«Hacer historia» y adanismo constitucional
07.06.2022
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07.06.2022
Los riesgos siempre acechantes de una interpretación parcial de la Historia se vuelven especialmente serios en el caso de una discusión constitucional, recuerda la autora de esta columna para CIPER. Perspectiva en exceso presentista y falta de consideración por el contexto son dos peligros en el debate sobre el borrador de nueva Constitución; ambos ya evidentes, estima la autora, en el texto de preámbulo y en la campaña informativa iniciada por el gobierno.
A todo quien se acerca a la historia del constitucionalismo, Joaquín Varela le advierte sobre la necesidad de evitar dos errores fundamentales: el presentismo y el adanismo. Mientras el primero supone aproximarse al constitucionalismo «no tanto para comprenderlo [en su propio contexto], sino para justificar las propias elaboraciones doctrinales», el segundo implica, por una parte, considerar que la historia de las constituciones carece de un pasado previo que la explica y, por otra, ignorar el acervo terminológico que genera, como los conceptos de separación de poderes, de garantía de derechos, etc. Aunque las prevenciones del autor están dirigidas a especialistas, su consejo igualmente aplica a dirigentes políticos en general; y, en particular, a quienes tienen la tarea de elaborar un nuevo texto constitucional.
Esto es así porque la comisión de los dos errores referidos puede, eventualmente, ocasionar graves consecuencias para el conjunto de la población. En concreto, el excesivo presentismo puede conducir a un maximalismo irreal, que cierra las puertas a la mejora del texto constitucional a través del mecanismo de ensayo y error que ofrecen las democracias bien pensadas, donde la deliberación parlamentaria ocupa ciertamente un lugar central. Además, el presentismo puede conducir a la generación de expectativas desmedidas, muy difíciles de satisfacer.
Observo ambos errores en diversos defensores del borrador de nueva Constitución que hoy se discute en la Convención Constitucional (CC) y que el 4 de septiembre será sometido a plebiscito. Como ejemplos de lo recién descrito, presento a continuación dos casos: i) el del constituyente Jorge Baradit y el preámbulo de texto por él redactado y presentado a la comisión respectiva (y que, en una versión más breve, fue finalmente aprobado); y ii) el de la campaña informativa iniciada por el gobierno de Gabriel Boric (y opiniones asociadas del convencional Jaime Bassa). No se trata de dos tendencias necesariamente relacionadas entre sí, pero estimo que dan cuenta de un mismo planteamiento esencial, que para los efectos de esta columna llamaré «adanismo constitucional»: la creencia de que la Historia democrática de Chile comienza en un momento específico, sin que ella sea el fruto de una evolución. Para el caso actual, se trataría del 18 de octubre de 2019.
La «tesis histórica» recién descrita —hay quienes la llaman «octubrismo»— apareció en una propuesta de preámbulo en la que se sostenían al menos dos ideas discutibles: la primera, que «la Independencia de nuestro país, lograda a partir del 18 de septiembre de 1810, respondió a un contexto histórico excluyente», y luego que solamente el 18 de octubre de 2019 el «pueblo se reencontró con su lucha histórica en busca de igualdad y justicia social». Por el tenor de su texto, pareciera que para el convencional Jorge Baradit, el autor de esa propuesta, el periodo colonial de nuestra historia brilló por su esplendorosa inclusividad, pese a que el orden social colonial estuvo fuertemente basado en criterios diferenciadores por etnia y raza. Por ejemplo, los indígenas eran considerados «personas miserables»; esto es, personas naturalmente vulnerables y, por tanto, incapaces de conducirse por sí mismas. Y aunque esta condición conllevaba algunos privilegios, como el acceso preferente a los tribunales superiores de justicia, en general reducía a los indígenas prácticamente al estado de minoría de edad permanente. Así, por ejemplo, se les impedía celebrar contratos y ejercer una gran cantidad de trabajos de manera independiente. Para el caso de las personas afrodescendientes, existía la esclavitud, salvo que compraran su libertad mediante procesos largos y costosos, tanto en términos legales como económicos. Y quienes habían alcanzado la manumisión, luchaban por sacar adelante procesos de «blanqueamiento» para, por ejemplo, ejercer profesiones liberales y cargos burocráticos, a los que no tenían acceso debido al color de la piel.
Lo que la propuesta de preámbulo que Baradit presentó por escrito pasaba por alto es el hecho de que, aunque la Independencia no produjo un cambio radical en favor de las personas subordinadas, sí al menos generó las condiciones de posibilidad para que, con el tiempo, las cosas fueran mejorando. Por ejemplo, en 1823 se abolió por completo la esclavitud y se amplió al acceso al trabajo de los afrodescendientes. Además, durante el siglo XIX el Estado desarrolló una política de fomento de la educación que incluyó a las mujeres, las que pudieron ingresar a la universidad a partir de 1877. Nada fue fácil, por cierto, pero desde los principios políticos de la Independencia —libertad individual e igualdad ante la ley— el país fue gradualmente avanzando hacia una sociedad más inclusiva. Por lo demás, fue desde el proceso de Independencia, y especialmente desde la década de 1820, cuando el país comenzó a avanzar hacia la creación de constituciones, con separación de poderes (superando, así, el absolutismo del antiguo régimen) y la garantía de diversos derechos que, aunque no siempre fueran del todo respetados, al menos conformaron un horizonte de expectativas al que finalmente se fue llegando.
