El galope profundo y el desafío ético que marca la victoria de la izquierda en Colombia para América Latina
30.06.2022
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30.06.2022
«Serán meses decisivos y cruciales los que vienen para nuestros países. Quizás, ni siquiera dimensionamos su magnitud. Porque el galope profundo que en estos días remece pueblos y calles de Chile y Colombia, también se vive con las protestas con fuerte impronta indígena que vuelven a remecer a Ecuador, en Perú, en Bolivia y en cierta medida en Honduras y, por cierto, en Brasil. Todos los ojos de quienes miran nuestro incipiente laboratorio latino con rechazo, animosidad o simpatía, pero principalmente los protagonistas de esta nueva generación que exige cambios están ahora fijos en Brasil.»
*Artículo publicado originalmente en la web de Fundación Gabo. Reproducido con autorización.
La victoria de Gustavo Petro como el primer candidato de la izquierda que llega al poder de Colombia marca un hito para su país y también para América Latina. Una señal más de la ira de millones de ciudadanos —principalmente jóvenes— en un territorio latinoamericano asediado por la crisis profunda provocada por la pandemia, la corrupción, la desigualdad endémica, el aumento de la pobreza, la violencia y el desplome de las instituciones políticas de nuestros países. Un nido de termitas que ha generado un fuerte movimiento de rechazo a la política existente y exige cambios. Y no de la forma en que lo hacía ayer.
Gustavo Petro, al igual que Gabriel Boric, quien asumió en marzo pasado la presidencia de Chile, llegan al poder aupados en grandes movimientos de protesta que estremecieron las ciudades de ambos países y dejaron un duro balance de muertos, ciegos y heridos a manos de policías y militares. Los partícipes de esos estallidos sociales en ambos países inclinaron la balanza electoral en contra del establishment y en rechazo a los partidos tradicionales que se han turnado en el poder. Resultado: a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Chile y Colombia llegaron dos candidatos ajenos al monopolio político imperante.
Tanto en Chile como en Colombia los estallidos sociales nunca acabaron. El fuego fue amainando, pero la ira no despejó las calles. Sin soluciones palpables, esa energía solo se fue amalgamando por otras vías. En Chile, con la construcción de una nueva Constitución —con redactores elegidos en forma paritaria y escaños reservados para pueblos originarios— que busca terminar con un modelo que consagró la desigualdad; o en Colombia, con una acerada campaña electoral que tensionó calles, instituciones, campos, minas y cuarteles. En ambos casos, habiendo muchos intereses en juego, la polarización y la industria de noticias falsas que se abrieron paso fueron síntomas de cuán debilitada está la independencia del periodismo. Y también, de cómo se trafica con la industria del miedo.
Precisamente, son esas señales las que encierran unos de los mayores desafíos éticos para el buen periodismo de América Latina en los tiempos turbulentos que vienen.
Los focos de esa industria —el negocio del miedo, la guerra y la inseguridad— que mercadea con las percepciones más delicadas y profundas de los ciudadanos tiene, tanto en Chile como en Colombia, hitos que harán historia. El 28 de junio el hito estará anclado en Colombia con la entrega del informe de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, cuyos testimonios, relatos, conceptos e historias serán la esperada verdad oficial de un conflicto que ha dejado más de 9 millones de víctimas y más de 260 mil muertos.
Allí también estará la certificación de cómo fueron despojados de sus tierras miles de pequeños y medianos campesinos y propietarios rurales: un asalto que contó con la complicidad de jueces, militares, políticos y funcionarios del Estado. Y también, lo que realmente ocurrió con aquellos colombianos asesinados bajo la acusación de ser «guerrilleros» y que eran solo víctimas inocentes en un tablero donde había mucho dinero e intereses en juego. La verdad brutal de los llamados «falsos positivos» obliga a rendir homenaje a ese buen periodismo que con coraje y ética logró denunciar hace ya tiempo la operación sucia que involucraba a altas autoridades de gobierno y por ello recibió amenazas, persecución y seguimiento. Y hace la enorme diferencia ética con ese otro periodismo que avaló la brutalidad y las mentiras de autoridades políticas y militares o simplemente silenció a las víctimas.
