Emblemas, símbolos e identidades entre la élite del pueblo
15.09.2022
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15.09.2022
«Hay un mundo ahí afuera y aquí mismo que nos es desconocido; ajeno, incluso. Hay personas, oficios y experiencias; en fin, una memoria actualizándose libremente en la subsistencia, y a pesar de ella. En todo este universo, en este ecosistema, persiste una excelencia.»
Mientras más me sumerjo en las riquezas del pueblo, compruebo —¡vaya paradoja!— que entro a un mundo de élite. En mi mesa bebo agua de un epu wün metawe, vasija de greda con asa y dos bocas, confeccionada por doña Dominga Neculmán Mariqueo. Y digo «doña» por dueña; dueña de su saber y su oficio, praxis y memoria heredadas por haber convivido y respetado a sus mayores, quienes le transmitieron confianza, experiencia y amor por lo que era y podía llegar a ser. Este tipo de metawe o jarro puedo compartirlo con otra persona, porque cada cual bebe de su propia boca.
En los veranos puedo ir al «Mote con Yapa», en Puente Alto, y dar cuenta de un mote con huesillo que me sirven en una botella de Coca-Cola de vidrio cortada poco más arriba de la mitad. Una vez terminado, la yapa: ración no menor de jugo con restos carnosos de huesillo. Para la sed y el apetito. Cuesta menos que un paquete de cigarrillos, y no disimulan los vasos: me encanta ver el logo de la gaseosa mutilado, desvirtuado, y que el envase se destine a otro líquido. Los dueños producen sus propios huesillos y mote en un sector rural, por lo que se cuenta. Cuando iba en bicicleta de Maipú a Puente Alto, el «Mote con Yapa» era la meta.
Para cantar versos, de memoria o improvisados, conocí el guitarrón. «La guitarra grande», por sus veinticinco cuerdas, el instrumento más chileno de todos, nacido y criado en este país. Si alguien es seducido por su sonoro, busca luthier y ahorra unos tres sueldos mínimos para mandar a hacer uno de batalla (no lo venden en las casas de música). Cuando Cristián Labbé era alcalde de Providencia vestía de pendones los postes del alumbrado eléctrico con imágenes de instrumentos de músicos chilenos, pero en ninguno estaba el guitarrón.
Cuando niño, en la escuela Básica nos enseñaban a bailar cueca, siempre con los mismos casetes y repertorio. No sería hasta fines de los años 90, cuando escuché a Los Chileneros, que probé la flor y nata de lo que en la infancia intuía que faltaba: la vida aquí y ahora en esas letras y voces caprinas y tronantes, bien pandereadas y apianadas. La cueca, así, «la toco, la canto y la bailo», como una forma dionisíaca de empoderarme de la existencia, con todo.
«Cueca más repetida, mi vida, La consentida», remataron unos amigos una cueca improvisada hace algunos años.
Compartir con arrieros y talajeros no es solo un paseo a caballo. Es una lección in situ de geografía, flora y fauna, litología, medicina, traumatología, gastronomía, canto y versos. Para qué hablar de tejueleros, carpinteros de rivera, alférez, tejedoras, talabarteros, fabricantes de ruedas de agua… Hay un mundo ahí afuera y aquí mismo que nos es desconocido; ajeno, incluso. Hay personas, oficios y experiencias; en fin, una memoria actualizándose libremente en la subsistencia, y a pesar de ella. En todo este universo, en este ecosistema, persiste una excelencia.
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La variedad en lo diverso asusta, y quizás por este motivo a toda esta riqueza plagada de singularidades se la llama simplemente «folclor». Esta palabra a veces es un cerco, dentro del cual se observa a los ejemplares y se los tipifica. Son muchos discursos y relatos para que anden sueltos por ahí y disgreguen las voces de sus tradiciones. Todo debe girar alrededor de los emblemas; cohesionarse con estos al centro, porque los emblemas son lo que direcciona o concentra las energías simbólicas.
¿Y cuáles son nuestros emblemas? Oficialmente, la bandera tricolor, el escudo y el himno nacional, además de la escarapela o cucarda y el estandarte presidencial. Son necesarios, sí: encabezan rituales republicanos, dan sentido de pertenencia, y aunque la república sea laica, son sagrados. Ejercer el sacrilegio sobre ellos es sacarle la madre a la patria. De ningún modo. Mucho más sano es profanarlos, en el sentido que Giorgio Agamben da a la palabra «profanación»: desarmarlos y ver cómo funcionan, deconstruirlos y verles el alma, los mitos que corren por ellos como la sangre.