Y no obstante que el «adanismo constitucional» referido sea en principio delirante, el preámbulo aprobado por la comisión respectiva lo recogió en su planteamiento esencial. El párrafo segundo de este texto señala lo siguiente:
«Considerando los dolores del pasado y tras un estallido social, enfrentamos las injusticias y demandas históricas con la fuerza de la juventud, para asumir esta vía institucional a través de una Convención Constitucional ampliamente representativa».
Como se observa, este preámbulo no solo presenta al estallido social como una suerte de «comienzo de la historia», sino que también afirma que este ha sido conducido por la juventud como una respuesta a las injusticias históricas que, de manera sistemática, habrían caracterizado a la historia de Chile. Como bien lo ha dicho Felipe Schwember, bajo esta premisa el lema «no son 30 pesos, sino 30 años» ha sido reemplazado por: «No son 30 pesos, son 300 años».
Un adanismo similar se encuentra también en la campaña presentada por el gobierno de Gabriel Boric para promover el plebiscito de salida, la que no por nada lleva por título el hashtag #hagamoshistoria.
En una primera pieza audiovisual, se nos recuerda que en los procesos constituyentes de 1833, 1925 y 1980 la cantidad de convencionales a cargo de la redacción fue mucho más baja que la del proceso hoy en curso. A partir de ello se colige el carácter más democrático del borrador que se someterá a plebiscito el 4 de septiembre. En línea con el preámbulo recién analizado, la mencionada pieza cuenta sin embargo solo una parte de la historia, ya que las principales cartas constitucionales chilenas consiguieron democratizarse (y también legitimarse) con el paso del tiempo. Por ejemplo, si bien la carta de 1833 exigía saber leer y escribir para ejercer el derecho a voto, tal requisito se consideró suspendido hasta 1840 para, luego de ese plazo, permitirse votar a quienes antes ya lo habían hecho, con lo cual dicha barrera terminó siendo letra muerta. Lo mismo puede decirse del requisito que exigía poseer bienes muebles o inmuebles (voto censitario), ya que en la práctica la renta en dinero exigida era muy baja (especialmente en zonas rurales, donde habitaba la mayoría de la población).
Sabemos que las mujeres chilenas accedieron al voto recién en la primera mitad del siglo XX, pero tal restricción fue parte de un contexto mundial, que en muchos países demoró en reconocerles tal derecho. No percibir el contexto concreto en que las cartas constitucionales se generan da cuenta de un anacronismo infantil e inaceptable en las autoridades políticas, sobre todo cuando quieren provocar cambios profundos en términos institucionales.
Sin ir más lejos, el convencional Jaime Bassa ha persistido en tal parcialidad, señalando que «las tres grandes constituciones que ha tenido el país no solamente han surgido de contextos no democráticos, sino que además también pueden ser considerados como fracasados». Pero Bassa omite decir que las cartas de 1833, 1925 y 1980, aunque surgidas en procesos no democráticos, con el paso del tiempo se fueron reformando de un modo significativo, lo que las convirtió en un marco común para la mayoría de las fuerzas políticas (en lo que precisamente consiste la idea de legitimidad). Por ejemplo, la Constitución de 1833 fue profundamente reformada en la década de 1870: se suprimió la reelección inmediata del Presidente, se disminuyó el quórum para sesionar, se restringieron las facultades extraordinarias, etc.; reformas todas que apuntaron a atenuar el poder del Primer Mandatario. Y el hecho de que incluso la Carta de 1980 se haya deslegitimado desde el movimiento estudiantil de 2011, no quita que previamente haya experimentado un proceso de legitimación, también a partir de una gran cantidad de reformas constitucionales (las más significativas, en 1989 y 2005). Hay que pensar que, todavía antes del estallido de octubre, la idea de una nueva Constitución estaba muy lejos de ser una prioridad para la mayoría de los chilenos, razón por la cual incluso la presidenta Bachelet dejó de impulsar el proceso constituyente llevado a cabo durante su segundo mandato.
Los rasgos de adanismo en muchos de los defensores del borrador constitucional que hoy se discute expresan no solo un desconocimiento de la Historia, sino sobre todo una profunda arrogancia política. No resulta tan claro que ideólogos y partidarios del proyecto constitucional de 2022 estén realmente «haciendo historia»; ni que, de hacerla, la valoración sobre su cometido vaya a ser benevolente entre las generaciones futuras. Después de todo, Atila y Tamerlán también hicieron historia. Por supuesto, no cabe comparar a los constituyentes con la destrucción provocada por hunos y mongoles, pero valga este ejemplo para indicar que no hay en el solo hecho de hacer Historia un intrínseco mérito. En el proceso constituyente que hoy enfrenta Chile, mucho más importante que la forma es el fondo: es el contenido del texto que finalmente se presente a la ciudadanía lo que determinará o no la legitimidad constitucional; esto es, la adhesión de las fuerzas políticas a la carta fundamental.
Pero más allá de lo anterior, quizás el problema radique sobre todo en el uso político de la Historia, o de lo que algunos creen que es la Historia. Para bien o para mal, la Historia no la escriben los protagonistas del presente, sino los historiadores del futuro: quienes, al decir de Michelet, buscan resucitar el pasado.