Nuevo proceso constitucional: por la fuerza de la razón
13.09.2022
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13.09.2022
En estricta definición legal, el devenir constituyente iniciado en 2020 ha concluido. «Pero nada impide iniciar otro nuevo», sostiene esta columna de opinión para CIPER, centrada en las características de legitimidad que deben considerarse en ese reintento: «El Congreso no puede monopolizar el poder constituyente originario porque básicamente sus miembros nunca fueron electos con mandato para algo así», se estima.
Hace unos meses, en casa de mis padres tuve la suerte de reencontrar un libro que me marcó cuando niño. El misterio del cuarto amarillo tiene por héroe a un detective muy joven y perspicaz, de nombre «Rouletabille», quien frente a los hechos que le son sometidos siempre repite que hay que razonar «por el extremo correcto de la razón».
¿Qué significa aquello? Según el astuto detective, la razón tiene dos extremos: uno bueno y otro malo. El bueno es el único al cual uno puede aferrarse sin que nada lo rompa; haga lo que se haga, diga lo que se diga o pase lo que pase. Porque es el bueno, justamente.
Apliquemos entonces este leitmotiv a la situación que estamos viviendo como país desde el pasado domingo 4 de septiembre. Hablando de cambio constitucional, iniciemos el razonamiento desde la raíz, desde el buen extremo de la razón. En derecho constitucional, se distingue entre el «poder constituyente originario», a cargo de redactar una primera o nueva Constitución de Estado; y el «poder constituyente derivado», que está previsto por la propia Constitución y que dispone las modalidades necesarias para llevar a cabo las revisiones constitucionales.
Ya que la Convención Constitucional es historia pasada, ¿dónde se encuentra hoy, y posteriormente al plebiscito del 4-S, el poder constituyente originario? ¿Quién tiene la legitimidad de decidir lo que debemos hacer con el proceso constituyente?
Para el jurista francés Raymond Carré de Malberg, la cuestión del poder constituyente es un mito: como no es una problemática de Derecho, no le corresponde a los juristas ni constitucionalistas intentar dar respuesta a tal interrogante. Exagerando ese enfoque, podríamos hasta afirmar que el poder constituyente originario está, en realidad, donde uno quiera verlo, porque si es muy fácil identificar el lugar donde se encuentra cuando este es ejercido, es mucho más difícil ubicarlo cuando no lo es. Para muchos, este tipo de poder es por eso un mito, una ficción.
Pero podríamos perfectamente pensar que el poder constituyente está en el pueblo, el que a veces tiene la capacidad de decidir lo que adviene con el orden constitucional. En efecto, según el artículo 5 de la Constitución hoy vigente, «la soberanía reside esencialmente en la Nación. Su ejercicio se realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y, también, por las autoridades que esta Constitución establece».
En Chile, se acaba de consultar a los ciudadanos sus opiniones acerca del asunto constitucional tres veces en menos de dos años, a través de dos plebiscitos y una elección. Si fuésemos suizos sería otra cosa, pero acá ya podemos observar un cierto desgaste. A lo menos, se percibe una sensación, justificada, de estar asistiendo al cierre de un ciclo sin que surjan ganas compartidas y unánimes de iniciar otro idéntico. En efecto, todo es cuestión de interpretación; y en este caso aún más, pues sabemos que ninguna Constitución es eterna.
El artículo 142 de la actual Carta Magna dispuso que, en caso de imponerse el Rechazo a la Propuesta de la Convención, sigue rigiendo la Constitución vigente. Pero el mismo artículo no dispone que no se puedan llevar a cabo más proyectos de reformas posteriores al plebiscito de salida. Entonces, y según las reglas de interpretación del constitucionalismo liberal, si la Constitución no prohíbe formalmente una acción, podemos considerar que esta la autoriza.
Como no se prohíbe modificar los actuales artículos 130 a 142 para reiniciar un nuevo proceso, entonces es factible hacerlo.