El Informe de la Comisión de Verdad sacudirá hasta las entrañas a un país cuyo nuevo primer mandatario sabe que, desde el 7 de agosto, día en que el presidente Iván Duque le traspasará el poder, debe hacer lo imposible para iniciar el fin del terror y de la máquina de guerra que ha asfixiado a su país por más de cinco décadas. El buen periodismo deberá sacar todo su potencial ético para difundir esa verdad con el máximo rigor: que contemple el derecho de las víctimas, invite a la sociedad a asumir lo que nos pasó en los territorios y entregue la esperanza necesaria de que es posible sentar las bases para que esos hechos terribles no se repitan. Todo ello con la certeza de que no podemos manipular ese tremendo trozo de historia que será la memoria de los colombianos. Y de América Latina.
Luego vendrá el turno de Chile. El 4 de septiembre será el plebiscito donde los chilenos dirimirán con su voto si aprueban o rechazan la nueva Constitución que busca terminar con la desigualdad que instauró la Constitución de Augusto Pinochet en dictadura. En el debate, los síntomas se repiten: polarización, industria de mentiras, ausencia de diálogo, ánimos exacerbados y violencia extrema en el Wallmapu, zona que habitó históricamente el pueblo mapuche. Y el temor que les genera a grandes empresarios mineros, financieros, agrícolas y otros algunas disposiciones del texto que recién se termina de redactar en la Convención Constituyente. Como la norma que cambia los derechos de agua que pasan a ser bien común prioritario, o la prohibición absoluta para las minas de intervenir glaciares; o la disposición inédita —si es aprobada por cierto la nueva Constitución— del reconocimiento a los derechos de los pueblos originarios y restitución de tierras de las que fueron despojados.
Otro enorme desafío ético para el buen periodismo: informar con rigor. Y no dejarse amedrentar ni amilanar.
Serán meses decisivos y cruciales los que vienen para nuestros países. Quizás, ni siquiera dimensionamos su magnitud. Porque el galope profundo que en estos días remece pueblos y calles de Chile y Colombia, también se vive con las protestas con fuerte impronta indígena que vuelven a remecer a Ecuador, en Perú, en Bolivia y en cierta medida en Honduras y, por cierto, en Brasil. Todos los ojos de quienes miran nuestro incipiente laboratorio latino con rechazo, animosidad o simpatía, pero principalmente los protagonistas de esta nueva generación que exige cambios están ahora fijos en Brasil. Y ello, porque el próximo 2 de octubre, 148 millones de votantes (estimación de la Corte Superior Electoral de Brasil), podrán decidir si el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, candidato del Partido de los Trabajadores, logrará sepultar los intentos de reelegirse del presidente Jair Bolsonaro. Una lucha sin concesiones entre un exobrero y un militar en retiro, entre la izquierda y la ultraderecha nacionalista que ya remece a la segunda democracia más grande del hemisferio occidental. Si ninguno de los dos favoritos logra imponerse el 2 de octubre, deberán ir a segunda vuelta el 30 de octubre.
La violencia ha sacudido a Colombia y a Brasil más que a otros países del continente. Para los expertos de Naciones Unidas las masacres y asesinatos de defensores de Derechos Humanos en Colombia ha crecido desde 2016, al mismo ritmo que los desplazamientos provocados por grupos armados diversos: 147.000 personas obligadas a huir de sus hogares solo en 2021 (cifras gubernamentales). Según la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), tribunal creado por el Acuerdo para investigar la guerra, en 2021 murieron más de 13.000 personas, el mayor número desde 2014. El vacío que dejó la antigua insurgencia no fue ocupado por el Estado y tampoco hubo asomo de las reformas y políticas públicas prometidas. Ese vacío ha dado paso a nuevos grupos criminales que se disputan diversos ilícitos, el principal: el control del tráfico de drogas y la minería ilegal en esos territorios.
