Lo que nos cuentan los antiliberales: una respuesta
08.07.2022
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08.07.2022
Sobre malentendidos en torno a tamaño del Estado, bienestar, desregulación, «mano invisible» y otros conceptos hoy en el debate se extiende esta columna, motivada por lo que el autor considera «la falta de rigor intelectual en el modo en que académicos de izquierda deciden hablar del liberalismo y/o neoliberalismo», e inspirada en una opinión previa publicada en junio en CIPER.
Si yo escribiera una columna sobre el socialismo tal como lo hace Carolina Carreño con el liberalismo [«Lo que los liberales no nos quieren decir», en CIPER 29.06.2022], me podría tomar muchas licencias. Podría, por ejemplo, decir que el socialismo nació con las sectas precristianas que predicaban la pobreza. Y que la continuidad entre el cristianismo y el socialismo se nota en los resultados que permanentemente tienen los socialistas de todos los signos, que intentando erradicar la desigualdad cosechan invariablemente pobreza y autoritarismo. Podría añadir que, como sabemos, el camino al cielo está plagado de buenas intenciones. O mejor, y para ponerme realmente a tono, que los socialistas ni siquiera tienen buenas intenciones, que más bien les interesa el poder y vivir del Estado, a costa de otros. Que los motiva la envidia (¿estaría esa acusación a la altura de las invectivas contra los «fachos pobres» y los «fachos aspiracionales», o todavía no?).
Cosas como esas se han dicho, y no son muy distintas de las que los antiliberales dicen, por su parte, del liberalismo.
Podría, por último —y como hace David Harvey con «el neoliberalismo»—, tratar de caracterizar el socialismo no a partir de lo que sus teóricos han dicho, sino a partir de las relaciones sociales que los sujetos establecen en las sociedades socialistas. El panorama no sería halagüeño, no. Habría que hablar de muros, de prohibiciones, de fraude electoral, de partidos únicos, de vigilancia, de detenciones arbitrarias, de persecución política, de hambre, de diásporas, de gente que huye en balsas de alguna isla infortunada (que no llegó a ser la isla que describe Tomás Moro). Habría que hablar de hambre, sumisión y desesperanza. Y también de machismo y homofobia.
Pero no haré eso. Además, salvo el Partido Comunista, la izquierda actual jura que ha aprendido la lección, y que le avergüenzan Cuba y Venezuela.
En lugar de eso, tal vez sería más oportuno llamar la atención acerca de algo más elemental: la completa falta de rigor intelectual en la que reiteradamente incurren académicos de izquierda cuando deciden hablar del liberalismo y/o del neoliberalismo. Así, por ejemplo, en su celebrado libro Breve historia del Neoliberalismo, Harvey no cita ni una sola vez a Friedrich Hayek ni tampoco a Milton Friedman (sabe que existen, claro, porque los menciona). ¿Se imagina el lector un libro de cientos de páginas sobre la Breve historia del Comunismo en que se mencionara a Marx para decir que tuvo que irse a vivir a Londres y que se carteaba con Proudhon, y poco más?
El caso de Fredric Jameson es peor, si cabe. «… sobre gusto, sin duda, no hay nada escrito, pero nadie me convencerá de que el pensamiento de un Milton Friedman, un Hayek o un Popper tienen algo de glamoroso en el día y la época actuales.», dice Una modernidad singular, nada más empezar.
Son planteamientos que, entre otras cosas, no abordan por qué el modelo keynesiano entró en crisis y por qué, entonces, tuvo su oportunidad el neoliberalismo. Ni los problemas sociales que los neoliberales, consciente y deliberadamente, intentaban resolver. Por ello, todo lo que hizo o dejó de hacer el neoliberalismo parece gratuito, arbitrario y fruto del egoísmo o del interés de clase de los neoliberales.
Quizás uno de los problemas de convertirse en mayoría cultural —en este caso en la academia; sobre todo en las facultades de Humanidades— es que se corre el riesgo de confiarse de los lugares comunes que, con el paso del tiempo, conforman esa opinión mayoritaria. Se corre el riesgo de perder los reflejos críticos.
Cuando ello sucede, se trabaja y reflexiona sobre versiones de segunda o tercera mano de los conceptos; con versiones, como se diría en historia del derecho, «vulgarizadas» de los mismos. Con el concepto de neoliberalismo eso sucede hasta un punto que llega a ser desopilante o dramático, según se lo quiera ver: la «economía especulativa» es neoliberal; también la deuda. Pero también la austeridad. Y también las dos cosas simultáneamente, en la medida en que se pretende que una es funcional a la otra (o eso se nos dice).
El aumento del consumo de drogas es consecuencia de la sociedad neoliberal, pero también la guerra contra las drogas, pues se cree poder demostrar que ambas cosas son esenciales para mantener el orden actual .
La desventaja de las mujeres es consecuencia del modelo neoliberal, pero también el feminismo que reivindica la propiedad de la mujer sobre su propio cuerpo. Y también ambas cosas, en la medida en que lo segundo es una trampa neoliberal para asegurar lo primero.
Etcétera, etcétera, etcétera.
Si no tuviéramos más remedio que guiarnos por la citada columna de Carolina Carreño, nos veríamos forzados a concluir que los liberales contemporáneos son gente que está combatiendo el absolutismo con más de dos siglos de retraso. O sea, tendríamos que concluir que los neoliberales son gente loca. Locke habría sido un hombre cuerdo, y todavía lo habrían sido Diderot, Voltaire, etcétera, pues todavía combatían el absolutismo. Y aunque nos advierte acerca de los inconvenientes de mezclar peras con manzanas, incluye a Rousseau entre este respetable grupo de liberales cuerdos, cuyas ideas todavía tenían razón de ser.
