Justicia educativa en la pospandemia
21.09.2022
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
21.09.2022
¿Pueden las autoridades e institucionalidad hacerse cargo de la crítica situación educativa luego de los confinamientos y los muchos cambios en métodos de los sistemas escolares? En columna para CIPER, un experto en el tema aborda esta coyuntura desde la doble excepción de los debates sanitario y constitucional.
Tras la experiencia de confinamientos que trajo al mundo entero la pandemia de covid-19, tanto Chile como otros países se han visto frente a la necesidad de reestructurar los espacios en los que se desarrollan los procesos de enseñanza y aprendizaje, implementando una variedad de métodos hasta ahora desconocidos en los sistemas escolares (clases en línea y/o híbridas, uso intensivo de tecnología educativa, implementación a gran escala de la llamada «enseñanza remota de emergencia», etc.). Esta coyuntura ha puesto de manifiesto las grandes desigualdades entre estudiantes y docentes, tanto por la brecha social y digital, como de acceso y conocimiento de herramientas tecnológicas [CEPAL y UNESCO 2020; RUIZ 2020], lo cual refleja la falta de alcance del nuevo modelo educativo.
Ante este escenario, se hace cada vez más necesario avanzar hacia la justicia educativa y llevar a la práctica «herramientas conceptuales y criterios de política para propiciar la construcción de un modelo de justicia educativa posible» [AGUILAR NERY 2016, p. 9]. La definición de justicia educativa ha evolucionado a través del tiempo, aunque coinciden varios autores en presentarla como un relato crítico de la distribución de la escolaridad, establecido como una esperanza y uno de los ejes de reconocimiento para la construcción de una sociedad más justa.
La mayoría de los teóricos que han puesto de relieve el tema de la justicia educativa concuerdan en que los Estados deben empezar por asimilar la educación como un derecho humano. Se trata de un reconocimiento que, en el contexto latinoamericano, en muchas ocasiones queda en el papel. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, a la que Chile suscribe, indica en su artículo 26 el derecho a la educación, pero la realidad nacional muestra al respecto avances pero también nudos problemáticos de resolver, como, por ejemplo, la educación de personas privadas de libertad. El informe anual del INDH ponía hace dos años de manifiesto su preocupación por la denuncia de directivos del SENAME en relación con «la ausencia de entidades estatales que apoyen las actividades educativas» (INDH 2020, p.48). Por su parte, Gendarmería de Chile (oficio N°14.00.00.1066/16; 22 de junio de 2016) constataba que el 24% de los internos con Educación Media incompleta no reciben atención educacional (la cifra aumenta a un 63% entre internos que tienen solo Educación Básica o figuran sin escolaridad).
En el contexto de la pandemia, si hablamos de justicia educativa, es un consenso casi generalizado que son los Estados los que deben hacerse cargo de la elaboración de un diagnóstico certero desde la contextualidad, considerando los inconvenientes de los establecimientos escolares durante este periodo. Establecer políticas de prevención y mejora, ayudará a que la educación se encuentre mejor preparada para enfrentar vicisitudes similares en el futuro. Ahora bien, desde la perspectiva de la justicia educativa, bajo esta responsabilidad subyace una problemática: ¿qué sucede si el Estado es ineficiente en la tarea?. En otras palabras, ¿qué hacer cuando las autoridades e institucionalidad no son capaces de hacerse cargo de la crítica situación educativa pospandemia?
Lo anterior ha sido tema de debate en este último tiempo en Chile [ver más en MEGE; ARANEDA; SANDOVAL; y La Tercera], pues incluso la asignación de nuevos recursos para mejorar la educación no ha sido eficiente. Según datos de Acción Educar, Chile invertiría en el año 2022 el 22.5% del presupuesto nacional en el Ministerio de Educación, aunque los resultados siguen siendo deficientes en varias áreas. Claro ejemplo de esto es la implementación de la Nueva Educación pública, en que los avances han sido paupérrimos, pues han presentado diversos problemas e inoperancias producto de la ineficiencia de los aparatos estatales [ARIAS, 2020; BALERIOLA et al., 2021; CONTRERAS TRIVIÑO et al., 2021; GONZÁLEZ, 2019].