Gustavo Petro se comprometió en campaña a iniciar negociación de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), última guerrilla en el país; implementar los Acuerdo de Paz de 2016 con la desmovilizada guerrilla de FARC, que permitió a 13.000 de sus miembros reintegrarse a la vida civil; y ocuparse especialmente de las disidencias que regresaron a la violencia, además de buscar la anulación de bandas criminales del narcotráfico. Para ello, deberá buscar la fórmula de entrar a esas zonas a disputarle con toda la fuerza del Estado y sus instituciones el poder territorial al crimen organizado. Allí sobresale el poderoso Clan del Golfo, grupo paramilitar sin agenda política, que exacerba la violencia para hacerse del mando del negocio del narcotráfico.
Es en esas zonas donde el abandono y la pobreza de los más vulnerables se hace sentir. Gustavo Petro ha dicho que gobernará para «los nadies y las nadies», precisamente las minorías y los pobres que en Colombia llegan al 39% de la población (cifras oficiales 2021). Un sector que le permitió el triunfo y cuyo cambio lo grafica la irrupción de Francia Márquez, primera mujer afrodescendiente en asumir la vicepresidencia de Colombia. Otro desafío ético para el buen periodismo, pues permitirá visibilizar a ese 10% de la población afrodescendiente, históricamente con los peores índices socioeconómicos de Colombia.
«Nos dijeron que la política no era para nosotras, que el lugar nuestro como mujeres negras era como empleadas domésticas. Poniéndoles lindas sus casas, criándoles a sus hijos. Hay que romper esas cadenas de opresión», dijo Francia Márquez en un discurso. Su grito de rechazo a los abusos cobró potencia con cientos de imágenes cuando al responder a una ofensa que le lanzó una mujer en campaña, que la comparó con King Kong, Márquez dijo: «Eso a mí no me quita la fuerza, no me desanima. Por supuesto, duele, lastima, hiere, porque el racismo mata, así como el machismo mata en este país». Una imagen que el buen periodismo ético debe graficar, narrar, mostrar una y otra vez.
En plena sintonía con los cambios que avanzan por América Latina, Francia Márquez (40 años), originaria del departamento del Cauca, encabezará el nuevo Ministerio de la Igualdad: «un ministerio para las mujeres, las diversidades sexuales y de género, los pueblos excluidos históricamente y la juventud colombiana. Desde ahí estaremos haciendo las transformaciones que requiere este país», afirmó.
La otra tarea acorde con el desafío gigante que enfrentamos como civilización, también la han hecho suya Gustavo Petro, Márquez y su coalición, Pacto Histórico. Y será dura. Parte esencial de su programa «Colombia: potencia mundial de la vida» es iniciar la transición energética, abandonar la dependencia del petróleo. Al asegurar que no emitirá nuevas licencias de explotación petrolera, sabe que desatará la ira de una industria que representa casi el 4% del Producto Interno Bruto.
«¿Qué exportamos nosotros? Carbón, petróleo y cocaína; los tres producen violencia. No solo cocaína. Para sacar petróleo matan comunidades, para sacar carbón dejan morir miles de niños sin agua, y sacar cocaína es a plomo limpio», afirmó en un discurso de campaña. Más tarde insistió con nueva perspectiva: «No es posible una América Latina —llámela usted de izquierda o derecha— que viva de sacar gas, petróleo o cobre. La única posibilidad de un desarrollo sostenible es el conocimiento, es la producción».