El problema de estas composiciones de lugar es que no hay por dónde tomarlas. Las generalidades pueden ser un buen blindaje.
Obviamente los neoliberales-liberales-liberalistas (para citar todos los nombres que Carolina Carreño utiliza) no critican al Estado absolutista, tal como hacían los liberales clásicos. El neoliberalismo nace como reacción a la crisis del liberalismo clásico y al ascenso de los totalitarismos de izquierda y de derecha, el comunismo y los fascismos. El objeto primario de la crítica neoliberal son los Estados totalitarios; secundariamente, los Estados de bienestar. Por eso, así como «no resulta coherente que en pleno siglo XXI se critique un modelo de Estado que ya no existe», tampoco resulta coherente criticar a las corrientes teóricas o políticas por cosas que no sostienen.
El Estado «grande» y el absolutista no son lo mismo, como es obvio. En ciertos respectos, el Estado absolutista de hecho tenía muchas menos funciones y responsabilidades que los Estados contemporáneos, sobre todo en materia económica. En cierto sentido, «Estado grande» quiere decir «ineficiente», y esto puede querer decir, al menos, que no regula lo que debe, o que regula lo que no debe, o que lo regula mal y defectuosamente. Estado «grande» también quiere decir, por cierto, «burocrático» y sostenedor de burócratas. Pero, ¿por qué estaría mal denunciar eso? ¿O acaso es falso que los políticos usen el Estado para pagar favores políticos o como agencia de empleos para correligionarios, amigos o parientes? Pensemos en el Gabinete Irina Karamanos ¿No era una iniciativa burocrática e ineficiente (un descaro, en toda regla)?
Este punto de Carolina Carreño, o su modo de plantearlo, al menos pone de manifiesto la precariedad de su argumentación. Pues ¿por qué un partidario de un Estado de bienestar debería renunciar a combatir la ineficiencia estatal y la captura del Estado por parte de grupos de interés? En definitiva, ¿Qué tiene que ver este punto con el problema de si los derechos sociales deben ser gratuitos, universales, etcétera?
La desregulación a que apuntan por regla general los liberales consiste en la eliminación de trabas que impiden la competencia y gravan innecesaria o arbitrariamente a los ciudadanos, como el proteccionismo, tan celebrado por Carreño. «Desregulación» no significa «ausencia de regulación» sin más. Por eso los (neo)liberales promueven leyes que favorezcan la libre competencia, impidan o controlen los monopolios, castiguen la colusión, etcétera. De hecho, sin ese tipo de regulaciones no puede operar «la mano invisible», que Carreño parece tratar como una mera superstición. Revela, nuevamente, una incomprensión general de las explicaciones del famoso concepto de Adam Smith [imagen superior], las que presuponen siempre ciertas condiciones para que tengan lugar los fenómenos que describen, como la adaptación biológica de las especies. ¿Por qué los socialistas que creen que las explicaciones de «mano invisible» son una superstición no son, sin embargo, creacionistas? Quizás sólo por casualidad, pues la mano invisible del mercado no significa que los problemas económicos se van a arreglar mágicamente. No supone que, por ejemplo, cuando dos o más empresarios se estén coludiendo, una mano invisible irrumpirá súbitamente en la reunión para abofetearlos.
Del mismo modo, la «mano invisible» no significa que, por ejemplo, no va a haber inflación. La inflación, de hecho, corrobora la corrección de la explicación de mano invisible que ofrece Smith: es el ajuste que se produce como consecuencia, básicamente, del aumento del circulante. La regulación en favor de la libre competencia es necesaria para que ésta pueda operar, y no al revés. El que haya que aclarar todo esto sugiere, claro está, que Carreño, como tantos otros que malinterpretan la explicación de Smith, no entienden cómo se forman los precios, ni en general los fenómenos económicos. Su situación respecto de la economía es la misma que la de los creacionistas respecto de la biología post darwiniana.
Otro tanto se podría decir de conceptos como ‘mercantilismo’ y ‘proteccionismo’, o del pasaje en que la columnista afirma que «todos deben tener derecho a desarrollar, y para ello es necesario que se creen espacios y medios comunes de crecimiento y progreso». ¿Sabrá que el mercantilismo y el proteccionismo atentan directamente contra esa aspiración? ¿O al menos que el liberalismo se opone a ellos por esa razón?
¿Sabrá, en fin, que la aspiración del neoliberalismo es la erradicación de la pobreza?
Por último, del hecho de que los (neo)liberales rechacen «todo avance en la consolidación de los derechos sociales o prestacionales propuestos en el borrador de la nueva Constitución» no se sigue —como es obvio, una vez más— que rechacen los derechos sociales en sí mismos. Y, como es obvio, ese rechazo obedecerá al hecho de que no verán en el proyecto un «avance». Por de pronto, la descomodificación total de los derechos sociales, o al menos las trabas para su ofrecimiento por parte de privados, supondrá, previsiblemente, una disminución tanto en la calidad como en la cantidad de esos bienes. Ambas ideas, que constituyen un atentado contra la libertad de los ciudadanos, descansan al final en la presuposición de que el ofrecimiento en el mercado de los bienes que constituyen los derechos sociales acarrea un perjuicio, ya para quien contrata, ya para el resto de la sociedad (como si, por ejemplo, los dueños de colegios particulares o particulares subvencionados hicieran un daño a sus alumnos y apoderados).
Es difícil no ver en ese tipo de diagnósticos una idea errada de la economía como juego de suma cero: unos ganan porque otros pierden y nunca todos pueden ganar simultáneamente. Por eso, muchos liberales quieren derechos sociales, pero no en los términos de Carreño. Del mismo modo que quieren una nueva Constitución (pero no esta).