¿Queremos ser libres?
20.09.2022
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20.09.2022
Reflexiones sobre la guerra, el compromiso y el triunfo, a partir de un texto del psicoanalista Donald Winnicott: «Si la guerra parece algo inevitable al ser humano es porque nos permite descansar de la libertad. ¿Qué significa descansar de la libertad? Evadir lo que hay de solitario en las decisiones difíciles e inciertas, y buscar diluirse en el Todo para evitar el conflicto con uno mismo.»
No podemos creernos mejores que nuestros enemigos. O bien, solo un poco. La frase es del psicoanalista Donald Winnicott [foto superior], cuando en 1940 se preguntaba por las razones para ir a la guerra.
Los alemanes les hacían fácil tal respuesta a los ingleses, aunque solo en parte. Si los nazis decididamente se asumían malos, entonces eran honestos; pero concluir que entonces ellos eran los buenos —así, a secas, ahora y para siempre—: aquello era fácil, pero no honesto. El problema para Winnicott fue que se propuso tomar posición y no partido; es decir, quiso demorarse un poco más para comprender por qué la guerra en el ser humano.
Tomar posición implica lidiar con algunos asuntos que la toma de partido, cuya rápida y exaltada identificación con un bando no requiere. Tomar posición significa, precisamente, no identificarse, no ser lo mismo que aquello que se apoya o se rechaza. Supone no solo pasar al menos un par de veces por el asunto, sino que también sospechar de que hay una parte que no se sabe. Y aún más complejo: reconocer que hay cosas que no se quieren saber.
El artículo de Winnicott sobre la guerra es inactual. Nos genera extrañeza que alguien del bando de los buenos escriba con suspicacia de las razones para ir a la guerra en el momento de la guerra. Es inactual hoy no solo porque estamos enfermos de actualidad, sino porque tampoco contamos con el (saludable) límite que da la ignorancia. Que hoy se pueda saber sobre algunas cosas, o una parte de ellas, de manera instantánea, nos lleva a ignorar nuestra ignorancia. Por eso tantas veces decimos «no lo vimos venir».
De todas formas, no es seguro que alguna vez haya sido audible escuchar lo que no se quiere saber. Considerar lo inconsciente siempre es inactual; pero lo es aún más en tiempos de exacerbación de la locura, aquellos momentos en que precisamente las personas más creen saber.
Dicen los historiadores que alguna vez existió algo que se llamó conciencia histórica. Y que el fracaso es clave en ese gesto. Pablo Aravena lo explica a propósito de la figura de Simón Bolívar (desde luego, no aquella que ha inventado la llamada posmodernidad y que hace de la historia actualidad; esa historia pop que se consume, como casi todo lo que se consume, para reafirmar la actualidad). Bolívar, explica Aravena, hace conciencia histórica cuando fracasa el plan de su revolución. Abandona la receta que aplica una ley general a lo particular y recalcula, pensando incluso de modo anacrónico en su búsqueda. Piensa en Roma. Piensa en lo que quedaba de los pueblos indígenas. Para pensar así, a lo menos se requieren dos cosas: comprender el progreso de modo no lineal y hacer de la experiencia del fracaso una obligación de pensar.
Lo diría así: no «tener» un pensamiento sino padecerlo.
¿Permite nuestra actualidad el fracaso en esos términos? No sé. Por un lado, se «tienen» tantos pensamientos como cosas, y por otro hay un vicio fuerte de culpar a los demás. Incluso cuando la culpa es externa, no podemos quedar inmunes a las preguntas si queremos seguir adelante.
¿De qué sirve esa actitud? En principio, para comprender de qué estamos hechos. No podemos saber todo de nuestra naturaleza (traicionera), como tampoco es seguro que por saber algo cambiemos de conducta. Pero, sí, creer que existe lo inconsciente al menos nos obliga a dar un paso sin arrogancia, cuando es un paso de verdad y no un abanderamiento simplón.
Volvamos al inactual artículo de Winnicott. Si la guerra parece algo inevitable al ser humano es porque nos permite descansar de la libertad (por ejemplo, este es un pensamiento que se padece. Deténganse un momento. No es llegar y decir: queremos descansar de la libertad. ¿No se suponía que la vida se trataba de buscarla?). ¿Qué significa descansar de la libertad? Evadir lo que hay de solitario en las decisiones difíciles e inciertas, y buscar diluirse en el Todo para evitar el conflicto con uno mismo.
Hay diversos «todos», por supuesto; los hay ideológicos, a la moda, narcóticos, serios, furiosos, mediocres. La guerra es una de las maneras de convertirse en Uno: un solo partido, un continente glorioso, trastornado, sin soledad, sin las vicisitudes de las preguntas por el sexo y la muerte: ¿qué quiero?; ¿me quiere?; ¿por qué no me quiere?; ¿qué diablos quiere?; ¿a qué temo? Los hombres van a la guerra para evitar a las mujeres, escribía Freud en su tiempo.