La nueva vicepresidenta Francia Márquez conoce bien el poder al que se enfrenta: su férrea oposición a la contaminante minería del oro en el municipio de Suárez le significó ser amenazada de muerte y galardonada con el Premio Medioambiental Goldman 2018. El destacado medio El Hilo consignó en abril de 2021: «Colombia es el país más peligroso del mundo para los líderes sociales. Paradójicamente, la situación se agravó a partir de 2016, tras firma del Acuerdo de Paz; desde entonces, más de 1.150 personas han sido víctimas de paramilitares, disidentes y mafias que buscan silenciar a quienes luchan contra el crimen organizado, las economías ilegales, la corrupción y la tenencia ilícita de la tierra».
El Pacto Histórico también propone la «desmilitarización de la vida social», y con ello la eliminación del servicio militar obligatorio; desmantelar el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), que centró las acusaciones por la brutalidad desplegada al reprimir la protesta social y una profunda reforma a las Fuerzas Armadas, con fuerte reducción del presupuesto militar (3,4% del PIB actual), las mismas que deben jurarle obediencia al nuevo presidente Gustavo Petro, y que no olvidan su pasado guerrillero (Movimiento 19 de Abril). Para intentar aplacar los temores de empresarios, Petro se comprometió ante notario a no expropiar bienes, y aseguró que no reformará la Constitución para mantenerse en el poder.
En medio de ese panorama complejo, emerge la necesidad de concretar cambios con urgencia. Imposible obviar el diagnóstico del Banco Mundial: Colombia se situó en 2021 como el país más desigual de la OCDE y segundo en Sudamérica, detrás de Brasil. Una desigualdad que se mastica con otro dato que marca la ira: los ingresos del 10% de la población más rica de Colombia son 11 veces mayores que los del 10% más pobre. Si no se controla la inflación y no se aplican medidas económicas urgentes para paliar la miseria, la proyección de la CEPAL es que Colombia sería el país de Latinoamérica donde más crecerá la pobreza en 2022, pasando de una tasa de 36,3% en 2021 a 39,2% en 2022.
Los 21,4 millones de colombianos que votaron en el balotaje (de 39 millones habilitados para sufragar), la participación electoral más alta desde 1988 (54,91%), muestran que para la mayoría de los ciudadanos —por ahora— la democracia es el camino. Hubo 700 mil votos de diferencia entre Gustavo Petro y su contendor, Rodolfo Hernández. «Hay mucho malestar. Podría ser mejor tener una explosión controlada con Petro que dejar el volcán embotellado. El país está pidiendo un cambio», fue el análisis del académico e importante dirigente liberal, Alejandro Gaviria.
¿Permitirá esta vez la ultraderecha nacionalista, con sólida articulación ideológica y financiera en el continente y con el apoyo de VOX (España) y de Víctor Orban (Hungría), que siga creciendo la izquierda en América Latina? Esa es la pregunta que muchos se hacen en estos días en que el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, ha vuelto a resucitar la amenaza del fraude electoral, alimentando el fantasma del Golpe de Estado.
Cuando faltan cuatro meses para una elección presidencial crucial para América Latina y en momentos que todas las encuestas arrojan el triunfo de Lula en las elecciones del 2 de octubre, Bolsonaro ha sacado el mismo libreto utilizado por Donald Trump en las elecciones que perdió en Estados Unidos en 2020 y ha planteado que el sistema electoral se presta para fraude. Lo grave, como lo registró The New York Times el 14 de junio pasado, es que ahora el ejército de su país ha salido a respaldarlo. Garnier Santos, jefe de la Marina de Brasil, declaró al periódico brasileño O Povo: «Como comandante de la Marina, quiero que los brasileños estén seguros de que su voto contará. Cuanta más transparencia, más auditoría, mejor para Brasil”. A ello siguió la misiva de 21 puntos que le envió el ministro de Defensa de Brasil, Paulo Sérgio Nogueira, a los funcionarios electorales de su país, emplazándolos por no asumir la seriedad de los cuestionamientos de los militares a la seguridad electoral. “Las fuerzas armadas no se sienten debidamente reconocidas», afirmó. Así, «jueces, diplomáticos extranjeros y periodistas advierten que Bolsonaro prepara el terreno para intentar un Golpe de Estado».
