El fiasco
19.08.2022
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19.08.2022
«El debate público en estos días, el modo de encararlo por parte de los grandes medios y hasta las discusiones domésticas entre apruebistas y rechacistas en las familias nos muestran que estamos ante el creciente predominio no de espíritus democráticos sino inquisidores.»
La muestra más clara de lo que muchos consideramos un fracaso de la Propuesta de nueva Constitución (PNC) elaborada por la Convención electa en 2020 es que, a menos de un mes de su resolución, el plebiscito de salida se visualiza como una disputa entre derechas e izquierdas. Lo que podría haber sido una instancia para fortalecer la institucionalidad y restablecer las civilidades en el marco democrático, terminó reducida a una especie de campaña presidencial con evidente intervención del gobierno, un texto sometido a votación que convence a muy pocos y un debate público sobre nuestro futuro que hoy se ve muy debilitado.
La discusión la acapara hoy el tironeo propagandístico entre Apruebo y Rechazo. Creo válido, sin embargo, incorporar al análisis la idea —estimo, extendida— de la decepción con el total del proceso y sus resultados.
El foco está puesto sobre el reemplazo de la Constitución como si fuese la sustitución de una sociedad por otra, y no como el establecimiento de un nuevo marco normativo jurídico. Esto ha hecho olvidar el importante rol que cumplen las instituciones formales e informales en cualquier proceso de cambios, en el que los modos en que se hace la política son trascendentes. Como decía Norberto Bobbio, si los jugadores son malos para el fútbol, nada pueden hacer las reglas para volverlos mejores. Siguiendo con la metáfora deportiva, atenta contra el óptimo rendimiento de cualquier equipo un aspaviento moral como el que hace poco mostró el ministro Giorgio Jackson. Por eso creo que en Chile, la crisis política en la que nos vemos hoy insertos, más que constitucional es espiritual.
El debate público en estos días, el modo de encararlo por parte de los grandes medios y hasta las discusiones domésticas entre apruebistas y rechacistas en las familias nos muestran que estamos ante el creciente predominio no de espíritus democráticos sino inquisidores. Max Weber creía que sin liderazgos democráticos y responsables se puede venir una larga noche. Y no se equivocó.
Quien observa el proceso desde afuera no puede sino concluir que la discusión constitucional no consiguió llegar a ser el tipo de deliberación que idealizan autores como Habermas o John Rawls, en las que prima un pluralismo razonable. La impronta de Rojas Vade ha prevalecido, como varios convencionales —algunos de los cuales efectivamente hicieron de payasos, tenores y jabalíes, como diría Ortega y Gasset— nos lo recuerdan. El ejemplo más claro es Elisa Loncón, con su reciente intento de explicar la normativa de expropiaciones propuesta. Caída del pedestal en que al inicio del proceso algunos quisieron ponerla, ha demostrado que no sabía muy bien de qué era lo que estaba discutiendo la Convención.
El complejo de superioridad moral que se manifestó sobre todo en las críticas destempladas a «los treinta años» y la pequeñez de la mesa de la Convención hacia los ex presidentes de los años más prósperos de nuestra historia sigue predominando en el debate público. El propio exconvencional Agustín Squella denunció en su momento «la cerrazón de algunos colectivos y la arrogancia de no pocos egos». Pero la ciudadanía parece cansada de los agitadores callejeros de causas particulares que se elevan como nuevos pontífices de la justicia. Quiere líderes, no histriones. Es decir, representantes preocupados de asuntos de interés político y ciudadano, no de temas de nicho salidos de revistas estilo Cogent Social Sciences ni facultades universitarias donde se lee harto Foucault, Derrida o Mignolo.
Hoy, a semanas del plebiscito, la discusión respecto a la PNC está mostrando la misma lógica, paradojalmente integrista, que predominó al interior de la Convención. Los cuestionamientos o críticas al texto a veces son calificados de traición; a veces, de falta de compromiso con los cambios. Incluso hay quienes asocian el Rechazo a pinochetismo o racismo. O a una vocación aspiracional (otra expresión del complejo de superioridad moral e intelectual de la izquierda radical).
Es tal la caza de brujas contra los herejes, que cuando comenzaron a surgir las primeras personas de centroizquierda manifestando sus críticas o su postura de favor al Rechazo, se les acusó de no ser de izquierda. En otras palabras, se les comenzó a acusar de traidores y apóstatas. Pero, ¿quiénes eran esos acusadores? Pues bien, los que siempre han pretendido oficiar de sacerdotes en la izquierda; hombres y mujeres «de fe e iglesia», como diría Raymond Aron sobre los comunistas y sus acólitos. Bajo ese espíritu de feligresía en torno a una propuesta de Constitución, no se acepta ninguna crítica ni cuestionamiento. Es decir, se ha cancelado el debate democrático.
Se ha negado el derecho a la duda respecto a lo hecho por la Convención, por lo que las interpretaciones de los críticos se acusan de mentirosas o mal intencionadas; al mismo tiempo que se permiten licencias como las del alcalde Mauro Tamayo que dijo en televisión abierta que él se regía por una Constitución que ni siquiera ha sido votada. Lo cierto es que han existido voces críticas de todo tipo, incluidas las de académicos que fueron opositores a Pinochet, como José Rodríguez Elizondo o Lautaro Ríos, y ex ministros de gobiernos de la Concertación (Genaro Arriagada, Vivianne Blanlot, Carlos Maldonado, Isidro Solís, entre otros). Muchos han enarbolado críticas que ahora incluso varios académicos a favor del Apruebo plantean necesarias respecto al sistema político, la reelección presidencial, las leyes de concurrencia presidencial, la nula delimitación respecto a los sistemas de justicia y las atribuciones del Consejo de Justicia.
Y el gobierno tampoco adoptó una postura en favor de un debate abierto sobre estos temas. Su trabajo ha sido más bien de propaganda básica, con firmas y abrazos a favor del Apruebo en los barrios. Lo que se despliega no es el texto sino el —aún existente— carisma del Presidente Boric. Poco se ha discutido si la Propuesta contribuye a una mayor gobernabilidad, eficacia y representatividad. Cuestiones que deben darse en conjunto, y no por separado, para que exista legitimidad de largo plazo sin importar quiénes gobiernen. Así, bajo la excusa del voto informado el gobierno de Gabriel Boric ha azuzado el espíritu de facción y la manipulación sobre la base de promesas, más que la discusión democrática en serio.
Volviendo con Bobbio, las reglas del fútbol no convierten a una promesa en una estrella del deporte. Sabemos que un partido en el que imperan malos jugadores, ya sea porque son poco talentosos o porque recurren a las faltas, puede ser un encuentro que resulta estéticamente deficiente, o que lisa y llanamente termina mal. Un partido de fútbol requiere consensos mínimos respecto a las reglas del juego para llevarse a cabo cómo corresponde. Lo mismo sucede en una democracia. Esta requiere no solo buenas reglas sino también buenos jugadores. De lo contrario, nos quedamos en puras fantasías, aunque tengamos delante una nueva Constitución que nos lo promete todo.