Las certezas, como las drogas y las pistolas, están hechas para evitar los nervios. Nervios: testimonio de que la vida es un oficio complicado.
Hay razones inconscientes para hacer la guerra cada cierto tiempo. Y ni ellos, los ingleses, ni los japoneses ni los chilenos somos esencialmente ajenos a esas razones. Si en esa contingencia histórica, escribe Winnicott, los ingleses eran los buenos, era solo por una razón: ellos luchaban por su libertad. Los nazis, en cambio, querían cualquier cosa, salvo ser libres. ¿Pero de qué libertad hablamos? Una cosa era liberarse de los nazis, pero otra, la más difícil, era sostener esa libertad en el tiempo. La liberación siempre es más fácil que hacerse cargo de la libertad; que de libre, a secas, no tiene nada.
El psicoanalista decía que en su tiempo liberarse era recuperar la democracia, para luego lograr tener la fortaleza de mantenerla; la vida política que ésta implica con su difícil libertad. Liberación no es lo mismo que libertad. Luchar contra un enemigo: fácil (al menos psíquicamente). Mientras que la libertad le pone presión a la personalidad, porque significa responder —a veces o casi siempre, cuando se responde de verdad— sin algo de qué afirmarse. Es lo que llamamos ética. La libertad nos compromete subjetivamente; es una exigencia y un riesgo. La libertad es —paradójicamente, y de manera conmovedora— la evidencia de que liberados no somos. Porque somos animales sexuados y conscientes de la muerte.
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Recordar:
La evolución, como si fuera un teatro, hizo que la sexualidad naciera junto a la muerte. Primero los organismos fueron asexuados: replicándose por división, todo comenzó bajo el modelo de la clonación y la inmortalidad. La mayor de las revoluciones sexuales fue la aparición de organismos cuya reproducción da origen a algo nuevo; eso sí, bajo la condición de su muerte. Nunca más alguien idéntico a otro, separados para siempre: caídos.
«La caída» es la condición de nuestra libertad. La libertad es un vértigo porque somos animales dependientes, mortales, impropios, huérfanos, sin fundamento. Los lazos se crean humanamente, no están garantizados por la naturaleza; y la perversión es inventar que las raíces son fijas, en la sangre. Esa filiación como asunto biológico fue el nazismo. Pero más allá de los nazis, seguimos buscando de diversas formas la clonación y la inmortalidad. Sin sexo, sin muerte. Hay quienes dicen que la utopía es convertirnos en información. El cuerpo molesta. El cuerpo es el lugar de la libertad difícil.
La perversión es uno de los rechazos a la libertad. Solo una forma. Hay más. Buscamos ser Uno de muchas maneras: taparnos la cara, dormir de más, evitar la soledad del pensamiento; también buscar un líder, incluso la emancipación, puede tomar formas para nada libres.
El ser humano se cansa de su libertad. Sueña a ratos con ser Uno con Todo. Cada época tiene su droga. Y en la nuestra ha vuelto (en este loop infinito que es el capitalismo tardío) la psicodelia: el tussi es rosado, la terapia más cool es la microdosis de hongos. Incluso la vía farmacéutica, muy en el espíritu de los tiempos, ha estado insinuando que los antidepresivos que actúan sobre los mecanismos de la serotonina en realidad tienen efectos mediocres, y que la nueva revolución farmacológica es la esketamina (de la familia del MDMA). El éxtasis es una de nuestras fantasías oceánicas.
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Una última idea. Hay que ganar la guerra, escribió también Winnicott. Y hay que ganarla como un triunfo militar y no moral. ¿Inactual? Cuando los triunfos aspiran a ser morales, vanidosos, no es seguro que busquen ganar. ¿Podría ser lo que hicieron algunos constituyentes de la fallida nueva Constitución? Creerse mejor que su enemigo. Gente (sin) inconsciente.
Ganar para ser libres es algo más que una liberación entusiasta; es generar las condiciones de posibilidad para la responsabilidad compartida que implica la difícil libertad.
Tampoco se puede triunfar moralmente, porque después de un conflicto viene otro tiempo. Ninguna victoria es eterna. Después de la guerra los ingleses tendrían que dialogar con alemanes que también querrían ser libres. Y, sin tapar el horror, permitir que nazca algo nuevo.
Todo esto por un tiempo. Hasta nuevos conflictos. Los necesarios, los inventados, los convenientes, de todo un poco; por cierto, también cada vez que la libertad nos canse. Eso es lo que Winnicott invita a no olvidar.
La libertad no es un absoluto, sino la búsqueda de una salida. Cada vez. Porque se gana una guerra, pero eso no te hace mejor, ni ganador para siempre. La libertad humana es una encrucijada todo el tiempo.