Desde el punto de vista interpretativo, ni siquiera es imperativo basarse en los resultados del referéndum de entrada de 2020 para justificar el relanzamiento del proceso constituyente. Bastaría recordar la situación en la que estaba Chile en octubre/noviembre de 2019, y observar que las condiciones materiales y circunstanciales que entonces obligaron al corpus político constituido a plantear la posibilidad de un cambio constitucional —y así darle una solución viable a la contingencia que se vivía—, no se ha modificado sustancialmente, e inclusive en algunos casos ha empeorado. Nos encontramos hoy en una posición muy análoga a aquella.
En resumen: sí, el proceso ha terminado (como se dispone en los artículos 130 a 142, agregados desde diciembre de 2019 a la actual Constitución), pero nada impide iniciar otro nuevo.
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A título comparativo, en Francia, en 1946, tras el fracaso del primer referéndum para la adopción de la Constitución de la Cuarta República no se procedió a otro inmediatamente después, sino que hubo una nueva elección de representantes para otra Convención Constitucional. La situación en el país era entonces muy distinta a la del Chile de hoy, pues en esos precisos momentos Francia tenía gobierno y Constitución «provisorios», en espera de que institucionalmente se resolviera cómo el país superaba la salida de la Segunda Guerra Mundial. Existía por lo tanto para Francia una obligación de resultado que consistía en redactar una verdadera nueva Constitución, sí o sí.
No es el caso acá en Chile. La Constitución actualmente vigente no tiene tal carácter de «provisoria», a lo menos oficialmente. Hoy el Congreso Nacional, un órgano autónomo y que recoge la representación de todos los sectores, podría ser habilitado para redactar un nuevo texto o reformar sustancialmente el vigente con acuerdo de todos los sectores políticos. A esto último, podría aparecer pertinente sumarle un plebiscito ratificatorio para consagrar dichas reformas.
En 2005, el electorado de Francia, país miembro de la UE, rechazó la propuesta de Constitución europea, supranacional. Luego de ese plebiscito, el texto fue modificado marginalmente, y al fin adoptado pero a través del Congreso nacional de ese país. Así, y en el papel, se había respetado la voluntad del pueblo: si el primer texto propuesto, conforme a su voluntad no fue ratificado, vino otro a través de sus representantes. Si hoy, según muchos, las instituciones europeas sufren de un déficit de legitimidad democrática, por algo será.
Con este tipo de antecedente, podemos estimar que pasar por el Congreso para proponer una nueva Constitución para Chile no será la solución. El Congreso no puede monopolizar el poder constituyente originario porque básicamente sus miembros nunca fueron electos con mandato para algo así. Pueden, si los cuórum establecidos son respetados, modificar la Constitución vigente, pero de ningún modo escribir otra nueva.
Optar por una nueva reforma «XXL» de la Constitución de 1980 también parece una opción totalmente discutible. Después de ya tantas alteraciones, surgiría la legítima pregunta de si acaso el reformismo constitucional no es más bien una suerte de «necrofilia constitucional» que no asume su nombre.
En resumen, se debe claramente disociar el poder constituyente original del poder constituyente derivado.
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Desde nuestro punto de vista, y siguiendo con el recorrido desde el buen extremo de la razón, la única opción viable ahora es que diputados y senadores se pongan de acuerdo sobre un mínimo de temas imprescindibles que debe contener la futura Constitución de la República, y luego convocar a una comisión —o una Convención más pequeña y flexible que la que recién tuvimos— que se aboque a la redacción. Tal grupo debiese ordenarse según base regional y sumar un escaño reservado por cada pueblo originario reconocido por ley, con listas cerradas y paridad de género en estas. De igual manera, y para fortalecer este avance en la última Convención, sin duda habría que repetir tal obligatoriedad en la composición del hemiciclo (e indicar así que aquella medida no fue simplemente una «moda»). El trabajo no partiría desde una hoja en blanco, sino que consideraría la actual Constitución, la propuesta constitucional del gobierno de Michelle Bachelet II (que igualmente fue resultado de un recorrido institucional), y también algunos aspectos de la propuesta que se desechó el domingo 4-S.
Lo que está en juego y debe ser resuelto hace llamado a un «Acuerdo Por La Paz Social y La Nueva Constitución Bis». Sin acuerdo político, no habrá solución.