Ha sido el excapitán y paracaidista del Ejército, Bolsonaro, el principal instigador de la tensión. «Ha surgido una nueva clase de pillos que quieren robar nuestra libertad. Iremos a la guerra si es necesario», dijo en un discurso reciente. Nadie desconoce que el presidente ha gobernado favoreciendo a los 340 mil integrantes de las Fuerzas Armadas, su base de apoyo. Aunque a otros les preocupa más la actitud que adoptará el medio millón de policías que, al igual que en Colombia y Chile, han mostrado ser la nueva fuerza de choque contra las protestas sociales. The New York Times recogió la opinión de Edson Fachin, juez del Supremo Tribunal Federal y principal funcionario electoral del país: «Estos problemas son creados artificialmente por quienes quieren destruir la democracia brasileña. Lo que está en juego en Brasil no es solo una máquina de votación electrónica. Lo que está en juego es conservar la democracia».
Ante ese riesgo, que Bolsonaro cierre filas con las malas prácticas de Donald Trump no es novedad. En frases que quedarán en la historia de lo impresentable, le va en collera: «Lamento los muertos, pero todos vamos a morir un día. Hay que dejar de ser un país de maricas», dijo Bolsonaro en noviembre de 2020, en el pico de muertos por covid-19 en su país. Lo que importa ahora para los desafíos que vienen para la democracia y el buen periodismo ético es que también el expresidente de Estados Unidos acaba de reaparecer con un ataque frontal a la administración del presidente Joe Biden, mostrando la piedra angular de la campaña que se prepara para asumir el control de la Cámara de Representantes y del Senado el próximo 8 de noviembre. Un adelanto de la toma del poder que esperan lograr en las elecciones presidenciales de 2024. «Están destruyendo nuestro país ante nuestros ojos», afirmó Trump al iniciar su discurso en la convención republicana de Carolina del Norte. Y acusó a Biden de encabezar el gobierno «de izquierda más radical de la historia» de EE.UU. Y reanimó su acusación de fraude electoral en las elecciones que perdió en 2020, al que calificó de «crimen del siglo», pues, aseguró, votaron «miles de inmigrantes ilegales» y personas supuestamente muertas.
No extraña entonces que Donald Trump haya señalado al buen periodismo como su enemigo. Y que lo persiguiera durante su mandato. Una prueba más de ello es la revelación de que ordenó obtener de manera ilícita y secreta los registros telefónicos de cuatro periodistas de investigación del New York Times. El Departamento de Justicia se hizo de los historiales telefónicos de 2017 de los periodistas Matt Apuzzo, Adam Goldman, Eric Lichtblau y Michael S. Schmidt, quienes estaban recibiendo información relevante sobre la trama rusa (Putin) de apoyo a su candidatura presidencial.
Para los expertos en política estadounidense, las elecciones del próximo 8 de noviembre no son simples comicios legislativos. Lo que está en juego es la toma del poder del trumpismo para seguir debilitando la democracia. Cómo olvidar que en las elecciones de 2020 votó la mayor cantidad de ciudadanos en 120 años (67%) y Donald Trump obtuvo 74 millones de sufragios (casi 80 millones votó por Biden). La mitad de las mujeres blancas votó por él a pesar de las 26 acusaciones de violencia sexual y de que mintiera sobre su pago de impuestos, el apoyo de Putin y el calentamiento global, entre otros asuntos relevantes. Incluso, lo hizo con el amplio apoyo del voto latino, como en Florida. Para ellos, que Trump fustigue una y otra vez a los inmigrantes no es importante.
Otro desafío ético para el periodismo será descifrar esa otra rabia que inunda a los votantes latinos de Trump y también a los blancos que lo apoyan.
