Dugin, un seguidor del peor racismo-nacionalismo ruso o simplemente un admirador de las ideas de un reaccionario como Iván Ilyin son extravíos simplistas. Normalmente, la realidad es más compleja que esas simplificaciones y explicaciones lineales.
Sin duda existe un elemento fáctico que antecede y condiciona las decisiones políticas en el Kremlin: una extensa geografía, una población constituida por múltiples pueblos y una historia imperial fuertemente centralizada que ha hecho de dique a la posibilidad de una fuerza centrífuga que signifique la absoluta fragmentación de Rusia. Esa es una realidad dada, que obliga a cualquier líder ruso a tener que actuar tratando de evitar una desintegración total.
En ese contexto, habría tres actores claves en la mantención de la unidad rusa: el complejo militar-industrial, la Iglesia ortodoxa [LAURELLE 2017] y la figura del líder que unifica para el pueblo los dos anteriores. Ese pueblo, de conformación plural, requiere de una narración que le permita interpretarse como uno solo. Para eso, Putin recurre a imágenes y posee una idea-eje unificadora, la cual debe ser capaz de generar un enemigo sustantivo (pero sin transformar el dominio de los rusos al interior de ese pueblo en una suerte de racismo-eslavofilista que signifique un peligro para la diversidad de ese imperio). O sea, debe ser una unidad dentro de la misma diferencia interna del imperio; de una diversidad contrapuesta a la del enemigo, el multiculturalismo liberal. Su forma es una suerte de neobizantinismo.
El documental La caída de un imperio. La lección de Bizancio (2008), dirigido por el supuesto confesor de Putin, Tijon Shevkunov [ver más en SHLAPENTOKH 2013], da cuenta de la decadencia de un imperio producto de la corrupción de una élite que, al perder sus valores, queda debilitada espiritualmente para enfrentar a sus enemigos externos. Por eso, quienes hicieron colapsar el Imperio Bizantino no habrían sido los musulmanes, sino el occidente corruptor. Evidentemente, no tiene sentido valorar la película, por su veracidad o falsedad histórica (menos por su calidad), pero sí como síntoma de un estado de ánimo y de una percepción. El Putin que alababa «la ventana a Europa» de Pedro el Grande, pero que luego destaca solo su sentido de «grandeza», debe administrar una nación que, por extensión y conformación de su población, es un imperio en cuanto forma política que necesita sumar los intereses del consorcio militar-industrial, la Iglesia ortodoxa rusa y una población que —como toda población— anhela prosperidad. En otras palabras, enfrenta el desafío excepcional de combinar un imaginario de reconstrucción de grandeza (a lo Pedro el Grande) con un modelo multiétnico inspirado en el Imperio Bizantino capaz de competir contra el multiculturalismo liberal.
No cabe duda que en las decisiones de Vladimir Putin, así como de la élite y estructura que se designa bajo el término genérico de «el Kremlin», existen decisiones pragmáticas y otras de mera circunstancia de acuerdo a la contingencia de la guerra. Pero sería un error no ver ellas un plan mayor que busca desestabilizar el dominio de Occidente y, bajo el eslogan de un mundo multipolar, revitalizar el imperio ruso para convertirlo en un actor mundial neobizantino.
Como indica Maquiavelo en su dedicatoria para El Príncipe, quien quiere establecer un dominio estará condicionado por la geografía de las montañas y llanuras, así como por las ambiciones de la elite y el carácter del pueblo.
Vladimir Putin es, en eso, un hijo de Rusia.