En cuanto a la Educación Superior, las universidades tuvieron que implementar en pandemia iniciativas que propendan la retención. Se ejecutó una potencialización de las aulas virtuales, contratación de plataformas de videoconferencias y apoyo en mayor conectividad de los estudiantes por medio de tarjetas de conexión. Fueron, sin embargo, medidas temporales. El desafío ahora es mantener y dar continuidad a políticas que provean de recursos a aquellos estudiantes que aún sufren de la brecha digital, situación que queda en evidencia por ejemplo en los resultados de la encuesta Barómetro realizada por la Subtel en 2021, en la cual se indica que aunque el 87,4% de los hogares declara tener acceso propio y pagado a internet, el desglose demuestra que solo 28,9% tiene una conexión fija (de mayor estabilidad), debido al alto costo de esta, según declaran los encuestados.
En definitiva, más que crear igualdad de oportunidades y de condiciones, de manera que tanto el Estado como las instituciones educativas se involucren en políticas redistributivas y esto vaya de la mano con el reconocimiento del otro, necesitamos implementar acciones reflexivas y políticas que escuchen las voces de los excluidos, como señala Jesús Aguilar, incluyendo el principio de participación social que no va de arriba abajo, sino que se logra en articulación, con diálogos democráticos entre los diversos actores sociales. [AGUILAR, 2016],
En consonancia con lo anterior, debemos considerar lo que plantea Antonio Botía, en torno a que «la escuela, situada en un entorno desigual, parecería condenada a reproducir dichas desigualdades. De ahí que una mayor justicia en la escuela pudiera suponer actuar más en reducir las desigualdades sociales que en reformas educativas.»
Desde otro enfoque y desde mi perspectiva —además, considerando los principios de la justicia educativa relacionados con la relación educación-sociedad—, la libertad de enseñanza también debiera ser incluida como uno de los motores de esta. En este tenor, específicamente en Chile esta libertad estuvo en entredicho, y a mi parecer, bastante limitada. La reciente propuesta constitucional, que encendió las esperanzas de gran parte del país, rechazada por un categórico 61,86% de la población votante, pretendió resolver el tema de la justicia educativa. No obstante, a mi parecer, no completamente.
La propuesta de la Convención presentaba avances significativos, pero la ideologización del texto generaba que se oscurecieran muchos aspectos contrarios al avance de una verdadera justicia educativa sin sesgos. Si bien la libertad de enseñanza se establecía explícitamente en el texto, dejaba muchas dudas en torno a los colegios confesionales y particulares.
Entiendo que la libertad de enseñanza como tal es un principio que se debe respetar en toda normativa que pretenda salvaguardar los principios democráticos. Esta debe circunscribirse al marco curricular y normativo vigente de cada país, pues de esta manera se aseguran las trayectorias educativas. No obstante, ¿qué sucede cuando uno de estos principios coarta la libertad de ciertos sectores?
A modo de ejemplo y evidencia, el artículo 34.4 de la Propuesta de nueva Constitutción establecía que «la educación se regirá por los principios de cooperación, no discriminación, inclusión, justicia, participación, solidaridad, interculturalidad, enfoque de género, pluralismo y los demás principios consagrados…», los que todo establecimiento escolar debe contemplar y salvaguardar. Más adelante, en el artículo 41.3 consignaba «la libertad de enseñanza», especificando que ésta y la libertad de cátedra estarían sujetas a «el marco de los fines y principios de la educación» (como, según lo que yo entiendo, los que se establecían en el artículo 34; entre ellos, «el enfoque de género» que, en algunos de sus principios, choca con ciertas confesiones religiosas). Así, la Propuesta ponía en tensión principios ideológicos, excluyendo a un sector nada despreciable de la sociedad e impidiendo que avanzáramos hacia una verdadera justicia educativa para todos los sectores sociales.
Hoy nos encontramos ad portas del inicio de un nuevo proceso constitucional; por ahora, lleno de incertidumbres. Sin embargo, las esperanzas siguen vigentes, esperando que cualquiera sea el organismo que redacte la Carta Magna que nos rija al menos por los próximos cincuenta años se enfoque hacia un camino que realmente propenda hacia la implementación de una verdadera justicia educativa, sin exclusión.