Cabe recordar que el movimiento independentista fue una revolución criolla, no del pueblo. Solo después del Desastre de Rancagua se tornará popular. Y una vez alcanzada la independencia, hubo que sellar con símbolos y emblemas la identidad nacional, aunque esta no se acrisolara hasta el período que va de la Guerra Civil del ‘91 a la Constitución de 1925, más o menos. Como quienes gobernarían este país básicamente pertenecen a la oligarquía, se requirió ponerle atajo a la gallada. Si bien en la definición de los emblemas actúa una élite intelectual, su administración la asumirán las castas que provienen de esta oligarquía; es cosa de ver cuáles son los apellidos que se repiten en nuestros doscientos años de historia como país.
Y en dos siglos, los relatos se han ido sucediendo; bajo su diferencia, no obstante, la estructura mental permanece, una lógica oscura e irracional que Portales llama «el peso de la noche», y que regula las energías de dominadores y dominados, cuyos relatos al agotarse abren la puerta a las revueltas o estallidos sociales, y cuando estos se agotan, vuelven a esa misma lógica oscura e irracional con un nuevo relato, o eso se intenta, al menos. El mal no se halla en los emblemas, sino en que estos sean cooptados, que las castas definan su dirección simbólica.
Cuando se interrumpió el himno patrio en la inauguración de la Convención Constitucional, con el lenguaje de la moral (la más frágil de las plataformas discursivas) se escandalizó un sector político y social. No es más que el miedo posterior a la expresión de la rabia de los otros. Y el miedo surge cuando quienes administran los emblemas comprueban que los demás ya no creen en los cuentos que se están contando. No hay buenos narradores. Y como no los hay, la última trinchera es apelar al dogma sagrado de la patria expresado frente al sacrilegio de los emblemas.
Temblaron el cóndor y el huemul en el escudo; los que sin embargo, en la vida real, son especies que peligran. El cóndor hasta de basura se alimenta. Se apeló a la defensa de las tradiciones, mejor dicho de sus símbolos: el huaso, el rodeo, «la verdadera cueca», etc. Y quienes no aceptan o ya no creen en estos símbolos tratan de introducir otros lenguajes que no son del pueblo tampoco, pero que buscan aglutinarlo, como ciertos discursos de género, identitarios, sexuales, porque nuestras izquierdas tampoco han sido capaces de recoger el descontento y llevarlo a una propuesta política seria, fuera de que tienen una incapacidad patológica de unidad que las convierte en un lastre a la hora de gobernar; salvo, eso sí, el Partido Comunista, cuya disciplina y orden lo convierten en un buen aliado de gobierno, y en esto se parece mucho a la UDI: ambos partidos, a su manera, son conservadores.
Vistas las cosas de este modo, entre la cooptación de los emblemas patrios y la introducción de discursos que no se afirman en la realidad, hay una enorme masa de desarraigados culturales, sin sentido de pertenencia ni memoria histórica, sin más horizontes que la subsistencia y el acceso a bienes de consumo. Van de allá para acá sin opinión propia, opinantes sin opinión, sin lenguaje que sea suyo, y todos con derecho a voto. En los actuales triunfalismos y frustraciones, la clase política olvida que en estas lides no hay nada más traicionero que la masa. La masa no tiene élite, no le interesa, la aborrece. Su mecanismo de distinción pasa por la ostentación, y esa mentalidad es transversal socialmente: se puede ver en las poblaciones y en el barrio alto, y en las comunas intermedias.
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De las tradiciones dieciocheras en medio de una chilenidad sin Chile, quizás la que más nos describe sea la de los volantines. Cada uno quiere brillar y gozar con el suyo maniobrándolo en el viento, con buenos hilos, y ojalá hilo bañado en cola y vidrio molido, curado, para ir a las «comisiones» y despachar a varios. Después del trabajo y tiempo en comprar o hacer un volantín, elevarlo, viene otro y te corta el hilo. «Se fue cortado»: expresión para un volatín a la deriva, juguete de las brisas, del orgasmo o de la eyaculación, vale para cualquier empuje y ascenso. Así termina la cueca «El maldito», de Los Trukeros: «En su ley desangrado, / se fue cortado».