Así, tanto Bolsonaro como Trump vuelven a patear el tablero de la frágil democracia en nuestros países sacando la misma arma del fraude electoral para las elecciones de octubre y noviembre en Brasil y Estados Unidos. La fractura del grave retroceso democrático quedó expuesta con el asalto al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021, y cuya trama, instigada por Trump, es objeto de un juicio en Estados Unidos. Ambos no ceden en socavar la fe pública al extremo, para, finalmente, negarse a aceptar su derrota en las urnas.
Pero hay otra pregunta que en este punto de inflexión en América Latina vuelve a ponerse sobre la mesa: ¿podrá la izquierda esta vez superar la impronta de corrupción que corroyó la democracia en décadas pasadas, en episodios como el de Odebrecht, en Brasil? Por ello esta vez, tanto Gustavo Petro como Gabriel Boric en Chile; Luis Arce, en Bolivia, Alberto Fernández, en Argentina; Pedro Castillo, en Perú, todos mandatarios que se proclaman de izquierda saben que el buen periodismo estará fiscalizando de cerca sus cuentas y contratos con el gran capital. Y también, su compromiso con la defensa de los Derechos Humanos, que se verá reflejado en su postura frente a los reiterados abusos a las garantías mínimas del derecho a la vida y la democracia en la Nicaragua de la dupla Ortega-Murillo y Venezuela. Ni hablar de lo que ocurrirá si Lula regresa al poder. Las huellas y el modo de operar del «pulpo» Odebrecht que aspiró millones de dólares de los erarios fiscales de doce países de América Latina y África, no se puede repetir.
En ese punto estamos. Con la democracia en peligro y la esperanza de cambio de millones de latinoamericanos galopando por los territorios en crisis. Un escenario que ya hemos conocido pero que esta vez tiene nuevos protagonistas, como son los jóvenes y las mujeres. Así editorializó The Economist (19.06.2022): «La consolidación de la democracia solía considerarse una vía única, pero América Latina demuestra que las democracias pueden decaer fácilmente y eso es una advertencia para los demócratas de todo el mundo. Su política está ahora marcada no solo por la polarización, sino también por la fragmentación y la extrema debilidad de los partidos políticos lo que hace difícil reunir mayorías de gobiernos estables». Y concluye: «Los latinoamericanos necesitan reconstruir sus democracias desde la base. Si la región no redescubre la vocación de la política como servicio público y reaprende el hábito de forjar consensos su destino solo será peor».
En este nuevo punto de inflexión lo que se viene a la memoria es que hay otros que han galopado y muy fuerte en estos territorios en el pasado y han dejado huella (como el líder liberal colombiano Jorge Eliecer Gaitán, uno de los protagonistas más importantes de la América Latina del siglo pasado, admirado por muchos de nuestros políticos, sindicalistas y líderes sociales, como el expresidente de Chile, Salvador Allende, entre otros). Gaitán impulsó reformas que pudieron abrir el camino en nuestros países al combate a la pobreza y la desigualdad, enfrentó a las oligarquías y al gran capital extranjero. El apoyo masivo que concitó en su país, y más allá de las fronteras de Colombia, lo convirtieron en un seguro próximo presidente de su país y, por lo mismo, un enemigo potente para los intereses que en esos años dominaban el poder en Latinoamérica. Fue asesinado el 9 de abril de 1948. Desde entonces, la paz ha sido una visita en Colombia y en otros países de nuestro territorio. Los habitantes permanentes han sido la desigualdad y la violencia. Seis candidatos presidenciales han sido asesinados en Colombia en 42 años. Muchos otros abrazaron la vía violenta para lograr cambios, hastiados de corrupción y pobreza. Fracasaron.
Los meses que se avecinan serán claves para la democracia en América Latina y para los cambios que permitan vislumbrar menos violencia, desigualdad y pobreza en nuestros países. Cuando la democracia está en peligro y la encrucijada se vuelve a instalar, la ética del buen periodismo emerge como una herramienta potente que puede aportar lo suyo para limpiar de fantasmas, miedo y amenazas nuestra tierra.